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de voz. Lesley escribió con el teclado y el iPad habló. Era un modelo básico con un acento estadounidense que la hacía sonar como un surfista autista, pero al menos podíamos mantener una conversación más o menos normal.

      No perdió el tiempo hablando de cosas insulsas.

      —¿Puede arreglarse la magia? —preguntó.

      —Pensaba que el doctor Walid te lo había aclarado.

      Temía que me hiciera esa pregunta.

      —Quiero decir tú —añadió.

      —¿Cómo?

      Lesley se inclinó sobre el iPad y trasteo a propósito la pantalla con el dedo. Tecleó varias frases sueltas antes de darle a intro.

      —Quiero que me lo digas tú —dijo el iPad.

      —¿Por qué?

      —Porque confío en ti.

      Tomé aire. Un par de jubilados pasaron veloces por delante del búnker en sus scooters de movilidad reducida.

      —Por lo que sé, la magia funciona dentro del marco de las mismas leyes de la física que todo lo demás —respondí.

      —Lo que hace la magia —dijo el iPad— puede deshacerlo la magia.

      —Si te quemas la mano con fuego o electricidad, sigue siendo una quemadura: la curas con vendas, cremas y cosas así. No utilizas más electricidad o más fuego. A ti te desfiguró la piel y los músculos de la cara un puto espíritu malévolo. Tu mandíbula estaba machacada y todo se sostenía en su sitio gracias a la magia. Cuando eso se agotó, se te cayó la cara, tu preciosa cara. Yo estaba allí, vi cómo pasó, no pude hacer nada. No puedes hacer que desaparezca con desearlo —dije.

      —¿Lo sabes todo? —preguntó el iPad.

      —No —respondí—. Y no creo que Nightingale lo sepa tampoco.

      Se quedó sentada durante un buen rato en silencio, sin moverse. Quería rodearla con el brazo, pero no sabía cómo reaccionaría. Estaba a punto de extenderlo cuando asintió para sí misma y volvió a coger el iPad.

      —Enséñame —dijo el aparato.

      —Lesley…

      —Enséñame —golpeó el botón de repetición varias veces—. Enséñame, enséñame, enséñame…

      —Espera —dije, y alargué el brazo hacia el iPad, pero ella lo alejó de mi alcance—. Tengo que quitarle la batería o la magia se cargará los chips.

      Lesley le dio la vuelta al iPad, lo abrió y sacó la batería. Después de acabar con cinco teléfonos seguidos, había actualizado mi último Samsung con un hardware que lo protegía, pero eso significaba tener que sujetarlo con gomas. Lesley se estremeció cuando lo vio y resopló. Supuse que sería una risa.

      Moldeé en mi mente la forma apropiada, abrí la mano y creé una luz mágica no demasiado potente, pero sí lo bastante para que reflejara una luz pálida en las gafas de sol de Lesley, que dejó de reírse. Cerré la mano y la luz desapareció.

      Lesley se quedó mirando fijamente mi mano durante un instante y entonces hizo el mismo gesto, y lo repitió dos veces, despacio y de manera metódica. Como no ocurrió nada, levantó la vista hacia mí y supe que, por debajo de las gafas y de la bufanda, tenía el ceño fruncido.

      —No es fácil —dije—. Estuve practicando cuatro horas todas las mañanas durante un mes y medio antes de poder hacerlo y eso solo es lo primero que hay que aprender. ¿Te he hablado del latín, el griego…?

      Permanecimos sentados en silencio un segundo, entonces me dio un golpecito en el brazo, suspiré y creé otra luz mágica. Para entonces podía hacerlo incluso dormido. Copió mis gestos, pero no obtuvo ningún resultado. No bromeo cuando hablo del tiempo que supone aprenderlo.

      Los jubilados volvieron echando una carrera por la explanada. Apagué la luz, pero Lesley siguió intentándolo; los movimientos se volvían más impacientes con cada intento. Traté de soportarlo todo el tiempo que pude antes de agarrar su mano y hacerla parar.

      Poco después volvimos a su casa. Cuando llegamos al porche me dio unos golpecitos en el brazo, se metió dentro y me cerró la puerta en las narices. A través de la vidriera observé cómo su borrosa figura recorría rauda el pasillo y, entonces, desapareció.

      Estaba a punto de irme cuando la puerta se abrió y apareció el padre de Lesley.

      —Peter —dijo—. He pensado que podríamos tomarnos una taza de té. Hay un café en la calle principal.

      La vergüenza no es el punto fuerte de los hombres como Henry May, de manera que no sabía ocultarla.

      —Gracias —contesté—. Pero tengo que volver a Londres.

      —Bueno —respondió, y se acercó—. No quiere que la veas sin estar tapada.

      Movió las manos ligeramente hacia la casa.

      —Sabe que si entras tendrá que quitárselo todo y no quiere que la veas. Lo entiendes, ¿verdad?

      Asentí.

      —No quiere que veas lo grave que es.

      —¿Y cómo es de grave?

      —Tanto como podría serlo —dijo Henry.

      —Lo lamento.

      Henry se encogió de hombros.

      —Solo quería que supieras que no te estábamos echando —añadió—. No te estábamos castigando ni nada por el estilo.

      Pero sí que me estaban echando, de manera que me despedí, volví a subirme al Jaguar y conduje de vuelta a Londres.

      Acababa de encontrar la forma de regresar a la A-12 cuando el doctor Walid me llamó para decirme que tenía un cuerpo que quería que examinase. Pisé a fondo el acelerador. Tenía trabajo y me sentía agradecido por ello.

      ***

      Todos los hospitales en los que he estado tienen el mismo olor, ese tufillo a desinfectante, vómito y muerte. El Hospital Universitario estaba nuevecito, tenía menos de diez años de antigüedad, pero el olor ya empezaba a adherirse en los rebordes menos, irónicamente, en el sótano, donde guardaban los cadáveres. Ahí abajo la pintura de las paredes todavía estaba fresca y el linóleo azul claro seguía chirriando bajo los pies.

      La entrada a la morgue se situaba en la mitad de un largo pasillo adornado con imágenes enmarcadas del viejo hospital de Middlesex. De aquellos tiempos en los que lo más avanzado de la ciencia era que los médicos se lavaran las manos entre paciente y paciente. Estaba protegida por un par de puertas cortafuegos, bloqueadas electrónicamente. De ellas colgaba un cartel que decía: acceso no autorizado - no entrar - solo personal forense. Otra señal me ordenaba presionar el timbre del interfono de la entrada, y así lo hice. El interlocutor graznó y, en el hipotético caso de que eso fuera una pregunta, yo contesté que el agente Peter Grant quería ver al doctor Walid. Volvió a graznar, esperé y el doctor Abdul Haqq Walid, gastroenterólogo mundialmente conocido, criptopatólogo y escocés en prácticas, abrió la puerta.

      —Peter —me saludó—. ¿Cómo estaba Lesley?

      —Supongo que bien —respondí.

      Dentro de la morgue había prácticamente lo mismo que en el resto del hospital, pero menos personas quejándose sobre el estado del Servicio Nacional de Salud. El doctor Walid me acompañó hasta el control de seguridad situado en recepción y me presentó al cadáver de hoy.

      —¿Quién es? —pregunté.

      —Cyrus Wilkinson —respondió—. Se desplomó anteayer en un pub en Cambridge Circus; lo llevaron a urgencias en ambulancia, constataron su muerte al llegar y lo trajeron aquí para una autopsia rutinaria.

      El pobre Cyrus Wilkinson no tenía muy mal aspecto,

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