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susurran, esperan a ver qué haremos. Ema y yo estamos junto a la ventana. Solo nos falta por repartirnos un lote de discos de vinilo. De pronto, saca de la funda el primer vinilo y lo arroja con fuerza por la ventana. Este es mío, dice. La ventana está cerrada, pero el vinilo la atraviesa como si fuese de aire. De manera instintiva, saco el siguiente y lo arrojo yo también. El vinilo vuela como un frisbi, gira alrededor de su eje como si girase en el gramófono, pero más ­rápido. Se escucha su silbido. Más o menos a la altura de los contenedores de basura, se dirige peligrosamente hacia una paloma mugrienta que vuela a ras del suelo. En un primer momento parece que la colisión podrá evitarse, pero enseguida contemplo horrorizado cómo el borde del vinilo penetra con suavidad en el inflado buche del ave. Todo parece ocurrir a cámara lenta, lo que no hace sino intensificar el horror. Se oyen con claridad unas breves notas cuando el disco le rebana el buche. La afilada fúrcula de la paloma arranca un sonido efímero del vinilo al rozar el surco. Nada más que el inicio de una melodía. Una chanson. No recuerdo. ¿Les Parapluies de Cherbourg? ¿Á Paris?

      ¿Le Café des trois colombes? No recuerdo. Pero había música. La cabeza cercenada sigue volando por inercia unos metros más mientras el cuerpo se desploma suavemente sobre el polvo, junto a los contenedores. No hay sangre.

      Todo en el sueño es de una sobriedad infinita. Ema se agacha y lanza el siguiente vinilo. Luego, yo. Ella. Yo. Ella. Cada vinilo reproduce el suceso del primero. La acera bajo la ventana se cubre de cabezas de pájaro, grises, uniformes, con las membranas de los ojos cerradas. Cada vez que una cabeza cae, los familiares a nuestras espaldas estallan en súbitos aplausos. Desde el alféizar, Mitza se relame, voraz.

      Me desperté con dolor de garganta. Primero pensé en contarle el sueño a Ema. Luego deseché la idea. Un sueño, nada más que eso.

      2

      El apocalipsis también es posible en un país concreto.

      Compré la mecedora un sábado de inicios de enero de 1997. Acababa de cobrar, y la mecedora se tragó la mitad de mi salario. Era la última, todavía a precios antiguos, relativamente bajos. La increíble inflación de aquel invierno subrayaba la insensatez de mi adquisición. Era una mecedora trenzada, imitación de bambú. No pesaba especialmente, pero parecía enorme e incómoda de transportar. Gastarse la otra mitad del sueldo en un taxi resultaba impensable. Así que me la cargué a cuestas y me dirigí a casa. Caminaba —la mecedora a la espalda, como un cestero— y concitaba las miradas indignadas de los transeúntes debido al lujazo que me había permitido. Alguien debería describir toda la miseria del invierno del 97 y todas las demás miserias, la del invierno del 90, la del 92. Recuerdo a una señora mayor, delante de mí, en el mercado, pidiendo que le corten medio limón. Otros recorren de noche los puestos vacíos por si alguna patata ha rodado por el suelo. Cada vez más personas bien vestidas superan la vergüenza y rebuscan en los contenedores de basura. Los perros aúllan hambrientos junto a ellas o bien se abalanzan en jaurías sobre los peatones rezagados. Mientras escribo estas frases sueltas imagino gruesos titulares de prensa en tipografía maciza.

      Una noche, al volver a casa, me encontré la puerta forzada. Solo faltaba la tele. Quién sabe por qué, en lo primero que pensé fue en la mecedora. Seguía allí. Seguramente no lograron sacarla por la puerta, era demasiado ancha, yo mismo tuve que meterla en casa por la ventana. Me pasé toda la noche sentado en ella. Cuando volvió Ema, llamó a la poli. No tenía sentido. Ya nadie hacía caso a las llamadas sobre robos. Que les den. Yo seguía en la mecedora, acariciaba a los dos gatos, asustados por el desorden (¿dónde se habrían metido durante el robo?) y fumaba, herido en lo que quedaba de mi dignidad masculina. No podía proteger ni siquiera a Ema y a los gatos. Escribí un relato.

      Entran a robar en el piso de una familia. En casa solo está la mujer, de unos cuarenta años. Muestra los primeros signos de marchitamiento. Está viendo una telenovela. Los chicos que irrumpen, jóvenes y de apariencia normal, no esperaban encontrarse con nadie a esas horas, pero rápidamente se hacen una nueva composición de lugar. Además, la mujer está bastante asustada. Ella misma saca el dinero del armario del dormitorio. No protesta cuando la obligan a quitarse los pendientes y los anillos. ¿La alianza también? También la alianza. Se la quita con mucha dificultad, la tiene casi ­incrustada en el dedo. De repente, cuando los muchachos se disponen a llevarse la tele —por cierto, la telenovela sigue—, la mujer se abraza a ella con fuerza. Por primera vez levanta la voz, les ruega que se lleven lo que quieran pero que le dejen la tele. Se queda así, de espaldas a los dos hombres, los pechos apretados contra la pantalla, dispuesta a todo. Ellos podrían apartarla sin problema, pero la inesperada reacción de la mujer los ha confundido momentáneamente. Ella percibe su indecisión y les suelta inequívocamente que pueden hacer con ella lo que les dé la gana, con tal de que le dejen la tele. Hay trato. Te vamos a follar, dice uno de ellos. Ella no se mueve. Ellos le levantan la falda con presteza. Ella no reacciona. Todavía tiene el culo firme. El primero acaba enseguida. El segundo tarda más. La mujer sigue agarrada a la tele, inmóvil. Solo una vez les pide que se den prisa porque sus hijos están por llegar del cole. Eso parece que echa para atrás al segundo. Entonces se largan. La telenovela ha terminado. La mujer suelta aliviada el televisor y entra en el baño. Me pregunto cómo acabarán los noventa. Como un thriller, como una peli de gangsters, como una comedia negra, como una telenovela…

      nota del editor

      He aquí la historia de la presente historia:

      Siendo editor en un semanario literario de la capital, recibí un manuscrito por correo. Llegó en el interior de un gran sobre hecho a mano, dirigido a la redacción y con mi nombre como destinatario. En el envío no figuraba remitente alguno. El pegamento amarillento y reseco del sobre rebosaba por los bordes. Confieso que lo abrí con cierta repugnancia, que en absoluto se disipó al sacar de su interior un cuaderno de alrededor de ochenta folios bastante arrugados y abarrotados de texto por ambas caras.

      Semejantes envíos jamás vaticinaron nada bueno para el editor. Sus autores —por lo general, viejitos latosos— solían dejarse ver unos días después para preguntar si se había aprobado ya —faltaría más— la publicación de la obra de sus vidas. Yo sabía por propia experiencia que, si no cortaba por lo sano en ese preciso instante sino que, conmovido por su provecta edad, respondía con benevolencia que aún no había acabado de leerla entera, en adelante me asaltarían semana tras semana como decrépitos soldados dispuestos a batallar hasta el final. Y sabía que, tarde o temprano, a pesar de que su final no estaba lejos, el repiqueteo de sus bastones escalera arriba, hacia la redacción, me haría jurar como un puto carretero.

      Volviendo a aquel cuaderno, lo extraño del caso era que ni el título ni el nombre del ­autor aparecían por ninguna parte. Lo metí en mi cartera, al final le iba a echar un ojo en casa. Siempre podía rechazarlo con la excusa de que solo aceptábamos obras impresas, y así posponer unos meses el asunto. Aquella noche, como es normal, me olvidé de él. Tampoco apareció nadie en los días siguientes solicitando una respuesta. Lo abrí solo una semana después. Era para no creérselo, pero me encontré con uno de los mejores textos que había leído desde que era editor. Un tipo intentaba narrar el fracaso de su matrimonio, y la novela (no sé por qué decidí que aquello era concretamente una novela) giraba en torno a la imposibilidad de narrar ese fracaso. En realidad… la novela en sí era difícilmente narrable.

      Enseguida publiqué un fragmento en el periódico y me limité a esperar a que apareciera el autor. Había añadido una nota indicando que el manuscrito había llegado a la redacción sin nombre, probablemente debido a una distracción del remitente, y que esperábamos su llamada para realizar la pertinente aclaración. Pasó un mes entero desde la publicación. Nada. ­Publiqué otro fragmento. Por fin, un día se presentó en la redacción una mujer relativamente joven y montó un escándalo, argumentando que el periódico se dedicaba a airear su vida personal. Nos aclaró que ella no solía leerlo con regularidad, pero una amiga le había mostrado los números que incluían los fragmentos que yo había seleccionado. Afirmó que los textos eran obra de su exmarido, que solo pretendía desacreditarla, y que todos los nombres mencionados en ellos eran los verdaderos, algo por lo que, según le había asegurado su amiga, podría llevarnos a juicio. Luego, inesperadamente,

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