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CD: Wes Montgomery, Dewey Redman, Stan Getz; el resto era una selección aleatoria de éxitos de los noventa.

      —Lamento su pérdida —dije—. Me gustaría hacerle unas preguntas si pudiera.

      —¿Es completamente necesario, agente?

      —Normalmente investigamos los casos en los que las circunstancias que tienen que ver con la muerte no están muy claras —contesté—. En realidad, nosotros, es decir, la policía, no iniciamos una investigación a no ser que la sospecha de algún acto delictivo sea jodidamente obvia, o que el Ministerio del Interior haya emitido recientemente alguna orden en la que insista en darle prioridad a cualquier crimen de moda que esté circulando por los noticiarios del momento.

      —¿No están claras? —preguntó Simone—. Tenía entendido que al pobre Cyrus le había dado un ataque al corazón.

      Se sentó en un sofá azul pastel y me hizo un gesto para que me acomodará en un sillón a juego.

      —Perdone, agente, ¿no es a eso a lo que llaman causas naturales?

      Le brillaron los ojos y se los frotó con el dorso de la mano. Le dije que me llamara Peter, lo que se supone que no se debe hacer a estas alturas del interrogatorio. En ese momento, prácticamente oía a Lesley gritándome desde la lejana costa de Essex. Aun así, no me ofreció una taza de té, supongo que no era mi día.

      Simone sonrió.

      —Gracias, Peter. Puede hacerme sus preguntas.

      —¿Cyrus era músico? —interrogué.

      —Tocaba el saxofón alto.

      —¿Y hacía jazz?

      Otra breve sonrisa.

      —¿Existe alguna otra clase de música?

      —¿Modal, be-bop o clásico? —presumí.

      —West Coast jazz —contestó—. Aunque no importaba tocar un poco de hard bop cuando la ocasión lo requería.

      —¿Usted toca?

      —Dios, no —respondió—. No podría torturar al público con mi horrible falta de talento. Uno debe conocer sus limitaciones. Sin embargo, soy una oyente entusiasta. Y Cyrus lo valoraba.

      —¿Estaba escuchándolo esa noche?

      —Desde luego —respondió—. En la primera fila, aunque eso no es complicado en un espacio tan diminuto como el de The Spice of Life. Estaban tocando Midnight Sun, Cyrus terminó su solo y se sentó sobre el monitor, pensé que estaba un poco enrojecido, entonces se cayó de lado y ahí es cuando todos nos dimos cuenta de que algo iba mal.

      Se detuvo, apartó la mirada y apretó las manos. Esperé un poco y le hice algunas absurdas preguntas rutinarias para que volviera a centrarse. ¿Sabe a qué hora se desplomó? ¿Quién llamó a la ambulancia? ¿Y se quedó con él todo el rato? Anoté las respuestas en mi libreta.

      —Quería ir en la ambulancia, de verdad que sí, pero antes de que me diera cuenta se lo habían llevado. Jimmy me llevó en coche al hospital, pero para cuando llegué ya era demasiado tarde.

      —¿Jimmy? —pregunté.

      —Jimmy es el batería, un hombre muy agradable, creo que es escocés.

      —¿Puede decirme su nombre completo?

      —No lo recuerdo —dijo Simone—. ¿No es espantoso? Siempre he pensado en él como Jimmy, el batería.

      Pregunté quién más formaba parte de la banda, pero ella solo los recordaba como «Max, el bajista» y «Danny, el pianista».

      —Debe usted pensar que soy una persona horrible —dijo—. Estoy segura de que me sé sus nombres, pero no consigo recordarlos. Quizás es por la forma en que murió Cyrus, o tal vez por la conmoción.

      Le pregunté si Cyrus había sufrido alguna enfermedad reciente o si había tenido algún problema de salud. Simone contestó que no. Tampoco sabía el nombre de su médico de cabecera, aunque me aseguró que podía sacarlo de los informes si era importante. Me apunté una nota para pedirle al doctor Walid que lo localizara.

      Me daba la impresión de que ya le había hecho bastantes preguntas para encubrir la verdadera razón de mi visita y pregunté, tan inocentemente como pude, si podía echar un vistazo por el resto de la casa. Normalmente, la mera presencia de un policía es suficiente para hacer que el ciudadano más respetuoso con las leyes se sienta vagamente culpable y reacio a permitir que pongas tus pies en su casa; por lo que me sorprendí un poco cuando Simone se limitó a señalar hacia el pasillo y me dijo que adelante.

      El piso de arriba era más o menos lo que me esperaba: la habitación principal estaba la primera y había una segunda habitación al fondo que se usaba, a juzgar por el suelo vacío y los atriles que se alineaban junto a la pared, como cuarto de música. Habían renunciado a parte del dormitorio para ampliar el baño y poner una bañera, una ducha, un conjunto de bidé y lavabo, alicatado con azulejos de cerámica azul claro con adornos en relieve de flores de lis. El armario del baño cumplía la proporción media de un cuarto para el hombre y tres cuartos para la mujer; él prefería las cuchillas desechables de doble hoja y el aftershave, ella tenía muchas cosas para la depilación y compraba en la perfumería Superdrug. Nada parecía indicar que alguno de los dos se hubiera aventurado en las artes esotéricas.

      En el dormitorio principal, los dos armarios a medida estaban abiertos de par en par y un rastro de prendas a medio doblar iba desde allí hasta las dos maletas abiertas que había sobre la cama. La pena, como el cáncer, afecta a las personas de distinta manera, pero incluso así pensé que era un poco pronto para que estuviera guardando las cosas de su querido Cyrus. Entonces localicé un par de vaqueros de cintura baja que ningún hombre respetable del jazz se pondría y me di cuenta de que Simone estaba guardando sus propias cosas, lo que me pareció igualmente sospechoso. Presté atención para asegurarme de que no estaba subiendo las escaleras y hurgué por los cajones de la ropa interior, aunque no encontré nada salvo la sensación de que estaba siendo muy poco profesional.

      Al menos la sala de música tenía más carácter. Había pósteres enmarcados de Miles Davis y de Art Pepper en las paredes y las estanterías estaban llenas de partituras. Me había reservado el cuarto de música para el final porque quería notar la sensación de lo que Nightingale llamaba el sensis illic de la casa, y lo que yo llamaba vestigium ambiental, antes de entrar en el santuario de Cyrus Wilkinson. Me llegó un flash de Body and Soul, mezclado con el perfume a madreselva que llevaba Simone y nuevamente el olor a polvo y madera rota, aunque esta vez era tenue e impreciso. A diferencia del resto de la casa, el cuarto de música tenía estanterías con fotografías y recuerdos, relativamente caros, de vacaciones en el extranjero. Asumí que cualquiera que buscara convertirse en un «practicante» ajeno a los canales oficiales, tendría que pasar por un montón de porquerías místicas antes de toparse con la magia de verdad, si es que eso era posible. Al menos algunos de aquellos libros estarían en las estanterías, pero Cyrus no tenía nada parecido, ni siquiera el Libro de las mentiras, de Aleister Crowley, que siempre viene bien para echarse unas risas y poco más. De hecho, se parecían mucho a las estanterías de mi padre: biografías de jazz, sobre todo, Straight Life, Bird Lives, algunas de las primeras novelas de Dick Francis, para añadir algo de variedad.

      —¿Ha encontrado algo? —Simone estaba en la puerta.

      —Todavía no —respondí.

      Estaba demasiado concentrado en la habitación como para oírla subir la escalera. Lesley decía que la incapacidad para percibir a un grupo tradicional holandés de bailes folclóricos acercándose detrás de ti, no era una táctica de supervivencia en el complejo mundo acelerado del ambiente policial actual. Me gustaría señalar que en aquel momento estaba intentando darle indicaciones a un turista medio sordo y, además, era una compañía de danza sueca.

      —No me gustaría meterle prisa —dijo Simone—, pero ya había llamado a un taxi

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