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(su sede es el juicio) es nuestra arma en el intento de comprehensión del mundo, de nosotros mismos, y de lo que es. Se llega así a un conjunto de proposiciones verdaderas, que no hacen sino comunicarnos con el ser por el que las cosas son. La verdad lógica es algo así como el lenguaje para el ser.

      El problema que ahora se plantea puede enunciarse así: ¿la verdad lógica es inmutable o, por el contrario, muda o es susceptible de mutación? Lo que antes fue verdad, ¿seguirá siendo verdad siempre? Las circunstancias distintas, los cambios de situaciones, las mutaciones substanciales o accidentales, el tiempo ¿influyen o no en el contenido de la verdad? ¿Es la verdad filia temporis, hija del tiempo? Si es un hecho que el espíritu evoluciona, ¿cómo se mantendrá la verdad que antes se consideró inmutable? ¿Qué hay más absurdo que considerar la verdad como inmutable, cuando ese “rei” de la definición es un perpetuo cambio, es una continua corriente vital?

      Otras veces las objeciones a la inmutabilidad de la verdad se encauzan por esta dirección: verdad es búsqueda continua, más que posesión inamovible. Caminamos hacia la verdad y nos parece que la hemos alcanzado; pero he aquí que un nuevo aspecto nos hace ver que no estábamos en la verdad.

      A principios del siglo XX, por influencia de algunas filosofías (Hegel principalmente) algunos filósofos y teólogos consideraron la visión tomista como rígida y antivitalista. De ahí esto:

      Nótese que estos ataques a la inmutabilidad de la verdad repercuten inmediatamente en la inmutabilidad de la verdad revelada. No en vano el modernismo teológico surgió de la confluencia entre el inmanentismo y el evolucionismo. La verdad revelada —podrá pensarse con este trasfondo filosófico— es una proposición, expresión del juicio. El asentimiento lo damos, no en virtud de la evidencia de la razón sino por obra de la evidencia de la fe. Pero esa verdad —ese dogma— ha sido expresado atendiendo a unas circunstancias muy concretas; esa verdad depende de una historia, es histórica. Como la historia ha seguido y las circunstancias son muy distintas es lógico que cambie la verdad: pero como la verdad que expresa el dogma no es a su vez sino la expresión del misterio, al postular la mutabilidad de la verdad se arrastra consigo a la mutabilidad del misterio.

      Aquí solo interesa analizar ese crecimiento en la verdad humana, en la verdad lógica. La verdad de una inteligencia finita, como es la del hombre, (aunque potencialmente esté abierta a lo infinito) avanza poco a poco, compone y divide, propone y asiente, escribe y tacha. Pero no puede nunca olvidarse que nuestro entendimiento tiene también exigencia de inmortalidad, de reposo. Y en medio, como algo que no es ni lo uno ni lo otro, un ansia continua de encontrar la verdad. No es posible conformarse solo con lo antiguo.

      Hay unas palabras de Ortega y Gasset que resumen bien esto:

      [1] Cfr. CARLINI, Critica, p. 155.

      [2] Y se repetirá aún más. La cuestión de la mutabilidad e inmutabilidad de la verdad tiene que partir de una concepción exacta de la verdad.

      [3] «In hac sola secunda operatione intellectus est veritas et falsitas, secundum quam non solum intellectum habet similitudinem rei intellectae, sed etiam super ipsam similitudinem reflectitur, cognoscendo et diudicando de ipsa». In Metaph. VI, Lectio 4, nn. 1233-1236. Cfr. también De Veritate, q. 1, art. 9, y Contra Gentiles, I, 59.

      [4] Esta es la quinta de las doce proposiciones condenadas el 1 de diciembre de 1924 por el entonces Santo Oficio, tomadas de la que se llamaba “filosofía de la acción”. Cfr. Monitore Ecclesiastico, 1925, I, p. 771.

      [5] Cfr. DENZINGER, n. 1800. La expresión proviene de san Vicente de Lerins, en su Commonitorium (430). Sobre este tema, F. Marín-Sola, La evolución homogénea del dogma católico, BAC, Madrid, 1963.

      [6] J. ORTEGA Y GASSET, El Espectador, Biblioteca Nueva, Madrid, 1950, pp. 21-22. Ortega no se plantea aquí un problema metafísico, ni siquiera psicológico. Pero su testimonio tiene el valor de su historicismo.

      LA MUTABILIDAD DE LA VERDAD

      LA PRIMERA OBJECIÓN, LA MÁS APARENTE que puede hacerse al estudio del problema de la inmutabilidad o mutabilidad (historicidad) de la verdad en santo Tomás, es la que lleva a que el término “historicidad” aparezca aquí entre paréntesis; es decir, santo Tomás no se plantearía nunca como tema la historicidad y por tanto tampoco la historicidad de la verdad.

      Aunque fuera cierto que no abordó nunca la “historicidad”, no lo es que no pudiera abordarlo; y esto por la sencilla razón de que alguien antes que él lo había hecho: san Agustín. ¿Cómo interpretaría santo Tomás la Civitas Dei, en su contextura simultánea de filosofía y teología de la historia? Se contestará que el siglo XIII no es el siglo v; el momento cultural de santo Tomás no era quizá tan propicio para plantearse la cuestión de la historicidad como los tiempos desastrosos de la invasión presuntamente bárbara, con la que parecía que se hundía todo el complejo y avanzado mundo romano.

      El siglo XIII es un siglo de elaboración, no es tiempo especialmente crítico o de transición. Hay, con todo, hechos en el siglo XIII que bien podrían haber favorecido un clima de indagación sobre lo histórico: el crecimiento del saber filosófico, el impacto de la filosofía árabe, el florecimiento de las Universidades, la recepción de las obras aristotélicas. Santo Tomás trabaja en este fondo; explícitamente dice poco, pero algo dice.

      Hoy día, cuando el historicismo ha aparecido en mil modos distintos, hay tomistas que se niegan —de hecho: en la valoración de los problemas que se plantean— a dar el más mínimo enfoque histórico profundo (no se trata de los escuetos “antecedentes históricos”).

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