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ser tan delicados y sutiles

      Y estar en superficie colocados.

      Se colige entonces que, según los epicúreos, nuestra experiencia del mundo es producto de las emanaciones de las cosas, que viajan por el aire para afectarnos bajo la forma de cáscaras o membranas o pieles que tienen “la misma forma y la apariencia misma” de las cosas. Allí, Tylor ve el origen de “la doctrina de las ideas”. Explica que el término idea, que en principio se refería a “la forma visible” o a “las formas abstractas o a la especie de los objetos materiales” (Tylor, 1958 [1871], p. 82), y que era cercana a la noción de simulacra e imagen, se transformó en el agente por excelencia del pensamiento. No hay gran distancia entre decir que pensamos con ideas y decir que pensamos con simulacros o imágenes. Dicho de otra manera, la noción de idea encubre la noción de fantasma o la noción de alma.

      En la misma línea argumental de Tylor, tendríamos que afirmar que, para cierta “doctrina filosófica salvaje”, las ideas que tenemos acerca del mundo, o son producto de las mismas membranas o son esas membranas o simulacros de las cosas. Más aún, nuestro pensamiento, el pensamiento humano, sería el conglomerado de las emanaciones de las cosas. Pero eso ya no aparece en Tylor, sino que es un fantasma argumental que estuvo a punto de ser dicho por diferentes pensadores, aunque es posible que no sean los pensadores los más indicados para entenderlo.

      No deja de ser relevante el hecho de que durante los mismos años se gestó la obra cumbre de Karl Marx. La tesis doctoral de Marx se llamó Diferencia entre la filosofía de la naturaleza de Demócrito y la de Epicuro, y data de 1841. En ella, demuestra que mientras el primero era escéptico, el segundo era dogmático. Las emanaciones de las cosas dan forma al pensamiento, pero el pensamiento no puede saber si eso que sabe es correcto, según Demócrito. Epicuro, en cambio, cree que los sentidos son heraldos de la verdad; es un empirista. Es la duda de Demócrito lo que aprecia Marx, quien sospechará de la forma inmediata que adquieren las cosas (Marx, 1971 [1841]). El Capital empieza por un análisis de las mercancías. Para el caso, podríamos llamarlas simulacros o fetiches, jugando el doble juego de ver los simulacros o fetiches como heraldos de la verdad y como una impresión engañosa. En cualquier caso, las mercancías son la forma más simple de la riqueza. Si se desvela la naturaleza de las mercancías, se desvela la lógica del funcionamiento del modo de producción capitalista. El Capital (2010 [1872]) se fundamenta en un análisis de los objetos que garantizan la reproducción de las sociedades mercantiles. El carácter bifacético de la teoría del valor vertida en las mercancías hace de ellas, mucho más que quimeras, monstruos con dos cabezas de dos rostros. Una cabeza, la que supone un valor de uso y un valor de cambio. Otra cabeza, la que oculta el origen del valor, el trabajo humano abstracto, en la forma absoluta de valor, que es el dinero. En la forma dinero ha desaparecido la referencia a cualquier tipo de materialidad como fuente de riqueza. En la medida en que el valor de uso desaparece en la vida social de las mercancías, lo que queda es el valor de cambio. Pero en el valor de cambio ya no hay trabajo humano concreto: la riqueza aparece como una característica inherente de las cosas que son riqueza. El origen de la riqueza parece ser la riqueza misma. Yo creo que la misma operación de ocultamiento es la que supone que el origen del conocimiento es el conocimiento mismo.

      El valor de cambio es la sustancia de las mercancías. De las mercancías ha desaparecido su condición material. Son puro valor, pura riqueza. Las mercancías no se relacionan con ninguna necesidad concreta o material. Para saber qué son, como explica Marx (2010 [1872], pp. 45-46), las mercancías se comparan con otras mercancías, se relacionan entre ellas como si su base material no existiera. Se relacionan entre ellas como si tuvieran una vida ajena al trabajo humano que las produjo. Los poseedores de mercancías se relacionan como representantes de las mercancías. Los compradores satisfacen los deseos, los antojos, los caprichos de esas cosas que existen para ser consumidas en el acto mercantil, que es un intercambio de valores de cambio. La compra que es venta y la venta que es compra son los eventos para los cuales existe la mercancía. En esos fugaces instantes, se realiza la sustancia de las mercancías. El deseo de las mercancías es ser intercambiadas por la forma equivalencial del valor, nunca quieren ser usadas; el uso no es más que la huella cada vez más borrosa de la compra. Todo está tan encubierto que los deseos de las mercancías se vuelven deseos de los humanos. Los humanos vamos al mercado a encontrarnos con nuestros deseos, que viven libres de nosotros intercambiándose entre ellos. En ese intercambio realizado al unísono, encuentran su razón de ser. Así superan las crisis existenciales propias de los simulacros que son. El uso no agota a la mercancía, porque una vez sale del mercado, deja de existir en esa materialidad: emana de ella para posarse en otras mercancías. Es mucho más perverso que el ejemplo del vendedor de linos que transforma su dinero en biblias y que el vendedor de biblias que transforma su dinero en aguardiente. La Biblia encuentra su valor en el lino y el aguardiente en la Biblia, pero todas ellas miran al dinero como quien se busca en el espejo. Las mercancías se relacionan como personas mientras que las personas nos volvemos objetos de los caprichos de su circulación. Las mercancías son voluntades que necesitan de otras voluntades para existir, pero las voluntades no existen objetivamente en los seres humanos sino en las otras mercancías: el zapato pide media y la media pide zapato. En realidad, las mercancías se convierten en la suma de las expectativas humanas, creando con sus emanaciones de valor puro los deseos, los pensamientos y los límites del conocimiento de los seres humanos.

      Tylor y Marx, desde preguntas distantes, recorrieron caminos paralelos. El primero, con una pregunta acerca de la naturaleza del pensamiento humano (que caracteriza como fundamentalmente religioso); y el segundo, con un análisis del modo de producción capitalista (el cual requiere que las mercancías operen como fetiches religiosos). Podría leerse la obra de Tylor como una teoría materialista de los objetos y la obra de Marx como una teoría religiosa de las mercancías. Salvo que para el primero la materialidad se expresaría en almas y para el segundo el culto al dinero sería la práctica de la religión capitalista. Por supuesto que ambos descreen de los fenómenos que se encuentran. Tylor parece no creer en el alma de los objetos y Marx no parece un devoto del dinero. No obstante, dado que en Tylor el alma de las cosas es el origen del pensamiento y en Marx las mercancías son voluntades que constituyen al pensamiento, ambos autores concuerdan en que las cosas dan forma al pensamiento.

      Ambas teorías oscilan entre la materia y la sustancia: hablar del alma de los objetos o del fetichismo de las mercancías es hablar de objetos y sustancias, de lo evidente y de lo oculto. Marx y Tylor encuentran que el pensamiento humano, sea occidental o no, tiene la forma de las cosas: los objetos para el primero, las mercancías para el segundo. Más aún, el alma y la vida de las cosas son lo que se hace preciso estudiar. Contra el sentido común de la ciencia, habría que iniciar pesquisas acerca de la vida de las cosas, sea a través de la búsqueda de almas o a través de la búsqueda de fetiches. Todos los estudios de la segunda parte de este volumen constituyen pesquisas por almas o fetiches.

      Por supuesto que pocos antropólogos reconocerán en El Capital algo del origen de la disciplina; y aunque la formación profesional supone un rechazo tajante del evolucionismo, muchos afirman que los argumentos de Tylor fueron superados. En esos casos ya será más fácil enumerar los textos que desde el siglo XIX han redescubierto la vida de las cosas. La rama dorada (1890-1922), que también pudo llamarse El sacerdote asesino y rey, resulta del hallazgo de prácticas salvajes en el seno mismo de la civilización occidental. Prácticas que, sea porque lo semejante produce lo semejante o porque lo que estuvo en contacto permanece en contacto, redundan en la afirmación de que objetos y sustancias se afectan y esa afectación generadora nos constituye (Chaustre y González Quiñones; García; Holguín; Ospina, en este volumen). Los argonautas del pacífico occidental, que bien pudo llamarse El anillo del kula, según la lectura de Mauss, persigue la sinuosa existencia de collares y brazaletes que viajan en canoas y se acompañan de ñame y otros productos de trueque. “Sobre algunas formas primitivas de clasificación” (1901-1902) descubre y deja pendiente el estudio de la lógica doméstica y sentimental que vincula a los grupos de humanos con los grupos de cosas (García; Guzmán y Martínez; Chaustre y González Quiñones, en este volumen). El alma primitiva (1927) y Las funciones mentales de las sociedades inferiores (1910) dedican numerosas páginas a la vida de las piedras, los ríos y las montañas,

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