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lo que me habría conducido a una muerte segura. Tanto insistía mi madre en estimularme que chillé para que me dejara en paz, y cuanto más chillaba yo, más insistía ella: me volteaba, me lamía por todos los rincones de mi cuerpo y ponía todo su empeño en empujarme para acurrucarme a su lado. Insistió hasta que cedí y me tumbé pegada su abdomen. Solo entonces me dejó tranquila y pudo concentrarse en la salida de mis hermanos, que esperaban su turno. Reconozco que en aquel momento me asusté un poco, ya que empecé a sentir cómo mi madre gemía y ponía tenso ese abdomen que me daba calor, cada vez más a menudo y con más fuerza. Me daba miedo que me aplastara o que me impidiera respirar el aire que llevaba tan poco tiempo dándome la vida, pero no pasó nada, siempre tuvo cuidado de mí. Y, gracias a aquellas crisis de gemidos y tensiones, fueron llegando mis hermanos, a los que iba reanimando y colocando a mi lado con el mismo mimo que había tenido conmigo.

      En definitiva, soy la mayor de cuatro hermanos: dos perras y dos perros. Mi madre, exhausta cuando nos había parido a todos, no se paró a descansar, y siguió ocupándose de nosotros enseñándonos a mamar. Otro gran recuerdo. Estábamos los cuatro aletargados debajo de ella, volvíamos a estar a gusto, calentitos y relajados, y una vez más se dedicó a incomodarnos para que reaccionáramos. Se tumbó de lado y hábilmente nos acorraló para colocarnos esta vez delante de su tripa. No sé lo que me llevó a hacerlo, quizá fue el olor o la búsqueda de su calor corporal. No lo sé a ciencia cierta. El caso es que, inconscientemente, me fui acercando a su piel hasta que descubrí un pezón. Empecé a explorarlo, a olisquearlo y finalmente —por puro instinto— me lo metí en la boca. Inmediatamente, se desencadenaron en mi cuerpo toda una serie de actos reflejos que me llevaron a rodearlo por completo con la lengua y succionar sin saber qué iba a obtener. ¡Qué rico! Un líquido espeso y templado me llenó la boca y, cuando lo tragué, pude notar que me aportaba una espléndida energía. Posteriormente, muchas veces mamé de mi madre —casi hasta que me fui de su lado—, pero ninguna de ellas fue comparable con aquella primera vez, nunca volví a saborear una leche tan espesa y sabrosa como la que se convirtió en mi primera comida. Satisfecha y llena, volvía a quedarme dormida, esta vez con el pezón dentro de la boca, cuando recibí un empujón que me separó de él: uno de mis hermanos me había desplazado para colocarse y comer del mismo. Aquel fue el momento en que, sin ver ni oír nada, se iniciaba mi verdadera relación con ellos. Empecé a percibir sus movimientos, sus golpes, su calor… y supe que, aunque éramos familia, si quería comer, tenía que luchar por ello, por supuesto. Si quería el mejor pezón, el que más leche daba, tenía que ser más rápida que ellos.

      Así —entre sueños, golpes y comidas— pasamos nuestra primera noche; porque, como por lo visto hacen la mayoría de los perros, nacimos de noche. Me han contado después que es por un instinto de supervivencia, que es un comportamiento aprendido de cuando vivíamos en libertad y estábamos expuestos a depredadores. No lo tengo muy claro y, además, jamás he tenido un problema de depredadores, por lo que es mejor que deje pasar el tema.

      Ya entrado el nuevo día, estaba dormida entre mi hermana menor y mi madre cuando palpé la existencia de Ramón por primera vez en mi vida. Lógicamente, no pude escucharlo, pero puedo imaginar —por lo que le conocí después— cómo fue aquel momento. Mi madre también debía de estar dormida, intentando recuperarse de la larga madrugada. Seguramente, se levantó bruscamente el plástico que hacía de puerta en la caseta que nos vio nacer —dejando entrar el frío de la helada nocturna— y se asomó por el hueco la cara de Ramón.

      —¡Joder, si has parido!, ya pensaba que te había pasado algo.

      Estoy segura de que mi madre estaba tan cansada del parto que debió de ser de las pocas veces que no permanecía ya sentada en la puerta del patio esperando a su humano, antes de que él saliera de la casa; y eso es lo que debió de preocupar a Ramón.

      —Has tenido cuatro —diría él—. Yo pensaba que traerías solo uno o dos. A ver qué hago yo ahora con todos estos, porque aquí la parienta no los quiere.

      Entonces —y ahora vuelvo a recordar por mí misma— experimenté otra sensación nueva e inolvidable que, a diferencia de las acontecidas con mi madre, esta sí ha mejorado mucho con el tiempo: tuve mi primer contacto directo con un humano. Sentí que algo me cogía, algo caliente y blando. Mi primer instinto ante aquella amenaza fue escabullirme, no dejarme atrapar, pero lo que me asía tenía la fuerza y la destreza de no dejarme casi capacidad de movimiento voluntario. Y me vi prisionera; noté cómo me separaban del calor de mi madre y mis hermanos, me tumbaban boca arriba y me separaban las piernas; e imagino que Ramón dijo:

      —Una hembrita…

      La experiencia duró poco. Ramón volvió a colocarme al lado de mi madre, y supongo que manoseó a mis hermanos:

      —Un macho… otro macho… ¡Joder, este qué grande!… Y otra hembra.

      Ya está. Se acabó. Lo más probable es que echara el plástico tapando la entrada a la caseta de nuevo y nos volviera a dejar en la intimidad familiar. Mi madre, en aquel momento, debió de sentirse muy sola. Era tanto lo que cuidaba ella a Ramón que habría agradecido que él la ayudara a limpiar la caseta y, sobre todo, que le hubiera puesto unas mantas secas que nos permitieran mantener el calor corporal. Ella jamás se lo echó en cara, siempre defendió a su humano y justificó sus actos alegando que se hacía mayor.

      Es imposible olvidar aquel primer contacto con la piel humana. La mano de Ramón estaba seca y agrietada, ni siquiera olía bien; aun así, me gustó sentirla y se me impregnó tanto aquel contacto que —aunque por suerte he recibido caricias mucho más agradables en mi vida— siempre recordaré la mano de Ramón.

      Capítulo 2

      Sensaciones

      Mis primeros días de vida siguen siendo algo confusos. En mis recuerdos se entremezclan las horas destinadas a dormir y las dedicadas a luchar con mis hermanos para hacerme con el mejor sitio para comer. En general, fueron jornadas dominadas por un estado de letargo parcial en el que no teníamos que preocuparnos de nada; mi madre se encargaba de que quien perdiera la batalla de la comida una vez tuviera mejor suerte en la siguiente toma o incluso, si nos daba pereza despertarnos, ella misma nos zarandeaba para que no nos saltáramos ninguna comida. Nosotros solo nos dejábamos hacer.

      Todo mi mundo durante aquellos primeros días transcurrió dentro de la caseta donde nací. No salí de allí en ningún momento; ni yo, ni mis hermanos. Solo mi madre —y en intervalos muy cortos— se ausentaba de vez en cuando. Lo recuerdo porque luego volvía helada, y parecía que, en vez de darnos ella el calor que necesitábamos, se acurrucaba a nuestro lado para recuperarlo. Yo, por aquel entonces, seguía sin ver ni oír nada, solo sentía sus breves ausencias. Recuerdo que ya me dolían, y entonces lloraba débilmente —es verdad— porque no tenía fuerzas para chillar mucho, pero reclamaba su presencia en cuanto se iba, y mis hermanos aprendieron pronto a hacer lo mismo. No le dábamos ni un minuto de tregua. Al final, ella siempre volvía —paciente, sin mostrar el más mínimo enfado por nuestras exigencias— y nos colocaba en el mejor sitio de la caseta, nos lavaba y se tumbaba nuevamente con nosotros.

      Ramón no apareció en varios días, al menos no nos cogió. Posteriormente, me enteré de que las ausencias de mi madre tenían algo que ver con él: la llamaba, y ella salía obediente. No sé lo que harían fuera, seguro que no tenía nada que ver con nosotros porque él, desde luego, jamás mostró interés alguno por nuestra existencia.

      De aquellos días sí recuerdo con mucho detalle los olores: una mezcla de leche materna mezclada con orina y heces que, aunque nuestra madre se esforzaba constantemente en limpiar, por la falta de recambio en las mantas donde estábamos acostados era imposible de eliminar. Las pocas veces en que ella salía, y levantaba para ello el plástico que hacía de puerta en la caseta, entraba una bocanada de aire fresco que permitía la ventilación de nuestro pequeño hogar; el frío que venía del exterior no recomendaba que la apertura durara mucho, y rápidamente dejaba que se cerrara de nuevo la entrada a nuestra morada.

      Todo empezó a cambiar cuando, pasado un tiempo, empecé a vivir una sensación extraña. Al principio me asustó, ya que no sabía qué era: algo se metía dentro de mi cabeza sin

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