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en un puño, lo estampé contra el escritorio que tenía a mi izquierda, movimiento que él siguió hasta que el sonido inundó la habitación.

      —¡Maldita sea, Edgar!

      Encaminó sus pasos hacia mí y, al quedar justamente enfrente, me preguntó en un susurro como si nada de lo que acababa de hacer o mi simple tono de voz le demostrasen lo cabreada que estaba:

      —¿Puedo tocarte?

      Sentí unas terribles ganas de llorar por su comportamiento, y la impotencia resurgió en mí como un ave fénix al no poder estamparle la cabeza contra la madera.

      —No —sentencié—. No puedes tocarme.

      —¿Y si no te hago caso? —Sonrió burlón.

      Pero no me hizo ni puta gracia, y mucho menos cuando acercó su rostro tanto que casi rozó mis labios.

      —Yo no soy tu dueña, Edgar —el aire comenzó a fallarme—, y no tengo que decirte lo que tienes que hacer o no —le respondí con desdén.

      —Sí lo eres, y lo sabes —murmuró sensual.

      Podía apreciar la tensión en sus brazos. En sus músculos. En su rostro. Apretaba tanto la mandíbula que puse en duda el aguante de esa perfecta y blanquecina dentadura. Cerró los ojos un instante, tratando de tranquilizarse; imaginé que por la cercanía que teníamos. Lo escuché respirar profundamente, para después volver a soltar el aire contenido. Pero lo que más me desarmó fue ver en esos preciosos ojos, cuando los abrió, la necesidad que tenía de mí.

      ¿Por qué? ¿Por qué yo y no otra persona? ¿Qué más daba? Mi pecho subía y bajaba a toda velocidad; mis manos, aunque traté de disimularlo, temblaban. Me traspasó, y pude apreciar un azul tan intenso y oscuro como muy pocas veces había visto. Lo único que podía era hacerle daño, de alguna forma tendría que entrar en razón, y no pensaba volver a pasar por lo mismo nunca más.

      —No —hablé con decisión—. Lo único que sé es que eres un jodido demente que tiene un problema muy grande.

      Mi firmeza lo dejó traspuesto, sin embargo, no se me olvidaba con quién hablaba. Segundos después, se recompuso tras apartarse de mí, sabiendo que no conseguiría ablandarme con un simple acercamiento. Porque, aunque en mi fuero interno ardiese de deseo por fundirme con su cuerpo, mi cabreo monumental y mi orgullo no lo permitirían.

      —Ah, ¿sí?, ¿y cuál es? —me cuestionó con soberbia.

      Ahora, la que acercó el rostro a su cara fui yo. Rechinando los dientes, le dije:

      —Tu obsesión.

      Sonrió lascivo.

      Antes de que pudiera ser consciente, sujetó mis caderas y me pegó a él para que notase su dureza contra mi vientre. Acto seguido, le propiné un fuerte empujón y me aparté.

      —La única obsesión que tengo ahora mismo —rio como un tirano, pasándose una mano por la barbilla— es la de tirarte sobre esa cama y follarte hasta que no recuerdes tu nombre. —Negué con la cabeza, sin poder entender su forma de actuar, mientras el continuaba—: Me debes dos años, nena.

      Hizo una señal con dos de sus dedos y después los movió con chulería.

      —¡No te debo una mierda! —Bufé con furia—. Sabías dónde estaba, y aun así ¡nunca viniste! —Irremediablemente, el despecho hizo acto de presencia.

      —Tú sabías el camino a casa. No creo que tenga que recordártelo —añadió con una sonrisa exasperante.

      «A casa… El camino a casa, dice», pensé con ironía.

      Ante su forma irritante de hablarme, sus ojos vivaces llenos de deseo y todo su ostentoso cuerpo pidiéndome a gritos que lo tocase, decidí ser la Enma que tendría que haber sido antes de marcharme de aquella maldita oficina con el rabo entre las piernas. Porque una cosa tenía muy clara: a Edgar Warren no le gustaba el amor, no le gustaban los sentimientos y no le gustaba nada que no tuviera que ver con él mismo.

      —¿No has encontrado a otra persona que quiera ser tu segundo plato cuando a ti te apetezca? ¿Es eso?

      Me crucé de brazos otra vez y lo contemplé altanera, como si su simple mirada no me intimidara y me hiciera perder la cabeza. Negó, esa vez más serio de lo normal, y todo rastro del hombre gracioso —véase la ironía— y duro que minutos antes tenía desapareció. Volví al ataque con saña:

      —¿Y por qué no se lo pides a tu mujer?

      —No estamos hablando de ella. —Apretó los dientes y me señaló con un dedo, el cual aparté de un manotazo.

      Me resquebrajé por dentro al ver que la defendía a capa y espada. ¿Y para qué? ¿Para engañarla después con miles de mujeres?

      —¿Quieres saber por qué me fui? —le pregunté llena de odio; obviamente, por sus sentimientos no recíprocos. Asintió en un ademán casi imperceptible, sin romper la fina línea que juntaba sus labios. Sus insípidos gestos confirmaron mis pensamientos al respecto y supe que ese era mi momento. Si no lo soltaba todo de carrerilla, no sería capaz de hacerlo nunca—: Me fui porque me tiré cinco malditos años siendo tu amante —añadí con rabia—. Porque solo obtenía algo de ti cuando querías un puto revolcón o que te sometiera a mi antojo. —Su mirada se oscureció, confusa—. Y… —Alcé mi barbilla, arrogante, intentando que no me temblara la voz, aunque me fue imposible—: porque te amé.

      Su gesto no cambió, incluso percibí que su respiración agitada aumentaba, pero ni una sola palabra separó sus labios. Y eso terminó por hundirme. Yo había cogido carrerilla y no pensaba parar hasta soltarlo todo, por mucho que don Edgar Warren no quisiese escucharlo. Él había preguntado. Él sabría la verdad. Así que continué:

      —Te amé tanto que cada día se hacía eterno si no te tenía. Te amé tanto que me costaba respirar, y aunque te odiara más que a mí por no saber controlar esos malditos sentimientos, seguí amándote sin importarme una mierda que tú no fueras capaz de verme con otros ojos jamás en la vida. —Tragué el nudo que se creó en mi garganta al ver que no se pronunciaba—. Me fui porque necesitaba curarme —siseé, con los ojos llenos de lágrimas. Él no despegó la vista de mí ni por un instante. Tampoco se movió del sitio—. Porque necesitaba salvarme de ti.

      Dos días habían transcurrido.

      Dos días desde que expulsé de mi vida todo el rencor que sentía, sin un movimiento de cabeza siquiera por su parte cuando terminé mi monólogo.

      Y no estaba mejor. No encontré esa maldita paz de la que siempre hablaba.

      Dos días en los que nadie lo había visto por el barco, y sospeché que quizá había bajado en el puerto de Marsella cuando llegamos, ciudad a la que ni siquiera me atreví a ir por temor a encontrármelo.

      En la soledad de mi habitación o mientras estuve vagando por el barco esos dos días intentando evitar a Luke por todos los medios, pensé en la de veces que había engañado a Katrina, mi mejor amiga, diciéndole que iba a dejar a su mujer, cuando todo eso no eran nada más que invenciones mías para conseguir convencerme de que algún día lo tendría solo para mí. Y me equivocaba. No sabía cuánto por aquel entonces.

      Ese día llegaríamos a Roma. Aunque me hubiese perdido las maravillosas ciudades de Marsella y Génova, tenía claro que esa mañana, o salía de mi habitación, o moriría de asco dentro, por lo que me cambié de ropa a toda prisa. Al abrir la puerta, me encontré a Luke apoyado en la pared, mirándome con mala cara.

      —Pensaba que te había comido la losa del cuarto de baño.

      Tuve que reírme.

      —No. Como ves, no lo ha hecho.

      Pensativo, asintió. Después dijo:

      —¿Vas a desayunar conmigo?, ¿o, por el contrario, también vas a evitarme como llevas haciendo

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