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Henry James

      «La obra maestra de Trollope.»

       The Observer

      «Una historia de corrupción financiera que recuerda algunos escándalos recientes de la City.»

       Daily Telegraph

      «Su sutil descripción de las relaciones humanas y del amor, así como del esfuerzo que supone tomar decisiones, no tiene rival. Es tan gracioso, tan sensible y tan lúcido respecto a cómo la gente busca dinero, poder y reconocimiento social que debería leerlo todo el que tenga pulso.»

       The Guardian

      Capítulo 1

       Tres editores

      

      Sirvan estas líneas para presentar lady Carbury al lector. De su carácter y hazañas dependerá en gran medida el interés que tengan las páginas que siguen; esa tarde, permanecía sentada frente a su escritorio, en la habitación de su casa en la calle Welbeck. Lady Carbury se pasaba muchas horas frente a ese escritorio, escribía numerosas cartas, y no solamente cartas. En ese entonces, se refería a sí misma como una mujer dedicada a la Literatura, y siempre deletreaba la palabra con L mayúscula. Es posible desentrañar la naturaleza de su devoción analizando las tres misivas que esa mañana la ocupaban, y que había escrito con su veloz letra manuscrita. Lady Carbury era veloz en todo, y sobre todo en el redactado de cartas. He aquí la primera misiva.

      Jueves, calle Welbeck

      Querido amigo:

      Me he asegurado de que le lleguen mañana las primeras galeradas de mis dos nuevos volúmenes, o como muy tarde el sábado, de modo que si lo desea, pueda darle un empujón a su esforzada servidora de usted en el periódico de la semana que viene. Hágalo, por favor. Me refiero al empujón. Usted y yo tenemos tanto en común, ¡y hasta me he aventurado a creer que somos realmente amigos! No pretendo halagarle al decir que su ayuda significaría más para mí que ninguna otra, y que sus alabanzas serían un bálsamo para mi vanidad más allá de cualquier otro elogio que pudiera recibir. Estoy casi segura de que le gustarán mis Reinas criminales. El esbozo de Semíramis posee fuerza, aunque tuve que modificar un poco las cosas para subrayar su culpabilidad. Cleopatra, por supuesto, la he tomado prestada de Shakespeare. ¡Menuda descarada! No pude convertir a Julia en reina, pero era una personaje demasiado jugoso como para prescindir de él. En las dos o tres damas del imperio, se dará usted cuenta de lo mucho que domino mi Gibbon. ¡Pobre y querido Belisario! Hice lo que pude con Juana, pero no logré sentir pena por ella. Hoy en día, simplemente habría dado con sus huesos en Broadmore. Espero que no piense que he sido demasiado dura con Enrique VIII y su pecaminosa aunque desdichada Howard. Y Ana Bolena no me gusta nada. Me temo que he caído en la tentación de extenderme en demasía sobre la italiana Catalina, pero confieso que siempre fue mi favorita. ¡Qué mujer! ¡Un verdadero demonio! Es de lamentar que un segundo Dante no creara para ella un infierno especial. El resultado de sus enseñanzas se ve a las claras en la vida de nuestra María escocesa. Confío en que esté de acuerdo en mi opinión sobre la reina de los escoceses. ¡Culpable, siempre culpable! Adulterio, asesinato, traición: todo y más. Sin embargo, debemos ser compasivos a causa de su sangre real. Nació y se crió como una reina, se casó como una reina y estuvo rodeada de reinas: ¿cómo podía escapar de la culpa? No declaro inocente a Maria Antonieta, no me decido. No tendría el menor interés, y además hasta quizá sería una falsedad. La he acusado con amor, no obstante, y la reconvengo con un beso. Espero que el público británico no se enfade porque no tapo las vergüenzas de Carolina, especialmente teniendo en cuenta que estoy de acuerdo con ellos acerca de su lamentable marido.

      Pero no quiero malgastar su tiempo enviándole otro libro, aunque me llena de satisfacción pensar que estoy escribiendo un texto que solamente usted leerá. Hágalo personalmente, como buen hombre que es, y con indulgencia, como el gran hombre que también es. O mejor dicho, como el amigo que le considero, léala con cariño.

      Agradecida y entregada,

      Matilda Carbury

      Al fin y al cabo, ¿cuántas mujeres son capaces de elevarse más allá del miasma que denominamos amor, y convertirse en algo más que meros juguetes en manos de los hombres? De entre todas las pecadoras lujuriosas y de sangre real que me han ocupado, su mayor desliz fue consentir, en algún momento de sus vidas, ser juguetes sin ser esposas. Me he esforzado por mantenerme dentro de los límites de la propiedad, pero hoy en día en que las muchachas leen de todo, ¿por qué no iba una mujer madura como yo a escribir sobre lo que se le antoje?

      Dicha carta estaba dirigida al señor Nicholas Broune, editor del diario Morning Breakfast Table, de elevado carácter moral, y como era la más larga también era considerada la más importante de las tres. El señor Broune era un hombre poderoso en su profesión, y le gustaban las señoras. En su carta, lady Carbury se había calificado de mujer de cierta edad, pero lo hacía convencida de que nadie más la consideraba bajo esa luz. Su edad no será un secreto para el lector, aunque no la había divulgado ni entre sus amigos más íntimos, entre los que se contaba el señor Broune. Tenía cuarenta y tres años, tan bien llevados, y tan bien dotada estaba dicha señora por la Naturaleza, que era imposible negar que aún era un mujer hermosa. Y no solamente empleaba su belleza para incrementar su influencia, como suele suceder con las mujeres a las que la fortuna sonríe en ese aspecto, sino que calculaba cuidadosamente cómo obtener ayuda material para vivir, fin muy necesario a sus ojos, adaptando con prudencia las cosas buenas con que la Providencia la había dotado a sus objetivos. No se enamoraba, no flirteaba voluntariamente, ni se comprometía; pero sonría y susurraba, intercambiaba confidencias, y miraba a los hombres como si existiera un misterioso lazo que los uniera con ella, si tan solo las misteriosas circunstancias lo permitieran. El fin de todo ello era inducir a los demás a hacer algo que impulsara a un editor a pagarle por sus indiferentes escritos, o que se enfrentara con menos severidad a sus textos, cuando los méritos de los mismos así lo exigieran. El señor Broune era, de entre todos sus amigos de círculos literarios, en quien más confiaba, y al señor Broune le gustaban las mujeres guapas. Quizá valga la pena ofrecer un breve resumen de la escena que tuvo lugar entre lady Carbury y su amigo, un mes antes de que tuviera lugar la redacción de la carta. Lady Carbury quería que este aceptara una serie de textos para el Morning Breakfast Table, y que los abonara a la tarifa de categoría 1, aunque sospechaba que el señor Broune no estaba muy convencido de los méritos de su labor. Lady Carbury era consciente de que sin un trato especial, era muy dudoso que obtuviera una remuneración de tarifa de categoría 2, o incluso de categoría 3. De modo que lo miró a los ojos, y posó su suave y blanda mano sobre la del señor Broune durante unos instantes. Un hombre enfrentado a esas circunstancias a menudo pasa por una situación embarazosa, sin saber si decantarse por una cosa o por la otra. El señor Broune, en un momento de entusiasmo, había rodeado la cintura de lady Carbury con sus brazos, y la había besado. Decir que lady Carbury se había ofendido, como tantas mujeres habrían reaccionado al ser tratadas así, no transmitiría la imagen justa de su carácter. Se trató de un pequeño incidente, que no causó daño alguno, a menos que fuera el de romper su relación con un valioso aliado. Su sentido del pudor no sufrió, pues ¿qué importaba? No la habían insultado imperdonablemente, ni había pasado nada malo. Bastaba con convencer al pobre y susceptible asno de que esas no eran maneras de comportarse.

      Sin temblar ni ruborizarse, lady Carbury logró zafarse del abrazo, y luego le obsequió con un excelente discursito:

      —¡Señor Broune, qué tontería, qué locura, qué equivocación! ¿No le parece? ¡Dudo que quiera poner fin a la amistad que nos une!

      —¿Poner fin a nuestra amistad? ¡Lady Carbury, eso no!

      —Entonces, ¿por qué arriesgarla con un acto así? Piense en mi hijo y en mi hija, ambos ya crecidos. Piense en los sinsabores que he vivido, en cuánto he sufrido inmerecidamente. Nadie lo sabe tan bien como usted. Piense en mi reputación, ¡cuántas veces han intentado mancillarla, sin éxito! Dígame

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