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Ley y justicia en el Oncenio de Leguía. Carlos Ramos
Читать онлайн.Название Ley y justicia en el Oncenio de Leguía
Год выпуска 0
isbn 9786123171322
Автор произведения Carlos Ramos
Жанр Социология
Издательство Bookwire
Lima, que en la época del Leguía se transforma de aldea en ciudad, presencia una intensa actividad editorial y periodística. Además de periódicos como El Peruano, El Comercio, La Prensa, El Tiempo y La Crónica, se publican numerosas revistas con la modernísima técnica gráfica de ilustraciones. Así, Mundial, desde 1920, disputaba preferencias con Variedades de Clemente Palma, fundada en 1908. Circulaban también, desde Lima, la izquierdista Amauta (1926) y la proletaria Labor (1929), ambas de Mariátegui; la indigenista radical La Sierra. Órgano de la Juventud Renovadora Andina (1927), de Guillermo Guevara; Poliedro (1926), revista de literatura de Armando Bazán y Juan José Lora; y Jarana (1927), de Jorge Basadre Grohmann47. Artistas como José Sabogal, con sus aguafuertes, y Jorge Vinatea Reinoso, con sus caricaturas hebdomadarias, animaban con talento las páginas ilustradas. En provincias se produce también un inusitado movimiento cultural, que se traduce en revistas de gran calidad y disímil contenido como Claridad (Trujillo, 1923-1925), Boletín Titikaka (Puno, 1925) y Kosko (1924). Las ciudades del interior se convierten no solo en cantera de políticos, sino de artistas e intelectuales. Bastaría recordar los nombres de Abraham Valdelomar, José Sabogal, César Vallejo, Armando Bazán, Enrique López Albújar, Alberto Hidalgo, César Atahualpa Rodríguez, Arturo y Alejandro Peralta, Dante Nava, Emilio Armaza, Alcides Spelucín, Emilio Romero, Luis E. Valcárcel, Uriel García y José Ángel Escalante.
Los espacios públicos se amplían en los tiempos de Leguía. Con la construcción de las grandes avenidas los barrios se integran entre sí; el Centro de Lima, por su parte, se articula con los balnearios y el puerto del Callao. Aparecen los restaurantes de lujo y primeros chifas. Uno de ellos, el Restaurant del Parque Zoológico, donde «se jaraneaba a rabiar», era el lugar predilecto de los hombres públicos más encumbrados del régimen48. Siguiendo la moda francesa, las confiterías se convierten en centros culturales: El Palais Concert, La Duchesse y la heladería Broggi serían tan famosas como los parroquianos que las visitaban luego de la misa en San Pedro o en Santo Domingo. Los bares del teatro Excelsior, del Hotel Bolívar, del Hotel Maruy y el de Giacoletti, «donde el popular gordo don Félix Guglielmino preparaba sabrosos cockteles a los bebedores más empingorotados de la alta clase limeña», y el café-concierto Cristini —donde actuaban bailarinas semidesnudas— se tornaron en el centro de una activa bohemia literaria49.
La capital limeña experimenta en esos años un insospechado cambio en materia de patrones morales. El burdel, al convertirse en ámbito público por excelencia, pierde la nota de clandestinidad y vergüenza del pasado. Su visita era, para los jóvenes del Oncenio, casi una regla de cortesía y una rutina nocturna. No era solo un lugar de prostitución, sino también un sitio para bailar, beber y relajarse. Como recuerda Katherine Roberts, «era común que los hombres fueran a los burdeles después de un banquete en el club o después de una importante conferencia»50. La prosperidad que simulaba la ciudad con plazas y avenidas recién estrenadas, la fastuosidad de las celebraciones patrias por el centenario de la Independencia y la victoria de Ayacucho, así como el ímpetu urbanístico y demográfico, atraían a centenares de «costureras» francesas (tal era la falaz declaración ante los funcionarios de migraciones) y a muchachas limeñas que habitaban en los callejones. En estos templos de amor a tarifa, como el Pavillon Azul, se efectuaban animadísimas veladas literarias bajo el auspicio —según la traviesa pluma de Sánchez— de las «samaritanas del amor urgente». Puntualiza el autor limeño, con nostalgia de habitué consumado, que «la cantina y el prostíbulo de entonces, tenían características mundanas que a menudo y en cierta medida se confundían con las tertulias»51. Así, en el imaginario que traduce y que conoce Sánchez a la perfección, «en las cantinas nadie usaba la barra a la hora de beber, salvo los borrachos profesionales», mientras que:
en los prostíbulos se disfrutaba de una bien ganada paz. Las matronas y sus rufianes se encargaban de administrar sosiego, justicia y regocijo. Existían leyendas estimulantes: las de Sara Mora, La Mamamita, Emile Fox, Mercedes Medrano, la Boca de Chapa. Cada una tenía su respectiva casa amplia, de varios salones, y sus correspondientes y numerosas pupilas52.
Con algo de aspaviento Sánchez confiesa que él, como todo joven limeño de su generación, también rindió tributo en esos templetes mercenarios53. Las licencias literarias del testimonio no privan de veracidad al relato. Con estilo socarrón y fotográfico, anota que «cada una tenía su apodo. Lima no perdonaba a las pecadoras; las signaba con caricaturescos motes: la Pantruca, la Pescado con Bigote, la Aguantarrifles, la Mojón de Oso, la Platanito, la Fray Cabezón, la Perilla de Catre, las hermanas Catafalco, la Lombriz China, la Veinte Años Después, la Pata de Yuca»54.
En los rutilantes salones en los que confluían por igual exaltados estudiantes y patriarcas de la víspera se respiraba un aire democrático, tanto que allí actuaban los más selectos cantores y tañedores criollos: Eduardo Montes y César Manrique, el chino Gamarra, el cholo Villalobos y el legendario Felipe Pinglo Alva (1899-1936)55. El criollismo, sin embargo, litigaba preferencias con la música norteamericana que inundó pronto la vida social urbana. Las chicas bailaban, al compás de «los locos años veinte», el ágil ritmo del foxtrot, «No te fíes nunca de las rubias». Canciones como «Smiles», «Whispering» e «Hindustan» resonaron a los acordes del piano en diversos momentos del Oncenio. Hasta hubo una orquesta peruana, la de Carlos Delson, que ejecutaba el ritmo de moda. El tango argentino tuvo también un sitial preferente en el gusto de los limeños.
El enorme jolgorio que rodeó el Oncenio propiciaría el desarrollo de nuevos clubes, a saber: el Country Club56; el Touring Club Peruano, organizado por Mariano Tabusso en mayo de 1924; el Club Lawn Tennis de la Exposición; el Yacht Club; el Kennel Club Peruano, entre otros, que constituían una típica expresión de las emergentes clases medias, que rechazadas o incómodas en el Club Nacional optaban por crear su propio círculo. No es casual que las figuras más prominentes del leguiismo estuviesen afiliadas al Country en lugar de figurar en los padrones del exclusivo Club Nacional, al que pertenecían muchos miembros del civilismo57. Los menos circunspectos no tenían otro camino que buscar sus propios medios de alegrarse: la cantina, el prostíbulo y el cinematógrafo58.
La variación que experimenta la mentalidad social durante esta época se halla emparentada con la fuerte admiración que despiertan los Estados Unidos. Durante el Oncenio, esa fascinación la fomentaban las maquinarias de la Foundation Company, que tendían con asombrosa rapidez las pistas de cemento y levantaban construcciones por doquier. Dicha admiración la propagaban los cines con sus películas de Hollywood y los discos ortofónicos de la Victor; y la difundían los incontables viajeros a su retorno, que empezaban a privilegiar los paseos a la potencia del norte. En las ciudades, el pensamiento de la gente fue ocupado por las imágenes de automóviles, victrolas, cámaras de refrigerio, velocípedos y carritos para niños, bicicletas inglesas, cepillos lustradores, patinetes, etcétera, que podían adquirirse a plazos en tiendas y concesionarias. El interés se concentró desde entonces en los objetos materiales de invención yanqui. En esa línea, se abrieron nuevos colegios y academias con formación europea y norteamericana. Asombrado por ese cúmulo de transformación, el poeta José Gálvez Barrenechea acuñó un título feliz: «Una Lima que se va», el canto de cisne de la ciudad colonial.
Este clima de frivolidad podría ofrecer una visión complaciente del régimen, si no se lo confrontara con la represión política desatada sistemáticamente desde su instauración el 4 de julio de 1919 hasta su fenecimiento a fines de agosto de 1930. Leguía instituyó todo un sistema de persecución, similar a los de Juan Vicente Gómez en Venezuela, Hernando Siles en Bolivia, Isidro Ayora en Ecuador, Carlos Ibáñez en Chile, Primo de Rivera en España y Mussolini en Italia, pero absolutamente inédito en el Perú. No porque antes de su gobierno no existiese la asechanza de los enemigos políticos, sino porque se trata de un acosamiento organizado, institucional y eficiente. Este es un aspecto que denuncia,