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cuando vuelvan.

      Audley Court no era un lugar atractivo. El estrecho pasillo nos llevó a un espacio cuadrangular enlosado y en el que formaban recuadro sórdidos edificios. Nos abrimos paso por entre grupos de niños desaseados y de ropas descoloridas y puestas a secar, hasta que llegamos al número 46. La puerta ostentaba una pequeña chapa de bronce en la que estaba grabado el apellido Rance. Preguntamos, se nos dijo que el guardia estaba acostado, y se nos hizo pasar a una salita de la parte delantera para que le esperásemos allí.

      Se presentó al poco rato y parecía algo molesto porque le hubiésemos estropeado el sueño, y dijo:

      —Presenté ya mi informe en la oficina.

      Holmes sacó del bolsillo medio soberano, se puso a juguetear con la moneda como si estuviera meditando, y dijo:

      —Pensamos que nos agradaría escucharlo todo de boca de usted.

      —Tendré muchísimo gusto en contarles todo cuanto pueda —respondió el guardia sin apartar los ojos del pequeño disco de oro.

      —Bien, cuéntenoslo todo a su manera y tal como ocurrió.

      Rance tomó asiento en el sofá de crin y contrajo el ceño, como hombre resuelto a no omitir nada en su relato.

      —Lo contaré desde el principio —dijo—. Mis horas de servicio son de diez de la noche hasta las seis de la mañana. A las once hubo una trifulca en El Ciervo Blanco; fuera de eso, todo seguía tranquilo durante mi ronda. A la una de la mañana empezó a llover, y yo me encontré con Harry Murcher, el que tiene la ronda de Hollan Grove, y permanecimos juntos en la esquina de Henrietta Street charlando. Luego, serían quizá las dos o un poco más tarde, se me ocurrió dar una vuelta y ver si no ocurría nada por la carretera Brixton. Aquello estaba muy sucio y solitario. No tropecé con ningún alma viviente en mi camino de ida, aunque pasaron por mi lado uno o dos coches de alquiler. Iba yo caminando despacio, pensando, dicho sea entre nosotros, en lo espléndidamente que me vendría un vaso de ginebra de los de a cuatro, cuando descubrí de pronto un brillo de luz en la ventana de la casa en cuestión. Ahora bien: yo sabía que esas dos casas de los Jardines de Lauriston estaban deshabitadas, porque el dueño se empeña en no arreglar los desagües, siendo así que el último de los inquilinos que vivió en una de las casas había muerto de fiebres tifoideas. De ahí que al ver luz en la ventana me quedé de una pieza y sospeché que algo malo ocurría. Cuando me quedé a la puerta...

      —Usted se detuvo y regresó a la puerta de entrada del jardín —le interrumpió mi compañero—. ¿Por qué obró usted así?

      Rance tuvo un violento sobresalto y se quedó mirando fijamente a Sherlock Holmes con expresión de máxima estupefacción en sus facciones.

      —Pues sí, señor, eso es verdad —dijo—. Solo Dios sabe cómo se ha enterado usted de semejante cosa. Pues verá: cuando llegué a la puerta de la casa se hallaba todo tan en silencio y en tal soledad, que pensé que no vendría mal que alguien me acompañase. A mí no me asusta nada del lado de acá de la tumba; pero pensé que quizá el inquilino que murió de tifoideas pudiera andar realizando una inspección de los desagües que habían causado su muerte. Me dio como un vuelco el corazón ante semejante idea y retrocedí hasta la puerta del jardín por si distinguía desde allí la linterna de Murcher, pero no se veía por allí ni a él ni a nadie.

      —¿No andaba nadie por la calle?

      —Nadie, ni un alma viviente, señor, ni siquiera un perro. Hice de tripas corazón, volví sobre mis pasos y abrí la puerta, empujándola. Todo era silencio en el interior, y entré en la habitación donde brillaba la luz. Encima de la repisa de la chimenea ardía vacilante una vela de cera encarnada, y a la luz de la misma vi...

      —Sí, sabemos ya todo lo que usted vio. Se paseó usted varias veces por la habitación, se arrodilló junto al cadáver, después cruzó y trató de abrir la puerta de la cocina, y después...

      John Rance se puso en pie de un salto, con cara asustada y mirar receloso, y exclamó:

      —¿En qué lugar estaba usted escondido, que vio todo eso? Me parece que usted sabe muchas más cosas de las que debiera.

      Holmes se echó a reír y tiró su tarjeta al guardia desde el otro lado de la mesa diciendo:

      —No vaya usted a detenerme por el asesinato. Soy uno de los sabuesos y no el lobo, el señor Gregson y el señor Lestrade responderán por ello. Prosiga, entonces. ¿Qué hizo usted después?

      Rance se sentó de nuevo, sin perder, sin embargo, su expresión de azoramiento.

      —Retrocedí hasta la puerta del jardín e hice sonar mi silbato. Esto llamó a Murcher y a dos más.

      —¿No había entonces nadie más en la calle?

      —Le diré: no había nadie que pudiera servir para algo.

      —¿Qué quiere decir con eso?

      La cara del guardia se dilató con una sonrisa, y dijo:

      —He visto muchos borrachos en mi vida, pero ninguno tan perdidamente bebido como el fulano aquel. Cuando salí de la casa estaba apoyado en la verja, cantando a pleno pulmón yo no sé qué de una “Bandera Colombina Nueva de Barras” o algo por el estilo. No se tenía en pie, de modo que mucho menos podía prestar ayuda.

      —¿Cómo era ese individuo? —preguntó Sherlock Holmes. Esta digresión irritó a John Rance, y dijo:

      —Era un tipo de borracho fuera de lo corriente, y si no hubiéramos estado tan ocupados, a estas horas se encontraría en la comisaría.

      —Pero su cara, su ropa... ¿no se fijó usted en eso? —le interrumpió Holmes con impaciencia.

      —¿Cómo no iba a fijarme, si tuve que sostenerlo para que no se cayese? Sí, lo sostuvimos entre Murcher y yo. Era un individuo alto, de cara rubicunda, con la parte inferior de la misma embozada en...

      —No hace falta más —exclamó Holmes—. ¿Y qué se hizo de él?

      —Teníamos trabajo suficiente sin preocuparnos de él —contestó el guardia con voz apesadumbrada—. Apostaría a que supo llegar perfectamente a su casa.

      —¿Cómo iba vestido?

      —Con un gabán color marrón.

      —¿Empuñaba en la mano un látigo?

      —¿Un látigo...? Pues no.

      —Debió venir sin él —masculló mi compañero—. Y después de eso, ¿no vio ni oyó pasar un coche de alquiler?

      —No.

      —Aquí tiene usted medio soberano —dijo mi compañero, poniéndose en pie y agarrando el sombrero con tranquilidad—. Me temo, Rance, que no le espera a usted un futuro muy brillante en el cuerpo al que pertenece. Esta cabeza suya debería servirle para algo útil y no solo de adorno. Anoche pudo ganarse los galones de sargento. El hombre que usted tuvo entre sus manos tiene toda la clave de este misterio y es el que buscamos. No es este el momento de discutir sobre ello, pero le aseguro que es así. Vamos, doctor.

      Salimos juntos en busca de nuestro coche, dejando a nuestro informador poseído de incredulidad, pero evidentemente desasosegado.

      —¡Habrase visto estúpido semejante! —dijo Holmes con aspereza cuando íbamos en el coche, camino de nuestras habitaciones—. ¡Pensar que tuvo una suerte tan incomparable y que no la aprovechó!

      —Sigo estando bastante a oscuras. Es cierto que la descripción de este individuo encaja bastante con la idea que usted se formó del segundo personaje de este misterio. Pero ¿por qué tenía que regresar a la casa después de haberse ausentado de ella? Los criminales no suelen obrar así.

      —¡Por el anillo, hombre, por el anillo! Por eso volvió. Si no tuviésemos otros medios de echarle el guante, siempre podremos poner de cebo en nuestra caña el anillo. Lo atrapará, doctor. Le apuesto dos a uno a que me hago con él. Y a usted le tengo que dar las gracias por

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