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aunque no de una forma muy convincente. «Lamenté que nos marcháramos del puerto de la Natividad; al buscar alimento para la mente, uno se encariña hasta de los lugares más desdichados del globo». No es precisamente una cita que pueda utilizar una oficina de Turismo.

      Hoy, las islas Kerguelen forman parte de las Tierras Australes y Antárticas Francesas, y solo se puede llegar a ellas en un barco que sale de la isla de Reunión solo cuatro veces al año. Los únicos habitantes que pasan todo el año en el archipiélago son científicos. Plus ça change.

      Puede que el puerto de la Natividad fuera un lugar desolado y desagradable para la tripulación del Terror y del Erebus, pero, al menos, les había brindado cierto refugio. Ahora, de vuelta en mar abierto, se vieron expuestos de nuevo a toda la fuerza de los Cuarenta Rugientes. Una serie de cadenas de bajas presiones se sucedieron día tras día, y los icebergs que amenazaban en el horizonte y quince horas de oscuridad a través de las que navegar hicieron que mantener el rumbo supusiera un reto para el navegante y el contramaestre.

      Con la fuerte lluvia y las constantes turbulencias, el Erebus perdió de vista al Terror en poco tiempo. La disparidad entre las dos embarcaciones todavía irritaba a Ross. Anotó con no poca irritación que hubo de moderar las velas del Erebus mientras buscaba a su barco gemelo, más antiguo, «con no pocas molestias, pues la nave se balanceaba en demasía como consecuencia de no desplegar las suficientes velas para mantenerlo firme». Al final, abandonó la búsqueda y el Erebus continuó solo.

      Por irónico que parezca, fue durante uno de los pocos días favorables cuando aconteció lo peor.

      La tripulación estaba ocupada limpiando y había hombres en las jarcias que desplegaban las velas para que se secaran cuando se soltó la vela de un estay que golpeó al contramaestre, el señor Roberts, quien, según cuenta un testigo, «salió volando y cayó por la borda». Se le lanzaron inmediatamente un salvavidas y varios remos, pero el barco avanzaba a seis nudos y quedó rápidamente atrás. Se bajaron dos cúteres al mar, pero, como habían tenido que reforzarse sus ataduras a causa de las tormentas, se perdió un tiempo precioso mientras los soltaban. El cirujano McCormick, que se encontraba en esos momentos paseando por el alcázar, presenció la tragedia. «La última vez que lo vi asomaba por la cima de una ola, donde uno o dos gigantescos petreles que volaban sobre su cabeza quizá lo golpearon con sus poderosas alas o el no menos poderoso pico, pues desapareció por completo entre dos olas».

      Uno de los cúteres que fueron al rescate recibió el impacto de una ola en un costado que lanzó a cuatro de sus ocupantes al agua. Es poco probable que ninguno de ellos supiera nadar, pues existía entre los marineros la superstición de que aprender a nadar traía mala suerte, como si hacerlo fuese admitir de antemano que las cosas iban a ir mal. El intento de rescate, por lo tanto, podría haber provocado la pérdida de varias vidas de no haber sido por la rápida reacción del señor Oakley, el suboficial del Erebus, y del señor Abernethy, el artillero, en el otro bote, que se apartaron inmediatamente del barco y rescataron a los cuatro hombres de entre las olas, «completamente entumecidos y estupefactos por el frío». El sobrecargado cúter tuvo entonces que navegar junto al barco durante un tiempo y se llenó cada vez más de agua, hasta que, finalmente, lo izaron a bordo.

      Se recuperó la gorra de Roberts, pero eso fue todo. La figura del contramaestre es tan importante para la vida de un barco que su muerte debió de conmocionar a todo el mundo. El sonido de su silbato y su orden de «¡Todo el mundo a cubierta!» eran, con toda seguridad, un sonido tan habitual a bordo como el de la campana del barco. La expedición había sufrido su primera baja, justo antes del aniversario de su partida.

      El 12 de agosto atisbaron una costa cubierta de nubes. Las cartas y el sextante les confirmaron que estaban frente al extremo suroccidental de Nueva Holanda (lo que hoy es Australia Occidental). Al recibir esa noticia, quizá creyeron que lo peor había pasado, pero la peor tormenta que sufrirían estaba aún por llegar. Al día siguiente, un temporal furibundo los azotó. El barco quedó atrapado; el viento soplaba con una intensidad tan diabólica que la gavia mayor quedó hecha girones y el aparejo de juanete de estay salió volando, por lo que el palo del que colgaba quedó desnudo. «Una enorme montaña semoviente de ondulante mar verde se acercó a popa —recordó McCormick—, y amenazó con sepultarnos. Pasó por encima de la popa por estribor y rompió sobre la cubierta; me calé hasta los huesos mientras me aferraba a un aparejo del palo de mesana para evitar que me arrastrara al mar». Su gráfica narrativa continúa con una memorable descripción de su capitán, atado en su puesto de cubierta para que no se lo llevara el mar y desafiando a los elementos, como si fuera el capitán Ahab en Moby Dick: «El capitán Ross mantuvo su posición en cubierta a barlovento gracias a haber ordenado que lo rodearan tres veces con la driza de la vela mayor de mesana para fijarlo donde estaba». La fuerte marejada continuó, y, aunque los vientos amainaron, las escotillas tuvieron que permanecer cerradas durante todo el día siguiente y «se encendieron velas en la santabárbara» para ahuyentar la oscuridad bajo cubierta.

      La noche del 16 de agosto, a la luz de una brillante luna llena, Ross anotó, con lo que debió de ser un inmenso alivio, las siguientes palabras: «Frente a nosotros se extendía la tierra de Tasmania».

      Capítulo 5

       Nuestro hogar en el sur

       10

      Hobart en 1840, hogar de una mezcolanza de colonos libres y de convictos. La llegada del Erebus en agosto de ese mismo año causó un gran revuelo local.

      En 2004, durante una visita a Tasmania, leí el libro Viajeros ingleses de Matthew Kneale. Aunque hay mucho humor negro y excelentes descripciones en esta historia de un emigrante del siglo xix a Tasmania, el libro constituye también una elocuente denuncia de la rigidez y la crueldad de las certezas victorianas, las mismas certezas que motivaron a Barrow, a Ross, a Sabine y a Minto, y a Melville, Von Humboldt, Herschel y a todos los grandes personajes que dominaron la vida y la época del HMS Erebus. El espíritu de la Ilustración estimuló a estos hombres, inteligentes y de viva curiosidad intelectual, a explorar y descubrir, a ampliar las fronteras del conocimiento humano, convencidos de que cuantas más cosas midieran, rastrearan, calcularan y anotaran, mayores serían los beneficios para la humanidad. Pero este sentido del deber también contenía implícitamente una sensación de superioridad que, en su peor faceta, alimentaba el lado oscuro de la creciente confianza en sí mismo que sentía el Reino Unido. Y en ningún lugar estaban más claramente definidas las luces y las sombras de la Gran Bretaña victoriana que en la colonia gobernada de forma independiente a cuyas orillas llegó el HMS Erebus más de tres meses después de zarpar de Ciudad del Cabo. La Tierra de Van Diemen tenía una población de 43 000 personas, y 14 000 de ellas eran convictos.

      A bordo del HMS Erebus en su trayecto a la bahía de la Tormenta, más allá del faro de Iron Pot y tras adentrarse en el refugio que ofrecía el estuario del Derwent, había hombres que habían destacado en muchos viajes y en diversos campos, que habían dominado el arte de la navegación en las aguas más difíciles del planeta y que llevaban con ellos cajas —y, de hecho, camarotes enteros— llenos de pruebas científicas. En tierra, había muchos miles de hombres y mujeres que habían sido forzados a abandonar su país natal tras haberse juzgado que eran criminales natos, moralmente insalvables e incapaces de rehabilitarse. Thomas Arnold, el famoso director de la escuela Rugby, encarnaba esta actitud inmisericorde y la expresó sin ambages en una de sus cartas: «Si colonizan con convictos, estoy convencido de que la mácula no solo perdurará durante la vida de estos, sino durante más de una generación; de que ningún convicto o hijo de convicto debería ser jamás un ciudadano libre […]. Es la ley de la Providencia Divina, que no está en nuestras manos cambiar, que los pecados del padre pasen al hijo por la corrupción de su estirpe». El destinatario de esta carta era el entonces teniente del gobernador de la Tierra de Van Diemen, sir John Franklin.

      Mientras el Erebus navegaba hacia el puerto de Hobart a mediados de agosto de 1840, su capitán expresó alivio y comparó «el

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