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      —¿Desperdigado dentro de otros libros? –pregunté sin saber muy bien a qué se refería.

      —Así es. Verás. En este país ha habido épocas en las que estaba prohibido poseer cierta clase de libros, de modo que los bibliófilos se las tenían que ingeniar para introducir estas obras prohibidas a través de las fronteras. Uno de los métodos más habituales consistía en entregar a un extranjero el libro desencuadernado por completo, embutir sus hojas, por ejemplo, entre las páginas del periódico que dicho individuo portara consigo y, una vez en España, volver a encuadernar la obra. En 1838, había en España dos bibliófilos que se dedicaban a estos menesteres. Uno se llamaba don Luis Usoz y Río. El otro era Serafín Estébanez Calderón, escritor, periodista y político, que firmaba con el remoquete de «El Solitario».

      —De nuevo aparece el apellido Estébanez –le hice ver.

      —Hay algo que te va a gustar todavía más. Serafín Estébanez Calderón, «El Solitario», era natural de Málaga, como el marchante de arte Serafín Estébanez que menciona tu abuelo en su carta y como el autor de El palco. Que «El Solitario» es un antepasado del escritor Serafín Estébanez parece claro, así que lo que hay que averiguar es si el marchante de arte malagueño del mismo nombre y apellido es también familiar de los dos primeros. En mi opinión, tiene que serlo

      —¡Joder! –exclamé.

      —Deja los exabruptos para el final y permite que continúe. Usoz, quien profesaba la confesión cuáquera y estaba empeñado en atesorar la mayor colección de libros prohibidos y heterodoxos de España, compró un extraño texto del que sólo había constancia de que existiera un ejemplar impreso. Se trataba de una obra apócrifa editada en Inglaterra pero escrita en castellano que hablaba precisamente de su colección de libros y de otras cuestiones relacionadas con la misma que tenían que ver con su futuro y con la construcción de la Biblioteca Nacional de Madrid, entre otros asuntos. El libro, que estaba a la venta en la librería Road de Londres, cruzó las fronteras desencuadernado, y aquí acabó en la imprenta de José Martín Alegría, quien tenía empleado a su vez a un impresor protestante llamado José Cruzado. Sin embargo, la rareza de la obra obligó a Usoz a tomar unas medidas excepcionales, y en vez de mandarla encuadernar tal cual la había adquirido, ordenó que fuera interfoliada por separado, en distintos ejemplares de la obra de Estébanez Calderón, de la que era editor. Naturalmente, ajustó el tamaño, la tipografía y el tipo de papel al del libro comprado en Londres.

      —De modo que el cliente de tu padre lo que pretende es reunir las distintas partes del libro de manera que vuelvan a formar de nuevo un solo libro –razoné.

      —Así es.

      —¿Y qué tiene que ver esta historia contigo y conmigo?

      —Me temo que no conozco todas las respuestas por una razón muy sencilla: sólo he tenido ocasión de leer lo que acabo de contarte. Santos contrató a una persona para llevar a cabo el encargo, es decir, acceder a los libros de Serafín Estébanez Calderón editados por Usoz y arrancar las páginas correspondientes a La biblioteca.

      —¿La biblioteca?

      —Sí, con ese nombre bautizaron Usoz y Estébanez Calderón el libro apócrifo.

      —¿Y bien?

      —La persona que mi padre ha contratado se ha esfumado cuando llevaba realizado una buena parte del trabajo, con lo que no podemos saber más.

      —¿Dónde se encuentran los libros de Serafín Estébanez Calderón editados por Usoz? –me interesé.

      —La biblioteca de Usoz fue donada a la Biblioteca Nacional por su viuda. Más de once mil ejemplares que dieron pie a la creación de una sala que lleva su nombre. La biblioteca de Estébanez Calderón, después de pasar por el Ministerio de Fomento, corrió la misma suerte. Pasó a formar parte de los fondos de la Biblioteca Nacional.

      —Acabo de leer que Estébanez Calderón, «El Solitario», disponía de un manuscrito de La biblioteca.

      —En efecto. Y ésa es la razón por la que estoy interesada en Serafín Estébanez. Por lo que se desprende de lo que hemos leído, «El Solitario» realizó una copia manuscrita de La biblioteca al mismo tiempo que Usoz insertaba los pliegos traídos de Londres en los libros que editaba de este autor. Ahora, el manuscrito de «El Solitario» está en poder de Serafín Estébanez, quien en estos momentos se tiene que estar debatiendo sobre qué hacer, si apropiarse o no de la obra.

      —¿Es valioso ese manuscrito? –proseguí el interrogatorio.

      —No más que cualquier otro libro escrito durante el romanticismo. No, desde el punto de vista crematístico no se trata de un manuscrito de gran valor. «El Solitario» fue un autor popular en su época, pero desde luego ni siquiera llegó a ser un gran escritor. No era Larra, por descontado. Tampoco se le puede comparar con Bécquer o Espronceda. No hay que olvidar que el papel de Estébanez Calderón en este caso es el de mero amanuense, y que el estilo de la obra es tan actual como el diálogo que estamos manteniendo en este momento. Lo valioso y singular, por tanto, es el texto que copió. Si uno conoce la historia que esconde el libro, entonces su valor monetario se dispara, pues se trata de una obra singular, única en su género. Imagina la sorpresa que tuvieron que llevarse tanto Usoz como Estébanez Calderón cuando descubrieron un texto que narraba al detalle lo que cada uno iba a hacer en el futuro, que mencionaba incluso el destino de sus bibliotecas cuando ambos estaban, como quien dice, iniciándolas. Por no mencionar la impresión que tuvo que causarles oírme a mí, una insignificante voz del futuro, hablar de lo que harían o dejarían de hacer.

      —Francamente, todo esto se me antoja un disparate –me desmarqué.

      Natalia me respondió sacando una nueva hoja, casi idéntica a la anterior, donde leí:

      Pese a que a estas alturas de la conversación empezaba a sentir unos incipientes celos, en cuanto Natalia manifestó que el misterio que trataba de resolver tenía que ver con un libro, opté por pasar página, nunca mejor dicho.

      —¿Qué pensarías si te dijese que un fragmento de nuestra vida está escrita en un libro? Que todo lo que estamos diciendo en este momento forma parte de una obra, figura entre sus páginas –añadió.

      —Pensaría que tienes demasiada imaginación –me pronuncié.

      En realidad, me quedé con las ganas de decirle que había perdido el seso. Desde mi punto de vista, los libros eran un sucedáneo de la vida, la emulaban, la estimulaban incluso, pero en ningún caso podían suplantarla. El mismísimo Robert Louis Stevenson había escrito que los libros tenían su valor, pero que a la postre eran un sustitutivo de la vida completamente inerte. Natalia, en cambio, apenas había experimentado en ninguno de los órdenes de la vida, y esa circunstancia había provocado que para ella la realidad fuera más una ilusión inconsciente que algo tangible, un mundo habitado por figuras de ensueño. La enfermedad, por tanto, no era lo que mortificaba la vida de Natalia, sino el exceso de horas de lectura.

      —Pues me temo que eso es precisamente lo que está ocurriendo –insistió.

      —¿Quién iba a querer escribir sobre nosotros? Eso carece de sentido. Somos personas corrientes –me desmarqué–. En todo caso, estamos en una librería, así que si tal libro existe pidámoslo y asunto resuelto.

      —El libro, obviamente, no se encuentra a la venta. Ni siquiera ha sido escrito en nuestros días, y eso es lo más sorprendente de todo.

       —¿Cuándo fue escrito entonces?

      —Mucho antes de que tú y yo naciéramos.

       ¿Había oído bien?

      Recordé haber leído en alguna parte que si bien es el ojo el instrumento de visión exterior de una persona, en cambio son los tejidos nerviosos los que determinan la visión interior, la imaginación y la ilusión, y ponen a prueba la vivacidad y hasta la cordura de nuestro pensamiento.

      

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