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eso es lo que haré. A él no le importamos nada, ni si somos felices o desgraciadas, pero el nombre y la reputación de la familia sí le importan, ¿verdad? Le diré que no pienso ser una esclava. Me casaré con un comerciante de Londres antes de quedarme aquí enterrada.

      La joven señorita Longestaffe estaba ya perdida en las garras de la pasión indignada que la perspectiva de quedarse en Caversham despertaba en ella.

      —Ay, Georgey, no digas cosas tan espantosas —suplicó su hermana.

      —A ti todo te parece bien, Sophy. Ya tienes a Whitstable.

      —No tengo nada.

      —Sí que lo tienes, cazado y bien atado. Dolly hace lo que le apetece y gasta el dinero como y cuando quiere. Y a mamá no le importa dónde se encuentre, claro está.

      —Eres muy injusta —se lamentó lady Pomona— y estás diciendo cosas horribles.

      —No soy injusta. A ti no te importa, y Sophy ya tiene la vida arreglada. ¡Yo soy la que se sacrificará! ¿Cómo voy a conocer a alguien en este agujero inmundo? Papá me lo prometió y debe cumplir con su palabra.

      Entonces se oyó una voz aguda desde el vestíbulo que gritaba:

      —¿Pensáis venir a la iglesia o vais a tener el carruaje esperando todo el día?

      Por supuesto que irían a la iglesia, pues era lo que hacían cuando estaban en Caversham; y con mayor motivo hoy, porque el obispo era el encargado del sermón, y por los sombreritos. Bajaron todas en tropel hasta donde esperaba el carruaje, con lady Pomona abriendo camino. Georgiana las seguía y pasó frente a su padre sin dirigirle una mirada. Tampoco cruzaron palabra de camino a la iglesia ni a la vuelta. Durante el servicio, el señor Longestaffe se quedó de pie y repitió las respuestas con voz tajante. Siempre había sido un ejemplo para la vida de la parroquia. Las tres damas se arrodillaron con elegancia y se sentaron durante todo el sermón sin manifestar la más pequeña señal de cansancio ni de atención. No entendían el significado de las frases que pronunciaba el obispo ni les importaba. Aguantaban y esa era su fuerza. Si el obispo hubiera hablado durante cuarenta y cinco minutos en lugar de media hora, tampoco se habrían quejado. Era el mismo tipo de resistencia que le permitía a Georgiana esperar año tras año la llegada de un marido adecuado. Asumía cualquier cantidad de tedio a cambio de la oportunidad justa de que llegara su momento. Pero quedarse en Caversham todo el verano sería tan malo como asistir a un sermón eterno del obispo. Después de misa volvieron a casa a comer, y también esa comida se desarrolló en silencio. Cuando hubieron terminado, el cabeza de familia se instaló en un sillón, evidentemente buscando la soledad. De ser así, habría meditado acerca de sus penurias a solas, se habría quedado dormido y habría pasado la tarde en paz. Pero no iba a ser así. Sus dos hijas se quedaron hasta que los criados retiraron la comida y aunque lady Pomona trató de irse, volvió al descubrir que sus hijas no la habían seguido. Georgiana le había dicho a su hermana que pensaba vérselas con su padre y, por supuesto, Sophia se había quedado a petición de su hermana. Cuando la última bandeja desapareció de la mesa, Georgiana abrió fuego:

      —Papá, ¿no crees que deberías fijar el día en que vamos a regresar a Londres? Nos gustaría saberlo por los compromisos, como te puedes imaginar. La fiesta de lady Monogram es el miércoles y le prometimos que íbamos a ir.

      —Ya puedes escribir a lady Monogram y decirle que no asistiréis a su fiesta.

      —¿Por qué no, papá? Podemos irnos el miércoles por la mañana.

      —No será posible.

      —Pero, querido, entiéndenos: nos gustaría saber cuándo volveremos —dijo lady Pomona.

      Hubo una pausa. Hasta Georgiana, en su actual estado de ánimo, habría aceptado una fecha indefinida, distante, como compromiso.

      —Pues no puede ser —zanjó el señor Longestaffe.

      —¿Cuánto crees que tendremos que quedarnos aquí? —preguntó Sophia en voz baja y tensa.

      —No sé lo que quieres decir con tener que quedarte aquí. Esta es vuestra casa, y aquí vais a vivir.

      —Pero, ¿volveremos? —preguntó Sophia. Georgiana permanecía quieta, en silencio, esperando.

      —No, esta temporada no volveremos a Londres —decretó el señor Longestaffe, abriendo con violencia el periódico que sostenía en sus manos.

      —¿Ya está decidido? —dijo lady Pomona.

      —Así es —declaró el señor Longestaffe.

      ¡Qué gran traición! En la mente de Georgiana, la indignación se hacía virtud al pensar en la falsedad de su progenitor. De no ser por su promesa, no se habría ido de Londres ni se habría dejado contaminar por los Melmotte. Y ahora le decían que esa promesa se rompía total y absolutamente, que no podría regresar nunca a Londres, ni siquiera a la casa de los despreciables Primero, ¡que la única opción que le quedaba era huir de la casa de su padre!

      —Entonces, papá —dijo con supuesta calma—, has roto la palabra que nos diste con premeditación y alevosía.

      —¡Cómo te atreves a hablarme así, niña descarada!

      —No soy una niña, papá, como bien sabes. Soy dueña de mi propio destino, por ley.

      —Pues ve y sé dueña de ese destino. ¡Mira que decirme que te mentí premeditadamente, a mí que soy tu padre! Si vuelves a decir algo así, no volverás a comer en el salón, sino que te quedarás castigada en tu habitación, o no volverás a comer en esta casa.

      —Prometiste que volveríamos si veníamos a Caversham y tratábamos bien a esos horribles…

      —No pienso discutir con una niña insolente, malcriada y desobediente como tú. Si tengo algo que decir al respecto, se lo diré a tu madre. A ti debería bastarte que yo, que soy tu padre, te dijera que vamos a vivir aquí. Ahora vete y pon la cara que quieras, no me importa. Pero que no te vea.

      Georgiana miró a su madre y a su hermana con majestuosidad y abandonó la estancia. Aún estaba meditando cuál sería su venganza, pero su ira se había apagado un poco y no se atrevió a seguir reprochándole a su padre el incumplimiento de lo pactado. Se encerró en su habitación, donde generalmente vivía, y allí se quedó, temblando de ira. Más tarde siguió la conversación entre las damas.

      —¿Piensas aguantar esto, mamá?

      —¿Y qué podemos hacer, querida?

      —Yo pienso hacer algo. No voy a dejar que me tomen el pelo y me engañen cuando es mi vida lo que está en juego. Siempre me he portado bien con él, he hecho lo que quería sin quejarme y no he gastado más de la cuenta. —Esto iba por su hermana mayor, que sí era más manirrota—. Jamás he permitido que hubiera rumores sobre mí, siempre estoy dispuesta a ayudar si hace falta. ¡Le llevo su correspondencia, y cuando estuviste enferma jamás le pedí que nos hiciera compañía más allá de la dos y media! Y ahora me dice que me vaya a comer a mi habitación porque le recuerdo su promesa, firme, de que regresaríamos a Londres. ¿O no fue así, mamá?

      —Eso creo, querida.

      —Sabes que lo prometió, mamá. Y ahora si hago algo, tendrá que cargar con la culpa. No voy a portarme como la santa de la familia y luego aguantar que me traten así.

      —Se suponía que lo hacías porque te parecía bien —intervino su hermana.

      —Es más de lo que tú has hecho por nadie —dijo Georgiana, aludiendo a un flirteo de hacía mucho tiempo, durante el curso del cual la hija mayor había hecho el ridículo, decidida a fugarse con un oficial de dragones de modesta fortuna. Habían pasado diez años desde eso, y nadie mencionaba jamás el tema excepto en momentos de gran amargura, como el que les ocupaba.

      —Me he portado tan bien como tú —dijo Sophia—. Es fácil ser buena cuando no te importa nadie y a nadie le importas.

      —Queridas, ¿qué voy a hacer si vosotras también os peleáis?

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