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      —¿Son nuestros? —exclamó Dory.

      —Podrían llegar a serlo —corrigió su padre—, pero con una condición.

      —¿Qué condición?

      —Puedes acariciar al marrón mientras hablo antes con tu hermano, pero Samuel lo sujetará por las riendas.

      La niña pareció dudar. No debía convencerle la idea de dejar solo a su hermano, pero acariciar a un poni era una tentación demasiado difícil de vencer. Se acercó al animal con cautela y al final le acarició el cuello.

      Lord Brentmore tomó las riendas del poni negro y se lo acercó a Cal. Luego se agachó delante del niño.

      —¿Te gusta este poni, Cal? ¿Te gustaría que fuese tuyo y poder montarlo?

      Cal asintió con entusiasmo.

      —Cuando yo era niño, me enseñaron que debía ganarme las cosas que quería trabajando, así que tengo una tarea que quiero que hagas.

      Cal lo miró con cierta desconfianza.

      Su padre continuó.

      —Ya es hora de que te acostumbres a hablar…

      —Pero si Cal habla —intervino Dory.

      —¡Dory! —la regañó Anna.

      Su padre se volvió hacia ella.

      —La tarea que tú debes cumplir, Dory, es la de dejar de hablar por tu hermano. Ahora te lo explico —y volvió a mirar a su hijo—. No te preocupes. Puedes acostumbrarte a volver a hablar poco a poco, pero debo ver que lo intentas. ¿Me comprendes, hijo?

      El niño volvió a asentir, muy serio.

      —Si me das tu palabra de que practicarás para volver a hablar, este poni será tuyo. Podrás ponerle nombre y yo te enseñaré a montarlo —lord Brentmore miraba a su hijo a los ojos—. Pero debes darme tu palabra. Un caballero siempre es fiel a la palabra dada. ¿Podrás hacerlo? ¿Quieres hacerlo?

      Cal asintió.

      —¿Me das tu palabra?

      Volvió a asentir.

      —No —bajó la voz—. Para dar su palabra, un caballero debe decirlo de viva voz. Es la regla. ¿Me das tu palabra?

      Anna contuvo el aliento.

      Con un hilillo de voz oyó susurrar a lord Cal:

      —Sí.

      Los ojos se le llenaron de lágrimas.

      Lord Brentmore intercambió una mirada con ella y sintió que compartía su misma emoción. Su plan podía funcionar. Lord Cal volvería a hablar.

      Más tarde, cuando todos volvían de los establos hacia la casa, los chiquillos echaron a correr y se adelantaron.

      —¿Ha visto lo que ha hecho Cal? —le dijo a lord Brentmore—. ¡Ha hablado con el poni! Es una maravilla, milord. ¿De dónde sacó la idea?

      Él parecía complacido por el cumplido.

      —Pensé en lo que más me gustaba a mí a su edad.

      —¿Y tuvo su poni?

      —No. Mi abuelo irlandés apenas podía poner comida en la mesa todos los días. Pero habría hecho cualquier cosa por tenerlo.

      El día del poni fue solo el primero de otros muchos días espléndidos. El verano estaba resultando mucho más fresco que cualquier otro, pero los niños pasaban mucho tiempo al aire libre aprendiendo a montar, dando paseos, trabajando en la huerta donde recogieron su primera cosecha de rabanitos y colocaron soportes para las matas de guisantes.

      Montar se convirtió en su actividad favorita y aprendieron pronto, gracias también a que su padre había elegido dos animales tranquilos y muy tolerantes. Lord Brentmore buscó en sus establos un animal adecuado para Anna, y de vez en cuando salían a montar los tres y exploraban los vastos dominios del marqués. A veces lord Brentmore se llevaba a Cal a dar largos paseos a caballo mientras que Anna y Dory jugaban a servir el té o a coser vestidos para las muñecas.

      Lord Cal empezó a hablar de nuevo, poco a poco, aunque siempre si le preguntaban algo y con las menos palabras posibles. Pero el chiquillo se esforzaba y Anna estaba convencida de que era porque su padre había hecho de su casa un lugar donde el niño se sentía cómodo.

      Era como si todo Brentmore Hall hubiera cambiado: los paneles de las paredes no parecían tan oscuros y las doncellas podían canturrear mientras trabajaban. Incluso los lacayos y los demás trabajadores de la casa parecían ir contentos al trabajo.

      Era como si alguien hubiera preparado un cubo y con un buen fregado hubiera desaparecido la tristeza que antes lo empañaba todo.

      El mérito era de lord Brentmore, que había logrado que aquel verano fuese tan idílico como ningún otro que Anna hubiera vivido. La pena de verse fuera de la casa que siempre había sido la suya y lejos de las personas que le importaban se fue desvaneciendo con la felicidad de aquel verano sin presiones, con la compañía de un hombre al que valoraba enormemente y con unos niños que había llegado a querer como si fueran propios.

      Aún tenía que luchar por contener la excitación que se despertaba en su interior cada vez que Brentmore estaba ceca, y seguramente él también habría conseguido dominar la atracción que en algún momento pudo sentir por ella. Se comportaba siempre como un perfecto caballero, cordial incluso, como si fuese más un amigo que su jefe.

      Y al caer la noche se dirigía siempre directo a su dormitorio.

      Aquella mañana prometía ser igualmente hermosa y soleada. Lord Brentmore, los niños y ella estaban sentados a la mesa desayunando, animando a Cal a que hablase para participar en la organización de los planes del día.

      —¿Qué te gustaría hacer hoy? —preguntó lord Brentmore.

      Cal dudó, como siempre, antes de hablar.

      —Montar.

      —¿Podemos ir al pueblo? —intervino Dory—. Nos gustaría ir —dijo, e inmediatamente se llevó la mano a la boca—. A mí me gustaría ir.

      Anna alzó un dedo.

      —Lady Dory, tu padre estaba hablando con tu hermano. Espera a que se dirijan a ti.

      —Sí, señorita Hill —respondió la niña, bajando la cabeza.

      Lord Brentmore volvió a mirar a su hijo.

      —¿Adónde te gustaría ir,Cal?

      Cal miró primero a su hermana y luego a su padre.

      —Al pueblo —respondió con cara de picardía.

      Sin duda los hermanos habían hablado entre ellos antes.

      —Tu hermana aún no está lista para ir montando al pueblo. Hay demasiada conmoción, demasiada gente y carros. Tenemos que elegir otro sitio a donde ir, u otro modo de ir al pueblo. ¿Qué me dices?

      Cal lo pensó un instante.

      —¿Los dos? —preguntó, esperanzado.

      Su padre se rio.

      —Podría ser —y se volvió a Anna—. ¿Qué le parece, señorita Hill?

      —Si se me permite, yo perdonaría la excursión a caballo —respondió. Con tanta actividad no le quedaba tiempo para ocuparse de organizar las habitaciones de los niños, remendar su ropa y planear las lecciones—. Pero una salida al pueblo…

      El mayordomo entró en la habitación.

      —El periódico y el correo, milord.

      Lord Brentmore lo recogió todo de la bandeja.

      —Gracias, Wyatt.

      Dejó el periódico a un lado y revisó el correo. Abrió un sobre.

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