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hizo prometerle que te criaría como una señorita, y no como una criada, y no consintió en volver a acostarse con él hasta que se lo prometió —se levantó y dando traspiés fue hasta un rincón de la habitación donde tenía más botellas—. Entonces resultó que su hija legítima era tímida como un ratón, y te envió a ti a que le enseñaras un poco de soltura, aunque al ama nunca le gustó —volvió a reír—. El resto ya lo sabes. Todo el mundo lo sabe.

      Todos, menos ella. Ahora entendía que aquel hombre nunca la hubiera querido, y por qué la madre de Charlotte siempre había sido tan fría con ella.

      Pero lord Lawton nunca la había tratado de un modo especial o distinto.

      —¿Charlotte también lo sabe?

      ¿Era ella la única que no tenía ni idea?

      —¿La señorita? No —volvió a levantarse de la silla y dio un traspiés—. Tendría que haber venido. Tendría que haberse presentado antes de que se muriera. ¡Tendría que haber venido a enterrarla!

      Dio otro paso y fue a sujetarse en el respaldo de la silla, pero la mano le falló y cayó al suelo.

      —¡Padre! —gritó Anna.

      Lord Brentmore se acercó a examinarlo.

      —Se ha desmayado de tanta ginebra.

      Ella retrocedió.

      —No… no me puedo creer…

      Lord Brentmore lo recogió del suelo y se lo cargó al hombro.

      —¿Dónde está la cama.

      Anna lo condujo al dormitorio que había compartido con su madre, a la cama que su madre seguramente había compartido también con lord Lawton.

      Lord Brentmore lo dejó caer en ella como un saco de patatas. Inmediatamente le oyeron roncar.

      ¿Quién iba a ser aquel hombre para ella a partir de aquel momento?

      Brentmore la tomó por un brazo.

      —Venga.

      En cuanto cerraron la puerta del dormitorio, la enormidad de la muerte de su madre y del secreto que acababa de revelarle su padre se le vino encima. Cerró los ojos y se agarró el estómago con los brazos.

      Lord Brentmore la abrazó y la apretó contra sí. La fuerza de sus brazos, el calor de su cuerpo y el latido rítmico de su corazón la ayudaron a sostenerse.

      Pero el dolor no cejó.

      —No tengo nada —lloró sobre su pecho—. Nada.

      —Anna, está agotada. Váyase a la cama. Mañana se encontrará mejor.

      —Nada puede ser peor que el día de hoy.

      —Eso es cierto —contestó él, y la soltó—. Nada puede ser peor que el día de hoy —repitió, apartándole un mechón de pelo de la cara.

      Sin mediar palabra la tomó en brazos, y la sorpresa para ella fue tal que la dejó sin palabras.

      —¿Dónde está su cama?

      Le contestó con un gesto.

      El marqués la llevó a la alcoba en la que rara vez había dormido de niña y la dejó en la cama.

      —Buenas noches, Anna.

      Pero ella saltó como un gamo del lecho y le agarró por un brazo.

      —No me deje sola, por favor… no creo que pueda soportarlo.

      —Estaré justo al otro lado de la puerta.

      —No. Seguiría estando sola. Quédese conmigo, milord —¿pero qué estaba diciendo?—. Aquí. Abráceme, por favor.

      Él la miró y sus ojos se oscurecieron.

      —Está bien —murmuró—. Me quedaré.

      Brent no dejó de abrazarla en toda la noche. Ambos durmieron completamente vestidos, pero compartió con ella aquella pequeña cama.

      No podría decir que la idea de hacerle el amor no se le pasara por la cabeza, pero ella estaba sufriendo demasiado como para que él se aprovechara de las circunstancias, de modo que tuvo que contentarse con verla dormir, con poder contemplar a su gusto sus hermosas facciones, aun deformadas por el dolor. Le había costado mucho quedarse dormida.

      Tampoco él se había dormido fácilmente. De hecho, pasó la noche en un duermevela que lo llevó hasta el amanecer.

      Anna murmuró algo dormida y se volvió de lado, acurrucándose contra Brent, que intentó no moverse.

      La puerta se abrió de par en par y fue a golpear contra la pared.

      Anna abrió los ojos y se incorporó, y Brent saltó de la cama.

      El señor Hill estaba en la puerta.

      —¡Eres una puta! —le gritó—. ¡Igual que tu madre! —avanzó hacia ella con el odio brillándole en los ojos—. ¡Te metes en la cama con el primero que llega! —continuó señalando a Brent—. Al menos tu madre tuvo la categoría suficiente para acostarse con un conde. Al menos sacó algo de todo ello.

      Brent se colocó delante de él y le agarró por un brazo.

      —Usted se marcha de aquí ahora mismo —le dijo entre dientes, mientras lo sacaba a empujones de la habitación.

      —¿Cómo te atreves a ponerme la mano encima! —aullaba—. ¡No me toques!

      —Ahora me va a escuchar con atención —dijo Brent, empujándolo y bloqueándolo contra una pared—. Ella no ha hecho nada para merecerse esas palabras. Anoche estaba borracho como una cuba y no podía dejarla sola con alguien como usted. ¡Su madre había muerto, y lo único que usted quería era hacerle daño!

      Hill lo miró boquiabierto.

      —Creía que eras irlandés.

      Brent se le acercó todavía más a la cara.

      —Soy más irlandés de lo que le conviene. Y ahora dígame por qué se ha atrevido a entrar en su alcoba.

      Hill se acobardó.

      —Yo… quería ver si estaba.

      Brent lo apretó más contra la pared.

      —Créame si le digo que puedo hacer que le echen de este trabajo.

      El hombre abrió los ojos de par en par.

      —Si sabe lo que le conviene, no dirá una sola palabra de todo esto. Esta situación la creó usted, y no intente hacérselo pagar a ella ensuciando su buen nombre —de un empujón lo lanzó hacia la puerta—. Ahora váyase y busque algo que hacer en los establos.

      Hill salió a todo correr y al volverse vio a Anna en la puerta de la alcoba.

      —Se lo va a decir —musitó con voz temblorosa—. Seré la comidilla de la casa.

      —¿Hago que le despidan, entonces?

      Ella negó con la cabeza.

      —No importa. No voy a volver aquí jamás —y añadió—: ¿Le importaría llevarme a casa, milord? A Brentmore, quiero decir. No quiero estar aquí ni un minuto más.

      Cruzó la habitación en dos pasos. Se sentía tan atraído por ella como la primera vez que la vio. Pero ahora la conocía. Y le importaba.

      Alzó el brazo para tocarla, pero no lo hizo.

      —Podemos irnos ahora mismo.

      Mientras lord Brentmore iba a los establos a enganchar los caballos, Anna entró en la casa principal a despedirse.

      —¡Pero no puedes irte ya! —protestó la señora Jordan—. Además, creo que va a llover.

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