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empieza igual que acaba, con un «sí» —dije para pasar por alto su comentario.

      El embarazo de mi mujer era ya patente.

      ¿Saben qué? Mejor sigamos en otra ocasión. De todas formas, aún hay tiempo hasta la vista final.

      001

      —Yo vivía con una nena que se pasaba la vida en el ­váter. Cuatro veces al día como mínimo, hora y media cada vez. La cronometraba. Yo me sentaba en el pasillo, delante de la puerta, como un cachorrito, y ­empezábamos a hablar. Tuvimos conversaciones tope de serias así. A veces, cuando se quedaba callada, me dedicaba a espiarla por el ojo de la cerradura.

      —Tío, no… Los retretes son lugares sórdidos…

      —Déjalo que hable, coño. ¿Y luego?

      —Nada, charlábamos. Total, que se tira ahí encerrada durante horas. E intentas que salga, te inventas todo tipo de chorradas, la tientas para que abra y puedas mirarla al fin a los ojos. Lo de espiarla por la cerradura no cuenta. Y además, a veces tapaba la rendija con papel higiénico. Si no ves a la persona con quien estás hablando, te relajas, dices cosas que en otras circunstancias ni se te ocurrirían. Una vez, mientras le daba la lata para que saliera, abrió la puerta y me pidió que entrara. No sirvió de nada. Un retrete es demasiado estrecho para dos personas. Os lo juro. Aún la veo ahí sentada, con las bragas escurridas, como si estuviese siendo tragada por la taza…Como si la hubiera engullido. Solo le asomaban las rodillas y luego las tibias. Nada, ni conversación ni nada.

      —¿Te dio asco o qué?

      —En serio, son lugares sórdidos… Son agujeros…

      —No, fue… No sé… Simplemente, no funcionó. No es que oliera. Bueno, un poco sí.

      —Un momento. Esa es la cuestión. Ahí está el ­intríngulis. Si puedes resistir el olor de una tronca ­cagando delante de ti, si no te da asco, si lo sientes como un ­hedor tuyo, porque el tuyo no te da asco, ¿no?, ­entonces debes quedarte con la tronca. ­Lo pillas, ¿no? Llámalo «amor verdadero», «media naranja», ­llámalo «la mujer perfecta para aguantar al menos unos años»… Whatever, da lo mismo. Esas cosas no ocurren a menudo. Se presentan una sola vez. Ahí está la prueba.

      —Bueno, pues ¡brindo por vosotros! Pero eso ¿lo has patentado o ­estás aquí ensayando una nueva novela frente a tu auditorio?

      —No, tío… Hablo en serio. Aunque con nenazas como tú la prueba daría negativo casi seguro. ¡Salud!

      —Dejaos de retretes… Estamos sentados a la mesa, picando, bebiendo… y me salís con retretes…

      —No, no, espera un poco. ¿Por qué no se va a poder hablar del cagadero en la mesa? ¿Por qué vas tú al ­váter? Porque primero estás en la mesa, te atiborras, te ­pones hasta las cejas y luego corres al váter. ¡Es algo ­natural! ¿Y ahora resulta que hablar del tema en la mesa no lo es? Pero ¿hay algo, escúchame bien, que esté más relacionado con la taza del váter que una mesa con ­mantel? Para empezar, un retrete también es una taza. Y encima en ambos casos son de porcelana. Ta-zas-de-por-ce-la-na. Yo ya le he dado vueltas al tema y te juro que está todo relacionado. Hay que ser anormal para no darse cuenta de lo importante que es el retrete. ¿Sabes lo que voy a hacer un día? Voy a reunir todas las historias de váteres, las ordenaré, añadiré comentarios, notas y un índice. Publicaré una Historia general del retrete…

      —En tapa blanda, impresa en papel higiénico.

      —Es una idea. Pero la historia tendrá dos partes. Un cuarto de baño particular es algo completamente distinto de un baño público. Y os diré en qué consiste la diferencia…

      —¿Puedo antes acabarme los higaditos? Porque en breve todo se irá a la mierda.

      —La gran diferencia radica en que cuando entras en un retrete público, las cosas se reducen a un mero procedimiento. Te encierras, te desabrochas el pantalón, procedes, terminas, te subes los calzoncillos y te piras. Lo haces todo lo más rápido que puedes.

      —Porque es un lugar inmundo.

      —Puede ser. Pero es un mero procedimiento. Mientras que, en el váter de tu propia casa, puedes entrar a ­cualquier hora y sin necesidad. Puedes tirarte allí horas, leyendo un libro, hojeando un tebeo. Puedes simplemente descansar la cabeza en tus manos y pensar. En ninguna otra parte logra uno estar tan a solas consigo mismo. El váter, oídme bien, es la pieza más importante de la casa. La estancia trascendental.

      —Quieres decir que entrar en un baño público es un trámite, y en uno privado, un ritual.

      —Algo por el estilo. Además, se trata de un ritual íntimo, que uno se consagra únicamente a sí mismo, y a nadie más. Porque allí nadie te ve. Dudo que el mismísimo Todopoderoso se dedique a husmear en cuartos de baño ajenos.

      —¡Por eso digo que un retrete es un lugar muy sórdido! Un abuelo mío se ahorcó en el retrete que había detrás de su casa. Se quitó el cinturón y lo enganchó en una viga bajo las tejas. Metió los pies en el agujero para no hacer pie. Y los pantalones se le cayeron hasta los tobillos con el baile, no se le sujetaron sin el cinturón.

      —De pequeño, cuando iba al cine, en el pueblo, no entendía por qué en las películas nadie iba nunca al váter. Había indios, vaqueros, legiones enteras de romanos… pero no veías a nadie cagando ni meando. Yo, después de dos horas de peli, corría al baño como loco, mientras que aquellos tíos de las películas… en toda la vida, ni una sola vez. Y seguramente pensé, bueno, es que los hombres de verdad no se acuclillan con el culo al aire. La cosa es que decidí probar cuánto podía resistir al menos sin hacer aguas mayores. Aguanté tres días. Me retorcía de dolor en la barriga, caminaba encorvado; mis padres se asustaron y se plantearon llevarme a urgencias. La tercera noche no aguanté más. Me encerré en el váter y me fui por la pata abajo. Me sentía como un globo desinflándose que se retuerce, pedorrea, cae haciendo chof y al final queda reducido a la nada. Fue la primera vez que dudé del cine. Ahí había algo que no funcionaba. Había algo… cómo decirlo… injusto.

      —Bueno, eso es porque las pelis que veías eran una mierda… Atiende una cosa: uno sabe que una peli vale la pena cuando la cámara entra en el retrete. Mira en Pulp Fiction, cuando Bruce Willis vuelve para coger su reloj y decide hacerse una tostada, mientras Travolta está en el retrete. La tostada salta, Bruce se asusta y le pega un tiro al otro. O sea, la tostadora aprieta el gatillo y la cocina le revienta el culo al retrete. ¿Ves cómo está todo relacionado?

      —Y el policía de Reservoir Dogs, el señor Naranja, ¿era el señor Naranja?, que cuenta la historia de la droga en el retrete con todo lujo de detalles, para sonar más creíble. A medida que él va memorizando la historia, su jefe le dice: tienes que recordar solo los detalles. Es la única manera de que te crean. La acción, dice, ocurre en el retrete de tíos. Debes saberlo todo sobre ese retrete. Si hay toallitas de papel, o un secador de manos de aire caliente, con pulsador. Qué tipo de jabón hay. Si el váter apesta. Si algún cabrón con diarrea se ha cagado fuera de la taza y lo ha puesto todo perdido… Debes recordarlo todo. Todo.

      —Hhhh… Voy a potar.

      5

      Nupcias de plantas.

      linneo

      El embarazo de mi mujer era ya patente. Esta frase inocente cobra otro cariz si les digo que… A ver cómo lo digo… El autor de su embarazo no era yo. El padre era otro, pero ella seguía siendo mi esposa. El embarazo le sentaba bien, dotaba de cierta serenidad a sus movimientos, redondeaba de manera agradable sus hombros afilados.

      La acompañé a casa después de la última vista. ¿Qué suele hacer la gente en semejantes casos? Hacía unos días que había alquilado un piso cerca y a Ema se le ocurrió la idea —a mi parecer, poco sensata— de hacernos una última foto juntos. Como si nos casáramos de nuevo. Nos metimos en el primer estudio de fotografía

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