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de poderes con funciones análogas, y porque nuestra cultura incipiente rechaza también la multiplicidad de autoridades o entidades políticas, que no harán sino complicar y dificultar la marcha del Estado. Sin ser profeta —esgrimía León— puede afirmarse que mucho dinero y sinsabores costarán las susodichas Asambleas122.

      Otros, como Abelardo Solís, insisten en que «nada se descentraliza», a no ser la «charlatanería parlamentaria»123. Este criterio ciertamente resulta excesivo si lo cotejamos con las leyes expedidas por los congresos regionales124. Desde el punto de vista de Solís, hasta las antiguas juntas departamentales fueron más útiles: «Como no tenían facultades deliberantes, el país se libró de una mayor dosis de estéril oratoria política y de leyes»125. Habría que preguntarse si, por el contrario, los congresos regionales, incluida por cierto su naturaleza deliberante, no constituían un medio de trasladar el ejercicio político a las provincias; un esfuerzo por articular el discurso oficial, que hasta entonces se habría centralizado en Lima, con el impulso provinciano que alentaba el Oncenio. No solo las pistas, sino también las leyes, parecían buscar la integración del país.

      Los rasgos autoritarios, de cuya naturaleza no había dudas en la práctica política, despuntaban no siempre tamizados en la trama constitucional. Un letrillero anónimo, describiendo la ambivalente conducta del leguiismo, que mientras pregonaba la reforma constitucional, desterraba o encarcelaba a sus opositores, escribió:

      Patria Nueva que comprende

      moderna Constitución

      que garantice la hacienda

      privada y confiscación.

      El demonio que te entienda126.

      La misma renovación total del Congreso fue, en los planes de Leguía, un modo arreglado para concentrar poder, como lo fueron las prórrogas de su mandato y la supresión de las vicepresidencias. Hasta en un detalle aparentemente ínfimo, como la exclusividad del gobierno para conceder pensiones de jubilación, cesantía y montepío, se percibe la acumulación autoritaria de atribuciones, sobre todo si el artículo 122° a la facultad presidencial ya señalada añade una rotunda restricción: «sin que por ningún motivo pueda intervenir el Poder Legislativo». Salta a la vista el propósito de cercenar esta prerrogativa al Parlamento, al que «por ningún motivo» se deja actuar en estos asuntos y al que además se prohíbe otorgar gracias personales que se traduzcan en gastos del Tesoro, aumentar sueldos de los funcionarios y empleados públicos, sino por indicación del gobierno que se arroga el derecho de iniciativa (artículo 85°). Incluso la simple concesión de premios a pueblos, corporaciones o individuos por servicios eminentes prestados a la Nación había dejado de ser una prerrogativa del Congreso, si es que previamente el gobierno no formulaba la propuesta (artículo 83°, inciso 24).

      Con tales atribuciones no resulta difícil imaginar las interminables colas en la puerta del Palacio. Según refiere su secretario privado, Abel Ulloa Cisneros, en sus Apuntes de cartera, el presidente reservaba las tardes de los días martes y jueves para atender a los ingentes «grupos de madres, esposas, hermanas, hijas y más viudas de los servidores de la Nación», que acudían a solicitarle una merced o, simplemente, a impulsar algún trámite127. Cuenta Ulloa con ingenuidad hilarante que, antes que las señoras desfilasen ante la «bondadosa presencia de Leguía», él, como secretario personal, «debía hacerle entrega de billetes de circulación, en cantidad y tipos que prolijamente indicaba y que sin duda él tenía calculados en armonía con las visitantes que debían acudir»128. En realidad, esa reforma, amén de fomentar groseramente la práctica de la prebenda, colocaba a Leguía en una incomodísima situación pues, a la mejor usanza del dictadorzuelo latinoamericano, disponía a su gusto de los premios y pensiones. Carlos Aurelio León, comentando el decreto reformatorio, recalcaría en frase profética: «Aumentar el círculo legal de sus atribuciones, es pues, un proyecto suicida que provocará mayor servilismo, destruyendo nuestros anhelos de libertad»129.

      Si bien la Constitución no alteraba sustancialmente la tradicional estructura del país que apenas —sobre todo en el interior— percibió su impacto, no cabe duda que abrazaba un esfuerzo por mejorar la condición de los segmentos medios y populares. Muchos de estos postulados constitucionales alcanzaron marcada realización legislativa; tocaba a la Patria Nueva y los gobiernos que la sucedieran cristalizarlos en la práctica. Mientras tanto, serían solo —en la difundida frase de Karl Löwenstein— normas semánticas. El colombiano Guillermo Forero Franco, que asumió la dirección de La Prensa tras su expropiación por el gobierno en 1921, decía con mesura propia de extranjero que la Carta de 1920 era una «Constitución liberal de tipo moderno, que desgraciadamente no correspondía en todas sus partes al grado de progreso político, muy incipiente, alcanzado hasta entonces por las masas nacionales»130. El elogio encerraba también la limitación. Tal vez por ello, Abelardo Solís, que no encontraba diferencias sustanciales entre la Constitución de 1860 y la de 1920, con escepticismo cínico dijo de ambas que «no fueron sino dos grandes pedazos de papel»131.

      2.2. El sistema legal

      No parece pertinente formular un recuento legislativo pormenorizado, ni siquiera reproducir un apretado resumen de las normas promulgadas durante el Oncenio, menos aún intentar un análisis de la abigarrada legislación nacional de ese largo periodo de la historia nacional; más bien, preferiré insinuar una organización grupal del universo normativo de la endécada leguiista. Leguía constituye un ejemplo emblemático del gobernante legislador. Bajo su mandato se modificó sensiblemente el orden normativo del país. Más allá de los requerimientos técnicos de los juristas, la reforma legal la animaba una finalidad instrumental: responsar a los ideales sociales que el régimen propugnaba. Naturalmente, no solo a los ideales y a las aspiraciones, sino también a los intereses de los grupos que lo conformaban.

      Se promulgó una Constitución y se aprobaron códigos que en lenguaje técnico y con fórmulas generales pretendían normar sintéticamente toda la experiencia social; se expidió un océano de dispositivos especiales cuando la creciente complejidad de la vida económica demandaba hallar respuestas rápidas y eficaces a extramuros de constitución y códigos desbordados e insuficientes. No obstante la diversidad de materias, el carácter coyuntural de muchas leyes y el prebendismo al que respondían muchas otras, un ideal abrazaba a ese inmenso conjunto de reglas positivas: el desarrollo de la nación. La legislación se convertiría en sinónimo de progreso.

      La prodigalidad constitucional y codificadora del Oncenio marchó de la mano con una manía casi compulsiva de dictar leyes especiales. Desde las decisiones más importantes hasta las más simples se instrumentaron a través de la Ley. Había necesidad de una ley siempre que se quería crear un distrito, abrir una carretera, erigir un monumento, rescindir un contrato o premiar a un funcionario público. Nada podía hacerse si no existía una ley previa que lo autorizase. Es decir, el más puro frenesí legislativo. Leguía se había transformado en un verdadero Pachacútec legislador.

      El Oncenio insistió mucho en la necesidad de una reforma del orden legal. Guillermo Forero, director de La Prensa, periódico convertido desde su expropiación en vocero oficial del gobierno, se quejaba del estado caótico engendrado por la multiplicidad de leyes dispersas y con frecuencia contradictorias. Un ordenamiento con estas características, en palabras del periodista del régimen, «dificultaba la administración de justicia y fomentaba el tinterillaje»132. Por otro lado, para Forero, que estudió derecho en Colombia: «Casi todos los códigos eran anticuados, tanto por el concepto de justicia-castigo en que estaban inspirados como por lo anacrónico de los métodos procedimentales y de las penas que establecían. Un ejemplo bastará para ilustrar este punto: regía hasta hace pocos años una Ley de prensa que para ciertos “delitos” cometidos por medio de la imprenta señalaba la pena de abrir fosas y enterrar cadáveres en el cementerio [...] ¿Puede concebirse algo más colonial?»133.

      Leguía, un mandatario de mentalidad burguesa y contrario a la mentalidad señorial, no podía mirar impasible el anacronismo del sistema legal. Los principales códigos se habían dictado a mediados del siglo pasado para una sociedad fundamentalmente rural y no correspondían más al proyecto modernizador del presidente. Su interés por la renovación legislativa no puede explicarse solo por un indiscutible sentido de modernización; al estilo de un déspota ilustrado,

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