Скачать книгу

que estuviese indispuesta. María creyó mejor no hablar y los caballeros no hacían más que comer y ensalzar.

      Cuando las señoras regresaron al salón, no tuvieron otra cosa que hacer que oír hablar a lady Catherine, cosa que hizo sin parar hasta que sirvieron el café, exponiendo su opinión sobre los más variados asuntos de un modo tan imperativo que demostraba que no estaba acostumbrada a que le llevasen la contraria. Interrogó a Charlotte minuciosamente y con toda familiaridad sobre sus quehaceres domésticos, dándole multitud de consejos; le dijo que todo debía estar muy bien organizado en una familia tan reducida como la suya, y la aconsejó hasta en el cuidado de las vacas y las gallinas. Elizabeth comprobó que no había nada que estuviese bajo la atención de esta gran dama que no le ofreciera la oportunidad de dictar órdenes a los demás. En los intervalos de su discurso a la señora Collins, dirigió varias preguntas a María y a Elizabeth, pero sobre todo a la última, de cuya familia no conocía nada en absoluto, y que, según le dijo a la señora Collins, le parecía una muchacha muy gentil y hermosa. Le preguntó, en distintas ocasiones, cuántas hermanas tenía, si eran mayores o menores que ella, si había alguna que estuviera para casarse, si eran guapas, dónde habían sido educadas, qué clase de carruaje tenía su padre y cuál había sido el apellido de soltera de su madre. Elizabeth notó la impertinencia de sus preguntas, pero respondió a todas ellas con cortesía. Lady Catherine observó después:

      —Tengo entendido que la propiedad de su padre debe heredarla el señor Collins. Lo celebro por usted —dijo volviéndose hacia Charlotte—; pero no veo motivo para legar las posesiones fuera de la línea femenina. En la familia de sir Lewis de Bourgh no se hizo así. ¿Sabe tocar y cantar, señorita Bennet?

      —Un poco.

      —¡Ah!, entonces tendremos el gusto de escucharla en algún momento. Nuestro piano es magnífico, probablemente mejor que el de... Un día lo probará usted. Y sus hermanas, ¿tocan y cantan también?

      —Una de ellas sí.

      —¿Y por qué no todas? Todas debieron aprender. Las señoritas Webb tocan todas y sus padres no son tan ricos como los suyos. ¿Dibuja usted?

      —No, en absoluto.

      —¿Cómo? ¿Ninguna de ustedes?

      —Ninguna.

      —Es muy raro. Supongo que no habrán tenido ocasión. Su madre debió haberlas llevado a la ciudad todas las primaveras para poder tener buenos maestros.

      —Mi madre no se habría opuesto, pero mi padre odia Londres.

      —¿Y su institutriz sigue todavía con ustedes?

      —Jamás hemos tenido institutriz.

      —¡Que no han tenido jamás institutriz! ¿Cómo es posible? ¡Cinco hijas educadas en casa sin institutriz! Nunca vi nada igual. Su madre debe haber sido una auténtica esclava de su educación.

      Elizabeth casi no pudo reprimir una sonrisa al asegurarle que no había sido así.

      —Entonces, ¿quién las educó? ¿Quién las cuidó? Sin institutriz deben de haber estado desatendidas.

      —En comparación con algunas familias, no digo que no; pero a las que queríamos aprender, jamás nos faltaron los medios. Siempre fuimos impulsadas a la lectura, y teníamos todos los maestros que fueran necesarios. Verdad es que las que preferían estar ociosas, podían hacerlo.

      —¡Sí, no lo dudo!, y eso es lo que una institutriz puede evitar, y si yo hubiese conocido a su madre, habría insistido con todas mis fuerzas para que tomase una. Siempre sostengo que en materia de educación no se consigue nada sin una instrucción sólida y ordenada, y solo una institutriz la puede dar. ¡Hay que ver la cantidad de familias a quienes he orientado en este sentido! Me encanta ver a las chicas bien situadas. Cuatro sobrinas de la señora Jenkinson se colocaron muy bien gracias a mí, y el otro día mismo recomendé a otra joven de quien me hablaron por casualidad, y la familia está contentísima con ella. Señora Collins, ¿le dije a usted que ayer estuvo aquí lady Metcalfe para agradecérmelo? Asegura que la señorita Pope es una joya. “Lady Catherine —me dijo—, me ha dado usted una joya”. ¿Ha sido ya presentada en sociedad alguna de sus hermanas menores, señorita Bennet?

      —Sí, señora, todas.

      —¡Todas! ¡Cómo! ¿Las cinco a la vez? ¡Qué raro! Y usted es solo la segunda. ¡Las menores presentadas en sociedad antes de casarse las mayores! Sus hermanas deben de ser muy jóvenes...

      —Sí; la menor no tiene todavía dieciséis años. Quizás es demasiado joven para haber sido presentada en sociedad. Pero lo cierto, señora, es que opino que sería muy injusto que las hermanas menores no pudieran disfrutar de la sociedad y de sus atractivos, por las circunstancias de que las mayores no tuviesen medios o ganas de casarse pronto. La última de las hijas posee tanto derecho a los placeres de la juventud como la primera. Retrasarlos por ese motivo creo que no sería lo más justo para fomentar el cariño fraternal y la delicadeza de espíritu.

      —¡Caramba! —dijo Su Señoría—. Para ser usted tan joven da sus opiniones de modo muy seguro. Dígame, ¿qué edad tiene?

      —Con tres hermanas detrás ya crecidas —contestó Elizabeth con una sonrisa—, Su Señoría no puede esperar que se lo confiese.

      Lady Catherine se quedó pasmadísima de no haber recibido una respuesta directa; y Elizabeth sospechaba que había sido ella la primera persona que se había atrevido a burlarse de tan insoportable impertinencia.

      —No puede usted tener más de veinte, estoy segura; así que no necesita esconder su edad.

      —Todavía no he cumplido los veintiuno.

      Cuando los caballeros entraron y acabaron de tomar el té, se montaron las mesitas de juego. Lady Catherine, sir William y los esposos Collins se sentaron a jugar una partida de cuatrillo, y como la señorita de Bourgh prefirió jugar al casino, Elizabeth y María tuvieron el honor de ayudar a la señora Jenkinson a completar su mesa, que fue aburrida en grado sumo. Casi no se dijo una sílaba que no se refiriese al juego, salvo cuando la señora Jenkinson expresaba sus temores de que la señorita de Bourgh tuviese demasiado calor o demasiado frío, demasiada luz o demasiado poca. La otra mesa era mucho más movida. Lady Catherine casi no paraba de hablar poniendo de relieve las equivocaciones de sus compañeros de juego o relatando alguna anécdota de sí misma. Collins no hacía más que afirmar todo lo que decía Su Señoría, dándole las gracias cada vez que ganaba y disculpándose cuando creía que su ganancia era exagerada. Sir William no hablaba mucho. Se dedicaba a recopilar en su memoria todas aquellas anécdotas y tantos nombres ilustres.

      Cuando lady Catherine y su hija se cansaron de jugar, se recogieron las mesas y le ofrecieron el coche a la señora Collins, que lo aceptó muy agradecida, e inmediatamente dieron órdenes para traerlo. La reunión se congregó entonces junto al fuego para escuchar a lady Catherine pronosticar qué tiempo iba a hacer al día siguiente. En estas les avisaron de que el coche aguardaba en la puerta, y con muchas reverencias por parte de sir William y muchos discursos de agradecimiento por parte de Collins, se despidieron. En cuanto dejaron atrás el zaguán, Collins invitó a Elizabeth a que expresara su opinión sobre lo que había visto en Rosings, a lo que accedió, solo por Charlotte, exagerándolo más de lo que sentía. Pero por más que se esforzó su elogio no fue suficiente para Collins, que no tardó en verse impelido a encargarse él mismo de ensalzar a Su Señoría.

      Capítulo XXX

      Sir William no pasó más que una semana en Hunsford pero fue bastante para comprobar que su hija estaba muy bien situada y de que un marido así y una vecindad como aquella no se encontraban con frecuencia. Mientras estuvo allí, Collins dedicaba la mañana a pasearlo en su calesín para enseñarle la campiña; pero en cuanto se fue, la familia volvió a sus ocupaciones cotidianas. Elizabeth agradeció que con el cambio de vida ya no tuviese que ver a su primo tan a menudo, pues la mayor parte del tiempo que mediaba entre el almuerzo y la cena, Collins lo empleaba en trabajar en el jardín, en leer, en escribir o en observar por la ventana de su despacho, que se abría al camino. El cuarto donde acostumbraban a

Скачать книгу