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carro ni las sacudidas, como un marinero que se acostumbra a navegar en un mar agitado.

      Dejó de pensar únicamente en cuándo la salvarían o cómo podía escapar ella por su cuenta. Empezó a embargarla un vacío desconocido hasta entonces, semejante a una niebla cada vez más densa, que no sólo acaba privándote de la visibilidad, sino también de la capacidad de imaginar lo que se extiende detrás de ella.

      Elisabeth era consciente de ese vacío, pero no podía hacer nada por evitarlo. Los otros prisioneros parecían compartir la misma apatía. Cada vez se oían menos murmullos, las suposiciones sobre lo que les esperaba cesaron y dejaron de susurrarse preguntas unos a otros. Todos parecían limitarse a esperar la siguiente parada, la siguiente comida putrefacta o el siguiente bache del camino. Cualquier cosa que se diferenciara de los movimientos monótonos del carro.

      Una punzada dolorosa en el bajo vientre la arrancó de sus pensamientos. Cruzó los brazos y se apretó el vientre. Aún podía ocultar la barriga, pero no por mucho tiempo.

      Elisabeth cerró los ojos.

      Ese mismo día, el hombre que iba sentado al lado de Elisabeth empezó a perder los estribos. Tenía la piel blanca como la cera y los dientes mellados, y le sangraban las encías. La enfermedad parecía haber evolucionado mucho en su caso.

      –¡No aguanto más! – bramó de repente.

      –¡Silencio! – le ordenó secamente una voz femenina desde el otro extremo de la jaula a oscuras.

      El hombre respiraba cada vez con mayor dificultad y miraba nervioso a todos lados, como si hubiera perdido la orientación. Elisabeth se apartó prudentemente de él. La rabia con que había hablado el hombre y los marcados síntomas de la enfermedad le trajeron a la mente el terrorífico recuerdo de su padre después de convertirse en uno de «ellos».

      De pronto, el hombre se levantó de un salto y empezó a sacudir los barrotes de hierro de la jaula.

      –¡Ya no aguanto más! – gritó con todas sus fuerzas.

      –¡Calla, necio! ¡Harás que nos maten a todos! – gritó otro hombre.

      –¡Me da igual! ¡Tengo que salir de aquí!

      Algunos niños rompieron a llorar. El carro se detuvo, los prisioneros oyeron cómo refrenaban a los caballos y se acercaban los mercenarios.

      –¡Os mataré a todos los que estáis fuera, a todos! – gritó el hombre, rabioso.

      Levantaron el toldo. La luz del día entró como un cuchillo en la jaula humana y les quemó la piel a los enfermos.

      El hombre empezó a dar cabezazos contra los barrotes. La sangre le corría por la frente y por las ramificaciones negras que se adivinaban debajo de su piel blanca.

      –¡Deja de comportarte como un necio o será lo último que hagas! – bramó un mercenario, apuntando hacia el interior de la jaula con la bayoneta de su fusil.

      –¡Si no me dejáis salir, morirán todos! – El hombre se limpió la espuma de la boca con la manga, agarró a una muchacha por el cuello y la levantó.

      Los mercenarios lo atacaron con las bayonetas, pero el hombre retrocedió y las esquivó.

      Mientras tanto, otros mercenarios intentaban abrir a toda prisa el pesado candado. El hombre rugió y estampó la cabeza de la mujer contra los barrotes. La muchacha se desplomó en el suelo.

      El hombre rabioso miró a sus compañeros de jaula con los ojos inyectados en sangre. Su mirada se detuvo al llegar a Elisabeth, que retrocedió aterrorizada.

      –¡Tú! —exclamó el hombre, sonriendo malignamente.

      Cuando se disponía a dar un paso hacia ella, lo agarraron por la espalda y lo sacaron de malas maneras de la jaula: los mercenarios habían logrado abrirla. El hombre rabioso intentó liberarse con todas sus fuerzas, pero los mercenarios lo atravesaron con sus bayonetas en cuanto estuvo fuera.

      Abrió mucho los ojos, tenía la mirada vidriosa. Sus labios ensangrentados susurraron «sí», su cuerpo se relajó y quedó inerte.

      – Merde! – masculló un joven mercenario

      Se agachó junto al cadáver, le agarró la mandíbula y le movió la cabeza a un lado y a otro, como si quisiera comprobar la movilidad de un muñeco.

      De pronto, el supuesto muerto se incorporó y le mordió la mano. El mercenario gritó y retrocedió un momento. Luego le dio una patada en la cara y siguió pateándosela hasta convertirla en una masa roja y viscosa irreconocible.

      –¿Qué demonios pasa aquí? —dijo el teniente general Gamelin increpando a sus hombres. Entonces vio al hombre rabioso tendido en el camino con la cara destrozada y luego miró al joven mercenario—: ¡Enséñame la mano!

      Sorprendido, el mercenario le enseñó la mano ensangrentada.

      –¡Del otro lado!

      El joven giró la mano y le enseñó la palma.

      Y vio con pavor lo mismo que sus camaradas: unas finas ramificaciones negras empezaban a extenderse desde la herida hacia el brazo.

      Gamelin masculló furioso:

      –¡Metedlo en la jaula!

      – Pero, mariscal…

      –¡He dicho que lo metáis en la jaula!

      Los mercenarios agarraron a su compañero y lo metieron a empujones en la jaula humana, con Elisabeth y todos los demás.

      – Quemad el cadáver con paja. ¡Adelante!

      Gamelin dio media vuelta y regresó a su carruaje.

      La puerta de la jaula se cerró y volvieron a cubrirla con el toldo.

      Elisabeth respiró más tranquila.

      Por fin, la oscuridad de nuevo.

      IX

      El alcalde Tepser iba de un lado a otro en su despacho. Respiraba entrecortadamente y tenía la cara enrojecida y la mirada perdida en el vacío. Se esforzaba por pensar con claridad y entender lo que la aparición del enviado de Roma podía significar para él.

      Evidentemente, igual que muchos otros, había oído hablar de la «Guardia Negra». Era una tropa de hombres a las órdenes de la Iglesia, que cumplían misiones que, por cuestiones de discreción o de la problemática que se derivaba de la propia fe, no se podían o no se querían encargar a soldados normales y corrientes. En la época de las cruzadas había sido fácil eludir el quinto mandamiento, «No matarás», porque la Iglesia declaró que matar a un infiel, fuera cual fuera su edad o sexo, no se consideraba un crimen.

      Sin embargo, las cosas no eran tan fáciles en la propia tierra.

      Así pues, la Guardia Negra desempeñaba en el fondo un papel similar al de la Inquisición, aunque sin sembrar entre la población el pánico que inspiraban los inquisidores. Solían actuar en la sombra y recorrían los países católicos para «mantener el orden». La propia guardia decidía en qué consistía ese «orden» y el grado de tolerancia respecto a las discrepancias.

      Tepser miró por la ventana: Ya habían retirado las barricadas de la calle de enfrente y los vecinos del barrio volvían a sus casas con sus posesiones a cuestas o empujando una carretilla. Entonces pensó que, tan pronto como se repararan las consecuencias del incendio, propondría en el Consejo Municipal que, durante una temporada, se otorgaran privilegios fiscales a los afectados del barrio en cuarentena, y todo volvería a la normalidad.

      Paseó la mirada por la calle y oyó el sonido rítmico de los pasos de los soldados que desfilaban por delante.

      Tepser carraspeó y se volvió hacia la puerta de dos hojas que conducía a las dependencias del Ayuntamiento.

      Había llegado la hora.

      –¿Qué decís que hizo Von Pranckh?

      El alcalde no daba crédito a sus oídos, la información que acababa de transmitirle Antonio Sovino era demasiado atroz. El enviado del

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