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      Me pregunto si la falta de proporción entre los generosos esfuerzos realizados en la Compañía en los últimos años y la lentitud con que procede la esperada renovación interior y adaptación apostólica a las necesidades de nuestro tiempo en algunas partes —tema del que me he ocupado reiteradamente— no se deberá en buena parte a que el empeño en nuevas y ardorosas experiencias ha predominado sobre el esfuerzo teológico-espiritual por descubrir y reproducir en nosotros la dinámica y contenido del itinerario interior de nuestro fundador, que conduce directamente a la Santísima Trinidad y desciende de ella al servicio concreto de la Iglesia y “ayuda de las ánimas”.

      ¿Parecerá a alguno que todo esto es un tema demasiado arcano y alejado de la realidad de la vida cotidiana? Tanto valdría cerrar los ojos a los fundamentos más profundos de nuestra fe y de nuestra misma razón de ser. Hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, que es uno y trino. Nuestra vida de gracia es participación de esa misma vida. Y nuestro destino es ser asumidos, por la redención del Hijo, en el Espíritu Santo, en la gloria de Dios Padre. Cristo, a quien y con quien servimos, tiene esa misión de llevarnos al Padre y enviarnos el Espíritu Santo que nos asiste en nuestra santificación, es decir, en la perfección en nosotros de esa vida divina. ¡He aquí las grandes realidades!

      Como la inserción de servicio en el mundo vigoriza nuestro celo apostólico, porque nos da a conocer las realidades y necesidades en que se opera la redención y santificación de los hermanos, así una penetración en el significado que la Trinidad tiene en la gestión de nuestro carisma nos proporciona una participación vivencial de esa misma vida divina que es conocimiento y amor y da al celo apostólico impulso en el rumbo cierto. Más aún: en el plano de las realidades terrenas, la experiencia confirma y, a lo más, profundiza el conocimiento; pero a nivel de contemplación espiritual, el conocimiento vivo de Dios es ya participación y gozo. Vía ad illum [Camino hacia él], como se llama a la Compañía en la fórmula de Julio III, es la vía a la Trinidad. Ese es el camino que debe seguir la Compañía; camino largo que no terminará sino cuando lleguemos a la plenitud del reino de Cristo. Pero el camino está trazado y debemos recorrerlo siguiendo las huellas de Cristo que retorna al Padre, iluminados y vigorizados por el Espíritu que habita en nosotros.

      Sí, este sublime misterio de la Trinidad tiene que ser objeto preferente de nuestra consideración, de nuestra oración. Esta invitación no es ninguna novedad. Nadal, el mejor conocedor del carisma ignaciano, la hizo a toda la Compañía, hace más de cuatro siglos. Su voz llega también hasta nosotros: “Tengo por cierto que este privilegio concebido a nuestro padre Ignacio es dado también a toda la Compañía; y que su gracia de oración y contemplación está preparada también para todos nosotros en la Compañía, pues está vinculada con nuestra vocación. Por lo cual, pongamos la perfección de nuestra oración en la contemplación de la Trinidad, en el amor y unión de la caridad, que abraza también a los prójimos por los ministerios de nuestra vocación”. (Conferencia del acto de clausura del Curso Ignaciano del Centro Ignaciano de Espiritualidad, el 8 de febrero de 1980, en Información S. J., n.º 67, mayo-junio 1980, p. 106).

      1 Jesuita, paleontólogo, filósofo y teólogo que aportó importantes reflexiones para la comprensión cristiana de la materia y la evolución de las especies. Nació en Francia en 1881 y murió en Nueva York, en 1955. Escribió muchos libros y artículos científicos y teológicos, entre los que se destacan: El fenómeno Humano y El Medio Divino.

       CAPÍTULO II

       ARRUPE, TESTIGO DELA BOMBA ATÓMICA

      MILAGROS

       Sentí a Dios tan cerca

       en sus milagros

       que me arrastró violentamente detrás de sí.

       Y lo vi tan cerca de los que sufren,

       de los que lloran,

       de los que naufragan en esta vida de desamparo,

       que se encendió en mí el deseo ardiente de imitarle

       en esta voluntaria proximidad

       a los desechos del mundo,

       que la sociedad desprecia,

       porque ni siquiera sospecha que hay un alma

       vibrando bajo tanto dolor.

      Pedro Arrupe, S. J., Lourdes, Francia, s. f.

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      Fuente: Compañía de Jesús. Archivo Digital Pedro Arrupe, https://arrupe.jesuitgeneral.org/en/

      En este segundo capítulo se transcriben algunos apartes de la narración que hace Arrupe acerca de su experiencia con la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945. Estos textos son ejemplo de la sensibilidad de Arrupe por las realidades humanas y ejemplo de su prosa realista y vivaz.

       El padre Arrupe era maestro de novicios, en Hiroshima, y estaba allí el día en que los Estados Unidos de América lanzó la bomba atómica sobre esta ciudad, que ocasionó la muerte instantánea, heridas y secuelas por radiación a más de 100 000 personas.

      En aquel momento dejaron de tocar las sirenas. Apenas habían transcurrido cinco minutos, eran las 8:15, cuando un fogonazo como de magnesio rasgó el azul del cielo.

      Yo, que me encontraba en mi despacho con otro jesuita, me puse inmediatamente en pie y me asomé a la ventana. En aquel momento, un mugido sordo y continuado, más como una catarata que a lo lejos rompe que como una bomba que instantáneamente explota, llegó hasta nosotros con una fuerza aterradora. Tembló la casa. Cayeron los cristales hechos añicos, se deshicieron las puerta y, los tabiques japoneses de barro y cañizo se quebraron como un naipe aplastado por una mano gigantesca. Aquella fuerza terrible que creíamos iba a desgarrar el edificio por los cimientos, nos tiró por el suelo con la bofetada de su empuje. Y mientras nos tapábamos la cabeza con las manos, en gesto instintivo de defensa, una lluvia continua de restos destrozados fue cayendo sobre nuestros cuerpos tendidos inmóviles en el suelo.

      Cuando aquel terremoto se acabó, nos pusimos en pie, temiendo ambos ver herido al otro. Afortunadamente nos encontrábamos incólumes, sin más consecuencia que las naturales contusiones de la caída. Fuimos a recorrer la casa. Mi gran preocupación era los treinta y cinco jóvenes jesuitas de los que era responsable. Cuando pasé por el último de los cuartos, vi que no había un solo herido.

      El ruido fue muy pequeño, pero le acompañó un fogonazo que fue el que a nosotros nos hizo el efecto de una llamarada de magnesio. Durante unos momentos, algo, seguido de una roja columna de llamas, cayó rápidamente y estalló de nuevo, esta vez terriblemente, a una altura de 570 metros sobre la ciudad. La violencia de esta segunda explosión fue indescriptible.

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