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todos estos tristes pensamientos, y pensaré solo en lo que me hace ser feliz: tu cariño y la inalterable bondad de nuestros queridos tíos. Escríbeme pronto. La señorita Bingley habló de que nunca regresarían a Netherfield y de que venderían la casa, pero no con mucha convicción. Vale más que no diga estas cosas. Estoy muy contenta de que hayas tenido tan buenas noticias de nuestros amigos de Hunsford. Haz el favor de ir a verlos con sir William y María. Estoy segura de que te encontrarás bien allí.

      »Tuya,

      Jane.»

      A Elizabeth le dio un poco de tristeza esta carta, pero recuperó el ánimo al pensar que al menos ya no volvería a dejarse tomar el pelo por la señorita Bingley. Toda esperanza con respecto al hermano se había esfumado por completo. Ni siquiera deseaba que se reanudasen sus relaciones. Cada vez que pensaba en él, más le decepcionaba su carácter. Y como un castigo para él y en beneficio de Jane, Elizabeth deseaba que se casara con la hermana del señor Darcy cuanto antes, pues, por lo que Wickham decía, ella le haría arrepentirse con creces por lo que había desairado.

      A todo esto, la señora Gardiner recordó a Elizabeth su promesa sobre Wickham, y quiso saber cómo andaban las cosas. Las noticias de Elizabeth eran más favorables para la tía que para ella misma. El aparente interés de Wickham se había esfumado, así como sus deferencias. Ahora era otra a la que admiraba. Elizabeth era lo bastante perspicaz como para caer en cuenta de todo, pero lo veía y escribía de ello sin mayor pena. No había hecho mucha huella en su corazón, y su vanidad quedaba salvada con pensar que habría sido su preferida si su fortuna se lo hubiese permitido. La súbita adquisición de diez mil libras era el atractivo más notable de la joven a la que ahora Wickham rendía su atención. Pero Elizabeth, menos aguda tal vez en este caso que en el de Charlotte, no le echó en cara su deseo de emancipación. Al contrario, le parecía lo más lógico del mundo, y como presumía que a él le costaba algún esfuerzo renunciar a ella, estaba dispuesta a considerar que era la medida más cuerda y apetecible para ambos, y podía desearle con sinceridad mucha felicidad.

      Le comunicó todo esto a la señora Gardiner; y después de explicarle todas las menudencias, añadió: “Estoy convencida, querida tía, de que nunca he estado muy enamorada, pues si realmente hubiese sentido esa pasión pura y elevada del amor, detestaría hasta su nombre y le desearía las mayores desgracias. Pero no solo continúo apreciándolo a él, sino que no siento ninguna aversión por la señorita King. No la detesto, no quiero creer que es una mala persona. Esto no puede ser amor. Mis recelos han sido eficaces; y aunque mis amistades se preocuparían mucho más por mí, si yo estuviese apasionadamente enamorada de él, no puedo decir que me entristezca mi relativa insignificancia. La importancia se paga a veces demasiado cara. Kitty y Lydia se toman más en serio que yo la traición de Wickham. Son jóvenes todavía para comprender la realidad del mundo y adquirir la humillante convicción de que los hombres guapos deben tener algo de qué vivir, al igual que los feos”.

      Capítulo XXVII

      Sin otros acontecimientos importantes en la familia de Longbourn, ni más variación que los paseos a Meryton, unas veces con barro y otras con frío, pasaron los meses de enero y febrero. Marzo era el mes en el que Elizabeth iría a Hunsford. Al principio en verdad no pensaba ir. Pero vio que Charlotte lo daba por contado, y poco a poco fue abriéndose paso a la idea hasta decidirse. Con la ausencia, sus deseos de ver a Charlotte se habían acrecentado y la manía que le tenía a Collins había menguado. El proyecto entrañaba cierta novedad, y como con tal madre y tan insoportables hermanas, su casa no le resultaba un lugar muy apetecible, no podía menospreciar ese cambio de aires. El viaje le proporcionaba, además, el placer de ir a dar un abrazo a Jane; de tal manera que cuando se acercó la fecha, hubiese sentido tener que demorarla.

      Pero todo fue a pedir de boca y el viaje tuvo lugar según las previsiones de Charlotte. Elizabeth acompañaría a sir William y a su segunda hija. Y para delicia, decidieron pasar una noche en Londres; el plan quedó tan perfecto que ya no se podía pedir más.

      Lo único que le pondría triste a Elizabeth era separarse de su padre, porque sabía que la iba a echar de menos, y cuando llegó el momento de la marcha lo lamentó tanto que le encargó a su hija que le escribiese e incluso prometió contestar a su carta.

      La despedida entre Wickham y Elizabeth fue muy amable, todavía más por parte de Wickham. Aunque en estos momentos estaba ocupado en otras cosas, no podía olvidar que ella fue la primera que excitó y mereció su atención, la primera en escucharle y compadecerle y la primera en agradarle. Y en su manera de decirle adiós, deseándole que lo pasara bien, recordándole lo que le parecía lady Catherine de Bourgh y repitiéndole que sus opiniones sobre la misma y sobre todos los demás serían siempre las mismas, hubo tal solicitud y tal interés, que Elizabeth se sintió llena del más puro afecto hacia él y partió convencida de que siempre consideraría a Wickham, soltero o casado, como un espejo de simpatía y sencillez.

      Sus compañeros de viaje del día siguiente no eran los más señalados para que Elizabeth se acordase de Wickham con menos gusto. Sir William y su hija María, una muchacha alegre pero de cabeza tan llena de pájaros como la de su padre, no dijeron nada que valiese la pena escuchar; de manera que oírles a ellos era para Elizabeth lo mismo que oír el chirriar del carruaje. A Elizabeth le divertían los despropósitos, pero hacía ya demasiado tiempo que conocía a sir William y no podía decirle nada nuevo acerca de las maravillas de su presentación en la corte y de su título de “Sir”, y sus amabilidades eran tan pasadas como sus noticias.

      El viaje era solo de veinticuatro millas y lo emprendieron tan de mañana que a mediodía estaban ya en la calle Gracechurch. Cuando se dirigían a la casa de los Gardiner, Jane estaba en la ventana del salón contemplando su llegada; cuando entraron en el vestíbulo, ya estaba allí para darles la bienvenida. Elizabeth la examinó con angustia y se alegró de encontrarla tan sana y encantadora como siempre. En las escaleras había un tropel de niñas y niños demasiado impacientes por ver a su prima como para esperarla en el salón, pero su timidez no les dejaba acabar de bajar e ir a su encuentro, pues hacía más de un año que no la veían. Todo era contento y deferencias. El día transcurrió felizmente; por la tarde pasearon por las calles y recorrieron las tiendas, y por la noche asistieron a una obra de teatro.

      Elizabeth consiguió entonces sentarse al lado de su tía. El primer tema de conversación fue Jane; después de escuchar las respuestas a las pormenorizadas preguntas que le hizo sobre su hermana, Elizabeth se quedó más apenada que sorprendida al saber que Jane, aunque se esforzaba siempre por mantener alto el ánimo, pasaba por momentos de gran depresión. Sin embargo, era razonable esperar que no durasen mucho tiempo. La señora Gardiner también le contó detalles de la visita de la señorita Bingley a Gracechurch, y le repitió algunas conversaciones que había tenido después con Jane que demostraban que esta última había dado por finalizada su amistad.

      La señora Gardiner consoló a su sobrina por la traición de Wickham y la felicitó por lo bien que lo había digerido.

      —Pero dime, querida Elizabeth —añadió—, ¿qué clase de joven es la señorita King? Sentiría mucho tener que opinar que nuestro amigo es un cazador de dotes.

      —A ver, querida tía, ¿cuál es la diferencia que hay en cuestiones casamenteras, entre los móviles egoístas y los sensatos? ¿Dónde acaba la discreción y empieza la avaricia? Las pasadas Navidades temías que se casara conmigo porque habría sido alocada, y ahora porque él va en busca de una joven con solo diez mil libras de renta, das por sentado que es un cazador de dotes.

      —Dime nada más qué clase de persona es la señorita King, y podré establecer mi juicio.

      —Al parecer es una buena chica. No he oído decir nada negativo de ella.

      —Pero él no le dedicó la menor atención hasta que la muerte de su abuelo la hizo dueña de esa fortuna...

      —Claro, ¿por qué había de hacerlo? Si no podía permitirse conquistarme a mí porque yo no tenía dinero, ¿qué motivos había de tener para hacerle la corte a una muchacha que nada le importaba y que tenía tan pocos recursos como yo?

      —Pero resulta indecoroso que le dirija sus atenciones tan poco

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