ТОП просматриваемых книг сайта:
Los esclavos. Alberto Chimal
Читать онлайн.Название Los esclavos
Год выпуска 0
isbn 9786078667666
Автор произведения Alberto Chimal
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
17
Una vez, sonó el teléfono y Yuyis (quien lo tiene terminantemente prohibido) jugó a contestar.
–¿Bueno? –dijo una voz.
Yuyis, nerviosa, rió. Luego dejó salir un sonido sin significado.
–¿Bueno?
Yuyis sintió la vibración de la bocina junto a su oreja y tuvo una idea.
–¿Bueno?
Después de una o dos tentativas, sin embargo, concluyó que su idea era impráctica y que la forma de la bocina era muy incómoda incluso para la sola tarea de sostenerla con los muslos o entre los pechos.
18
En otro de sus viajes, Marlene tuvo oportunidad de asistir a una fiesta en honor de varios cineastas. Estaban en una ciudad fronteriza, en la casa enorme aunque más bien rústica de un distribuidor, y mientras un director preparaba una barbacoa, otros conversaban alrededor de una fuente de piedra. Como en otras ocasiones, Marlene notó que no pocos la miraban con extrañeza o franco rechazo. Pero le bastaba presentarse como la creadora de ciertos filmes muy exitosos –las tres entregas de Locas excitadas, por ejemplo, o Cara de crema – para obtener, si no una aclamación, al menos un gesto de asentimiento o de sorpresa.
Sólo uno de ellos la insultó en voz alta:
–Lesbiana –pero Marlene, en el fondo, no había ido para buscar la aprobación de nadie y terminó por quedarse al margen de las conversaciones, con una botella de cerveza y un plato de carne.
19
De visita en la casa de un anciano moribundo, un cura y dos monjas van a darle los santos óleos. Sin embargo, el cura confunde el frasco del ungüento con otro, que contiene el preparado hecho por una bruja, y al aplicarlo en la frente del viejo éste no sólo se repone, sino que muestra una erección de caballo y unos modales de macho cabrío que espantan a todos. Al santiguarse, el cura se unta el mismo menjunje y bajo su sotana, como activado por un resorte, su propio miembro se levanta, exigiendo acción. Las dos monjas se aterrorizan aún más:
–Ay, cabrón –dice Yuyis en el papel de una de ellas.
Pero rápidas aplicaciones del preparado las vuelven –previsiblemente– dos hembras ardientes e insaciables. Pronto, los cuatro se han ayuntado de todas las formas concebibles y llaman por teléfono al resto de las monjas y curas del convento del que provienen. Todos llegan hasta la casa junto a la carretera en la parte de atrás de un camión de redilas, lo que resulta un poco extraño, al igual que el número bastante elevado de los curas en relación con el de las monjas; del mismo modo resulta extraño que les abra un personaje –Marlene– que no vuelve a aparecer, pero en cuanto entran en el cuarto reciben de inmediato la unción que los prepara no para la muerte sino para una larga noche de placer y, después de ello, nada más importa y la acción en cierto modo se detiene: no hay más vueltas del argumento y casi todas las tomas restantes son primeros planos, uno tras otro, sin explicación, de felaciones realizadas por Yuyis.
( Las monjas calientes es el título de esta película.)
20
Marlene regresa con los víveres y otras cosas que ha comprado. Abre la puerta para entrar y la cierra tras de sí. Está cansada. Dentro de poco, cuando Yuyis haya dejado la basura de la casa en el contenedor, ella tendrá que sacarla y llevarla hasta el contenedor central, que se encuentra a una cuadra del Palacio Municipal. Y luego tendrá que retomar algunos trabajos pendientes, lo que no le dejará tiempo para nada más. Debe tomar una de muchas decisiones intrascendentes, pero ineludibles, cuya necesidad no previó al comenzar la etapa presente de su vida. Cuando está cansada, basta una orden para que Yuyis comience a preparar la cena: la muchacha no tiene talento para cocinar pero sabe seguir órdenes y prepara pasablemente la mayoría de las recetas que Marlene le ha enseñado. Sin embargo, dado que no puede usar siquiera un delantal, todas las comidas que está autorizada a preparar son comidas frías, que a Marlene le causan un desasosiego inexplicable y profundo. Sin duda (lo leyó en una revista) se debe a algún trauma de su infancia; pero no le gusta pensar en tales asuntos y, en todo caso, es mucho más reciente el recuerdo de la única vez en que Yuyis, realmente una pobre tonta, intentó cocinar un par de huevos estrellados: unas gotas de aceite hirviendo le cayeron en un hombro y le dejaron una cicatriz pequeña pero bien visible. Tal vez debió haber pensado en alguna excepción para su regla, firmísima, de desnudez. ¿Qué habría sucedido, se pregunta siempre Marlene, si el aceite le hubiese caído en los pechos, en la cara, en el sexo?
Enciende la televisión, que deja oír una voz hueca y distante y muestra una serie de imágenes indescifrables. Sin ánimos siquiera para tomar el control remoto, Marlene llama a Yuyis.
–Cereal con leche –pide.
21
–Cualquier día de éstos se va a hacer estrella. De esto, ¿no? Se ve que tiene, cómo le diré, unas tablas…
Marlene no entiende.
–¿Tablas?
–Le sabe. ¿Me entiende? Lo hace con uno o con los que sean, por delante, por detrás, en todas las posiciones…
–Es basura –responde Marlene, mientras aprieta el botón de paro en la cámara y saca la cinta bruscamente–. Pura basura. Pura porquería. Caca. Basura.
Pero luego vuelve a meterla en la cámara, termina la escena, y poco después está negociando el pago con el hombre, quien le da de adelanto un fajo de billetes.
22
A las siete de la mañana, cuando se ha levantado y empieza a prepararse, Marlene entra rápidamente en el cuarto de Yuyis, la desencadena si duerme sujeta, enciende el estéreo que está sobre el buró y pone el disco compacto para los ejercicios. Nunca hay otro disco en el reproductor, y en realidad Yuyis tiene prohibido hasta tocar el aparato, de modo que la misma música de baile, pulsante, monótona, sale siempre a un volumen tal que hace retumbar los cristales. “Ponchis ponchis”, la llama Marlene, pero no tiene idea de quién interpreta las piezas ni de cuán viejas son: compró el disco en el único puesto pirata del pueblo, hace varios años, cuando se dio cuenta de que Yuyis necesitaba hacer ejercicio.
Y ella aparta la colcha, salta de la cama y empieza. Así no engorda, piensa Marlene cada mañana, mientras la ve comenzar con saltos en el mismo sitio (de tal modo que sus pechos se bamboleen y reboten contra su cuerpo) y seguir con flexiones, estiramientos, lagartijas, abdominales y un rato de correr en el mismo sitio, como en una rutina de baile aeróbico. Muchas veces graba algunas tomas con la cámara.
Cuando Yuyis termina, acude inmediatamente a la cocina a preparar el desayuno, y entonces Marlene piensa en otro lado desagradable de la desnudez de la muchacha: huele fuertemente a sudor. Pero el inconveniente se debe, una vez más, a su propia imprevisión: ella misma no está dispuesta a levantarse más temprano para dar tiempo a Yuyis de bañarse. Y, por otro lado, si bien el estéreo podría programarse para que se encendiera automáticamente a las siete de la mañana, Marlene no sólo carece de la paciencia necesaria para aprender cómo: quiere estar allí. Durante mucho tiempo gozó con la cara de espanto y desconcierto de Yuyis al despertar bruscamente con la música (y de vez en cuando con la tarea de levantarla a fuerzas), pero desde hace algún tiempo Yuyis ha dejado de verse sobresaltada cuando se levanta. Tal vez se ha acostumbrado a despertarse sola un poco antes de las siete; ésta es la esperanza de Marlene, quien procura, siempre que puede, que Yuyis se acueste luego de realizar las tareas más pesadas: tal vez algún día no consiga levantarse.
23
El príncipe azul da, primero, la impresión de que hará caso de Yuyis el hada, quien no sólo se ha despojado de su vestido y sus alas de muselina sino que se ha dedicado a felarlo con largueza y paciencia. Pero cuando ella termina y se pone de pie para besarlo en la boca, él se aparta y le dice que en realidad