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pero Dia­blo y Whit nun­ca ha­bían desea­do apli­car uno tan a con­cien­cia.

      La mano de Dia­blo ape­nas ha­bía ro­za­do el pi­ca­por­te cuan­do este giró solo. Lo sol­tó al ins­tan­te y re­tro­ce­dió para vol­ver a des­va­ne­cer­se en la os­cu­ri­dad mien­tras Whit vol­vía a sal­tar el bal­cón y caía so­bre el cés­ped sin emi­tir so­ni­do al­guno.

      Y en­ton­ces apa­re­ció la jo­ven.

      Ce­rró la puer­ta a toda ve­lo­ci­dad y apo­yó la es­pal­da en ella, como si así, solo por­que lo desea­ra, pu­die­ra evi­tar que otros la si­guie­ran.

      Cu­rio­sa­men­te, Dia­blo pen­só que se­ría ca­paz de ha­cer­lo.

      Se afe­rra­ba con fuer­za a la puer­ta y apo­ya­ba la ca­be­za con­tra ella. La pa­li­dez de su cue­llo des­ta­ca­ba bajo la luz de la luna, y su pe­cho subía y ba­ja­ba, mien­tras una so­li­ta­ria mano en­guan­ta­da se apo­ya­ba so­bre la piel del es­co­te que las som­bras cu­brían para tra­tar de cal­mar su agi­ta­da res­pi­ra­ción. Años de ob­ser­va­ción le re­ve­la­ron a Dia­blo que los mo­vi­mien­tos de la jo­ven no eran cal­cu­la­dos, sino na­tu­ra­les: no sa­bía que es­ta­ba sien­do ob­ser­va­da. No sa­bía que no es­ta­ba sola.

      La tela de su ves­ti­do bri­lla­ba a la luz de la luna, pero era de­ma­sia­do os­cu­ra como para adi­vi­nar su ver­da­de­ro co­lor. Azul, tal vez. ¿Ver­de? La luz la vol­vía pla­tea­da en al­gu­nos lu­ga­res y ne­gra en otros.

      «Luz de luna». Pa­re­cía es­tar ves­ti­da de luz de luna.

      Aque­lla ex­tra­ña idea se le ocu­rrió mien­tras ella se acer­ca­ba has­ta la ba­laus­tra­da de pie­dra y, en un ins­tan­te de lo­cu­ra, Dia­blo sin­tió de­seos de sa­lir a la luz para po­der ob­ser­var­la me­jor.

      Fue un im­pul­so fu­gaz, has­ta que es­cu­chó el trino sua­ve y bajo de un rui­se­ñor: era Whit avi­sán­do­lo. Re­cor­dán­do­le su plan, en el que no en­tra­ba esa jo­ven. Lo úni­co que ella es­ta­ba con­si­guien­do era evi­tar que lo pu­sie­ran en mar­cha.

      Ella no sa­bía que el pá­ja­ro no era tal y giró la cara ha­cia el cie­lo, apo­yan­do las ma­nos en la ba­ran­di­lla de pie­dra mien­tras lan­za­ba un lar­go sus­pi­ro y ba­ja­ba la guar­dia. Sus hom­bros se re­la­ja­ron.

      La ha­bían per­se­gui­do has­ta allí.

      Una sen­sa­ción des­agra­da­ble le re­co­rrió el cuer­po al pen­sar que ella ha­bía hui­do has­ta una ha­bi­ta­ción os­cu­ra y ha­bía sa­li­do a un bal­cón to­da­vía más os­cu­ro don­de ha­bía un hom­bre que po­día ser mu­cho peor que to­dos lo que ha­bía den­tro. Y en­ton­ces, como si de un dis­pa­ro en la os­cu­ri­dad se tra­ta­ra, es­cu­chó su risa. Dia­blo se en­va­ró, los múscu­los de sus hom­bros se ten­sa­ron y aga­rró con más fuer­za el man­go pla­tea­do de su bas­tón.

      Tuvo que ha­cer uso de toda su fuer­za de vo­lun­tad para no acer­car­se a ella. Para re­cor­dar que ha­bía es­ta­do es­pe­ran­do ese mo­men­to du­ran­te años, tan­tos que ape­nas po­día traer a su me­mo­ria un ins­tan­te en el que no es­tu­vie­ra pre­pa­ra­do para lu­char con­tra su her­mano.

      No iba a per­mi­tir que una mu­jer lo des­via­ra de su ca­mino. Ni si­quie­ra po­día ver­la con cla­ri­dad y, aun así, no po­día des­pe­gar los ojos de ella.

      —Al­guien de­be­ría de­cir­les lo ho­rri­bles que son —dijo mi­ran­do al cie­lo—. Al­guien de­be­ría plan­tar­se fren­te a Aman­da Fair­fax y con­tar­le que na­die cree que su lu­nar sea real. Y al­guien de­be­ría de­cir­le a lord Ha­gin que apes­ta a per­fu­me y que no le ven­dría mal un baño. Y me en­can­ta­ría re­cor­dar­le a Ja­red aque­lla vez en que se cayó de es­pal­das en un es­tan­que en la fies­ta de la casa de cam­po de mi ma­dre y tuvo que de­pen­der de mi ama­bi­li­dad para po­der se­car­se la ropa sin que lo vie­ran.

      Hizo una pau­sa lo su­fi­cien­te­men­te lar­ga como para que Dia­blo cre­ye­ra que ha­bía ter­mi­na­do de ha­blar al aire.

      Pero en vez de eso, vol­vió a la car­ga.

      —¿Y de ver­dad tie­ne Na­tas­ha que ser tan des­agra­da­ble?

      —¿Y solo se le ocu­rre ha­cer esto, lady Fe­li­city? —Se sor­pren­dió a sí mis­mo al de­cir esas pa­la­bras; no era el mo­men­to de po­ner­se a con­ver­sar con una char­la­ta­na so­li­ta­ria en un bal­cón.

      Y to­da­vía asom­bró más a Whit, a juz­gar por la es­tri­den­te lla­ma­da del rui­se­ñor que sonó jus­to des­pués de que las pro­nun­cia­ra.

      Pero la que más se asom­bró de to­dos fue la jo­ven.

      Con un pe­que­ño chi­lli­do de sor­pre­sa, se giró para en­fren­tar­se a él y se cu­brió con la mano la piel que aso­ma­ba por en­ci­ma del cor­pi­ño. ¿De qué co­lor era ese cor­pi­ño? La luz de la luna se­guía ha­cien­do de las su­yas y era im­po­si­ble dis­tin­guir­lo con cla­ri­dad.

      Ella in­cli­nó la ca­be­za a un lado y en­tre­ce­rró los ojos para mi­rar ha­cia la os­cu­ri­dad.

      —¿Quién está ahí?

      —Eso es lo que me pre­gun­ta­ba yo, que­ri­da, te­nien­do en cuen­ta que está ha­blan­do como una co­to­rra.

      Ella frun­ció el ceño.

      —Es­ta­ba ha­blan­do con­mi­go mis­ma.

      —¿Y nin­gu­na de las dos pue­de en­con­trar un in­sul­to me­jor para esa Na­tas­ha que el de des­agra­da­ble?

      Dio un paso ha­cia él, pero en­ton­ces pa­re­ció pen­sar­se me­jor el acto de acer­car­se a un ex­tra­ño en la os­cu­ri­dad. Se de­tu­vo.

      —¿Cómo des­cri­bi­ría us­ted a Na­tas­ha Cork­wood?

      —No la co­noz­co, así que no lo pue­do ha­cer­lo. Pero te­nien­do en cuen­ta que ha arre­me­ti­do con des­ca­ro con­tra la hi­gie­ne de Ha­gin y ha re­su­ci­ta­do las ver­güen­zas pa­sa­das de Faulk, se­gu­ra­men­te lady Na­tas­ha me­rez­ca un ni­vel de crea­ti­vi­dad si­mi­lar.

      Ella miró fi­ja­men­te ha­cia las som­bras du­ran­te un buen rato, pero su mi­ra­da es­ta­ba fija en al­gún pun­to más allá de su hom­bro iz­quier­do.

      —¿Quién es us­ted?

      —Na­die im­por­tan­te.

      —Dado que está en el os­cu­ro bal­cón de una sala de­socu­pa­da de la casa del du­que de Mar­wick, yo di­ría que po­dría ser un hom­bre de bas­tan­te im­por­tan­cia.

      —Si se­gui­mos esa mis­ma ló­gi­ca, us­ted tam­bién debe de ser una mu­jer de bas­tan­te im­por­tan­cia.

      Su risa, alta e ines­pe­ra­da, les sor­pren­dió a am­bos. Ella negó con la ca­be­za.

      —Po­cos es­ta­rían de acuer­do con us­ted.

      —No sue­lo in­tere­sar­me por las opi­nio­nes de los de­más.

      —En­ton­ces no debe de ser miem­bro de la aris­to­cra­cia —res­pon­dió con frial­dad—, pues­to que, para ellos. las opi­nio­nes de los de­más son tan pre­cia­das

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