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de artículos. Presentaré algunos tránsitos, algunos de ellos apenas abiertos por los ejercicios etnográficos y las apuestas de escritura. Por supuesto, esta es apenas una lectura, un recorrido que las más de las veces toma los desechos, esos atajos que comunican, de forma expedita y sin mucha carga, con lugares a los que de otra forma solo puede llegarse por carretera. Los caminos anchos son los que estas investigaciones declaran.

      Uno de los recorridos es el que vincula a la etnografía con la arqueología, particularmente en los trabajos de Kenny Javier Calderón, Daniela Castellanos y América Larraín. En cada caso, sin embargo, se trata de una experiencia distinta. Kenny Javier Calderón propone una discusión acerca de las razones prácticas y los significados simbólicos. Se plantea la pertinencia de mantener una “visión estándar” de los objetos que usan los grupos indígenas amazónicos en su vida diaria, visión según la cual cierto tipo de “cultura material” es estática, un producto pasivo, “un mecanismo para enfrentar las condiciones físicas del entorno”. A partir de una exposición del proceso de fabricación del cacurí (una trampa para peces) entre los cotiria del Vaupés colombiano, argumenta la necesidad de una visión “contextual y relacional de lo técnico y la tecnología”. Encuentra que entre los wanano no hay disociación entre los objetos y sus artífices, que estas “relaciones íntimas” ocurren entre las personas, el medio, los materiales y las operaciones técnicas. Pero también que el trabajo que produce el cacurí “incorpora –en el artífice y en la trampa– una suerte de conducta moral que [...] vincula de manera causal a cada hombre con la suerte de su trampa”. En consecuencia, y siguiendo a Alfred Gell, la elaboración de la trampa es un tipo de producción social “tan técnica como mágica”, y no es posible hacer una “distinción taxativa entre lo práctico y lo simbólico”. Esta conclusión, tan seriamente respaldada por el seguimiento etnográfico del trabajo que produce al cacurí, no solo impugna las visiones pragmáticas del trabajo técnico, según las cuales las cosas que produce el trabajo material se explican por las necesidades técnicas de la producción y el entorno, sino también las visiones exclusivamente simbólicas del universo, según las cuales lo propio de lo humano es la capacidad para producir pensamiento. Calderón propone que ya que el trabajo reciente sobre las sociedades amazónicas argumenta “la continuidad esencial entre los seres vivos”, es necesario extenderla “también a sus creaciones materiales”.

      Y es a partir de esa incomodidad con la tiranía del significado y lo simbólico en la antropología que Daniela Castellanos asume el estudio de las vasijas envidiosas de Aguabuena. Inspirada por el llamado de Henare, Holbraad y Wastell a “pensar a través de las cosas”, la autora se aleja de la supuesta existencia de “telones de fondo que le dan sentido al comportamiento humano” (Geertz), y se ocupa de “las cosas mismas y sus posibilidades”. Castellanos se plantea una serie de preguntas a propósito de la constatación de una realidad que declara Helí Valero.1 Las preguntas que se hace la autora ante la afirmación de que algunas vasijas son envidiosas quieren mantenerse en el mundo de los fenómenos: “¿cómo es la envidia de las vasijas?, ¿por qué las vasijas envidian y cómo es su envidia?, y ¿de qué nos habla esta experiencia a propósito de la relación entre humanos y objetos?”. Castellanos muestra que en Aguabuena la envidia involucra a otros no humanos, como las vasijas, la Virgen, las mangueras o el Diablo; que el barro con el que se producen las vasijas tiene cierta “conductividad”, por lo cual la envidia circula a través de él; que esa “hidráulica de la envidia” se manifiesta también en que las mangueras a ras de tierra son susceptibles de sufrir daños por la envidia, mientras que por el aire no; y que el flujo de la envidia ocurre en múltiples direcciones, debido a que la envidia existe en el mundo, como constata cualquiera que vea sus consecuencias sin que la explicación de su origen para un caso particular sea la definitiva.2 Este trabajo constituye un llamado de atención al universo de los fenómenos en sí mismos, al centrar su atención en “la vida que ya ostentan las cosas”.3

      Esa vida de las cosas adquiere, en el presente volumen, varias formas. América Larraín analiza el sombrero vueltiao o, mejor, un símbolo con vida social y política gracias a diversos factores. Entre ellos lo que Wade Davis llamó “el calentamiento musical” de Colombia durante la segunda mitad del siglo xx y la efervescencia del paramilitarismo durante la primera década del presente siglo. La influencia paramilitar es sugerida por hechos tales como que una senadora condenada por paramilitarismo, Eleonora Pineda, fuera la impulsora del proyecto de ley que declaró al sombrero vueltiao patrimonio de la nación. Pero también que la ministra de Cultura de la época, María Consuelo Araújo, quien firmó la ley que designa el sombrero como símbolo cultural de la nación, terminara renunciando a su puesto debido a que su padre y su hermano tuvieron vínculos demostrados con los paramilitares de la Costa norte colombiana. Partiendo de que podemos “apreciar no solo los efectos de las cosas [...] sino también a las cosas como efectos de prácticas materiales”, el estudio de Larraín explora “las transformaciones y la mutabilidad de este objeto”, y argumenta que

      El Sombrero Vueltiao solo existe porque existen múltiples sombreros vueltiaos, cuyos usos y significados apuntan a distinciones, fracturas y continuidades de consenso entre lo que es, para qué sirve y los contextos en los que él o sus imágenes pueden ser activados.

      Larraín muestra, entonces, varios sombreros: el símbolo local, un objeto ancestral de la cultura zenú validado por el conocimiento experto (el de la arqueología) que hace al museo; el símbolo nacional y de cierta colombianidad expuesta en diferentes escenarios; y el símbolo, al mismo tiempo expuesto y oculto, del ascenso y la consolidación del proyecto paramilitar. La autora da cuenta así de la confluencia de actores diversos, entre los cuales incluye al sombrero o a los sombreros mismos, así como a las “interferencias e interpretaciones que son posibles entre ellos”, para concluir que el sombrero vueltiao es un objeto “inestable” que a su paso crea sentidos y afectos. Y de sentidos, afectos y afectaciones está conformado uno de los desechos de este volumen.

      Otros objetos que crean afectos y son efectos ellos mismos son el tambor y el picó. Mauricio Pardo presenta la emocionante historia del tránsito, en el Caribe, de unas redes festivas artesanales a otras eminentemente técnicas, haciendo gala de un profundo conocimiento del pasado y el presente de las redes locales tanto como de las transnacionales. Pardo propone un alucinante recorrido que empieza caracterizando las fiestas populares durante el siglo XIX como un producto de cierta “geografía del tambor”, y a continuación explora las posibles fuentes africanas de los tambores que llegaron al territorio colombiano. El autor se refiere a una “fuerza centrípeta del tambor como concepto y como texto”, responsable de “la configuración particular de lo caribeño en Colombia”. Luego, da cuenta de la forma en que los medios técnicos –materialización de las redes multinacionales de la industria discográfica– opacaron la fiesta instrumental en vivo, de tal manera que la fiesta popular empezó a depender de la presencia de radios, victrolas y amplificadores (picós). El picó es el sistema de amplificación del sonido y también las empresas de venta de servicios de amplificación musical que

      Pueden vender sus servicios por contrato a una persona o entidad o pueden cobrar entradas y vender licor al público en un local o caseta, o en una caseta provisional resultante de cercar un lote o una porción del espacio público, un parque o una calle.

      Los picós empezaron a importar músicas de contrabando y a insertarlas en las zonas populares en la década de los sesenta, dando inicio a un complejo proceso de independización respecto a las redes legales de distribución que representaban las emisoras y las disqueras reconocidas. Algunos incluso se convirtieron en disqueras ilegales en las que surgiría, como producto de diversos entrecruzamientos favorecidos por el contrabando, la champeta. Pardo muestra una paradoja muy propia de la supervivencia de las formas populares: el picó parece ser la claudicación de las fiestas populares (aquellas acompañadas por los tambores y las palmas) ante el avance de la lógica del capitalismo y la tecnología, pero también es el lugar de una saga de prácticas contrabandísticas que conserva la fiesta en las calles populares, con una independencia relativa de las redes festivas nacionales. Pero el picó es más que eso, como señala Pardo hacia el final de su recorrido: el picó es “pura potencia”. Los picós más importantes de Cartagena y Barranquilla alcanzan los 50 000 vatios, es decir, lo

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