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cerca de los de Colombia y Venezuela, pensé que una simple narración de mi viaje ofrecería algún interés a los lectores americanos, más al cabo generalmente de lo que sucede en cualquier rincón de Europa, que de los acontecimientos que se desenvuelven en las capitales de la América española. Puedo hoy asegurar que las molestias y sufrimientos del viaje han sido compensados con usura por los admirables panoramas que me ha sido dado contemplar, así como por los puros goces intelectuales que he encontrado en el seno de sociedades cultas e ilustradas, a las que el aislamiento material a que las condena la naturaleza del suelo que habitan, las impulsa a aplicar toda su actividad al levantamiento del espíritu.

      He procurado contar y contar ligeramente; pienso que un libro de viajes debe marchar con paso igual y suelto, sin bagajes pesados, con buen humor para contrarrestar las inevitables molestias de la travesía, con cultura, porque se trata de hablar de aquéllos que nos dieron hospitalidad, y, sobre todo, sin más luz fija, sin más guía que la verdad. Cuando la pintura exacta de ciertas cosas me ha sido imposible por altísimas consideraciones que tocan a la delicadeza, he preferido omitir los hechos antes que arreglarlos a las exigencias de mi situación. Rara vez se me ha ofrecido ese caso; por el contrario, ha sido con vivo placer cómo he llenado estas páginas que me recordarán siempre una época que por tantos motivos ha determinado una transición definitiva de mi vida.

      En esta reedición, única que se ha hecho desde la publicación de En viaje, en 1883, se ha suprimido bastante en los primeros capítulos, de los que sólo se han conservado algunos contornos trazados al pasar, que, como los de Gambetta, Gladstone y Renán, pueden interesar aún. El autor no ha agregado una sola palabra a su primera redacción. El lector podrá ver así si el tiempo ha sancionado o corregido los juicios que los hombres y las cosas de aquel tiempo y en aquella parte de América sugirieron al autor.

      Diciembre, 1903.

       Índice

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      Creo poder asegurar que el número total de argentinos que han llegado a la ciudad de Bogotá desde el siglo XVI hasta la fecha, no excederá de diez, inclusive el personal de la legación que iba por primera vez en 1881 a saludar al pueblo en cuyo seno se desenvolvió la acción de Bolívar. Ese aislamiento terrible, consecuencia de las dificultades de comunicación y causa principal, tal vez, de los tristes días por que ha pasado la América española antes de su organización definitiva, no ha sido tenido en cuenta por la Europa al formular sobre nuestro desgraciado continente el juicio severo que aún no ha cesado de pesar sobre nosotros. Nos ha faltado la solidaridad, la gravitación recíproca, que une a los pueblos europeos en una responsabilidad colectiva, que los mantiene en un diapasón político casi uniforme, y que alienta y sostiene de una manera indirecta, en los momentos de prueba, al que flaquea en la ruta. Las leyes históricas que presiden la formación de las sociedades, se han desenvuelto en todo su rigor en nuestras vastas comarcas. El esfuerzo del grupo intelectual se ha estrellado estérilmente durante largos años contra la masa bárbara, representando el número y la fuerza. La anarquía, esa cáscara amarga que envuelve la semilla fecunda de la libertad, ha reinado de una manera uniforme en toda la América y por procedimientos análogos en cada uno de los pueblos que la componen, porque las causas originarias eran las mismas. Para algunos países americanos, esos años sombríos son hoy un mal sueño, una pesadilla que no volverá, porque ha desaparecido el estado enfermizo que la producía. ¿Qué extranjero podrá creer, al encontrarse en el seno de la culta Buenos Aires, en medio de la actividad febril del comercio y de todos los halagos del arte, que en 1820 los caudillos semibárbaros ataban sus potros en las rejas de la plaza de Mayo, o que en 1840 nuestras madres eran vilmente insultadas al salir de las iglesias? Si el camino material que hemos hecho es enorme, nuestra marcha moral es inaudita. A mis ojos, el progreso en las ideas de la sociedad argentina es uno de los fenómenos intelectuales más curiosos de nuestro siglo. Y al hablar de las ideas argentinas, me refiero a las de toda la América, aunque el fenómeno, por causas que responden a la situación geográfica, a la naturaleza del suelo y a la poderosa corriente de emigración europea, no presenta en ninguna parte el grado de intensidad que en el Plata.

      Los americanos del Norte recibieron por herencia un mundo moral hecho de todas piezas: el más perfecto que la inteligencia humana haya creado. En religión, el libre examen; en política, el parlamentarismo; en organización municipal, la comuna; en legislación, el habeas corpus y el jurado; en ciencias, en industria, en comercio... el genio inglés. En el Sur, la herencia fatal para cuyo repudio hemos necesitado medio siglo, fue la teología de Felipe II, con sus aplicaciones temporales, la política de Carlos V y aquel curioso sistema comercial que, dejando inerte el fecundo suelo americano, trajo la decadencia de la España, ese descenso sin ejemplo que puede encerrarse en dos nombres: de Pavía al Trocadero. Así, cuando en 1810 la América se levantaba, no ya tan sólo contra la dominación española, sino contra el absurdo, contra la inmovilidad cadavérica impuesta por un régimen cuya primer víctima fue la madre patria misma, se encontró sin tradiciones, sin esa conciencia latente de las cosas de gobierno que fueron el lote feliz de los pueblos que la habían precedido en la ruta de la emancipación. De los americanos del Norte hemos hablado ya; hicieron una revolución «inglesa», fundados en el derecho inglés. Por menos de las vejaciones sufridas, Carlos I murió en el cadalso y Guillermo III subió al trono en 1688. Los habitantes de los Países Bajos, al emprender su revolución gigantesca contra la España absolutista y claustral, al trazar en la historia del mundo la página que honra más tal vez a la especie humana, tenían precedentes, se apoyaban en tradiciones, en la «Joyeuse Entrée», en las viejas cartas de Borgoña. La Francia, en 89 tenía mil años de existencia nacional, y si bien destruyó un régimen político absurdo, conservaba los cimientos del organismo social—93 fue un momento de fiebre;—vuelta la calma, la libertad conquistada se apoyó en el orden tradicional.

      Nosotros, ¿qué sabíamos? Difícil es hoy al espíritu darse cuenta de la situación intelectual de una sociedad sudamericana hasta principios de nuestro siglo. No teníamos la tradición monárquica, que implica por lo menos un ideal, un respeto, algo arriba de la controversia minadora de la vida real. Jamás un rey de España pisó el suelo de la América para mostrar en su persona el símbolo, la forma encarnada del derecho divino. ¡Virreyes ridículos, ávidos, sin valor a veces para ponerse al frente de pueblos entusiastas por la dinastía, acabaron de borrar en la conciencia americana el último vestigio de la veneración por el personaje fabuloso que reinaba más allá de los mares desconocidos, que pedía siempre oro y que negaba hasta la libertad del trabajo!

      No sabíamos nada, ni cómo se gobierna un pueblo, ni cómo se organiza la libertad; más aún, la masa popular concebía la libertad como una vuelta al estado natural, como la cesación del impuesto, la abolición de la cultura intelectual, el campo abierto a la satisfacción de todos los apetitos, sin más límites que la fuerza del que marcha al lado, esto es, del antagonista.

      La revolución americana fue hecha por el grupo de hombres que habían conseguido levantarse sobre el nivel de profunda ignorancia de sus compatriotas. Las masas los siguieron para destruir, y en el impulso recibido pasaron todos los límites. Al día siguiente de la revolución, nada quedó en pie y los hombres de pensamiento que habían procedido a la acción, fueron quedando tendidos a lo largo del camino, impotentes para detener el huracán que habían desencadenado en su generoso impulso. Entonces aparecieron el gobierno primitivo, la fuerza, el prestigio, la audacia, reivindicando todos los derechos. ¿Formas, tradiciones, respetos humanos? La lanza de Quiroga, la influencia del comandante de campaña, la astucia gaucha de Rosas. Y así, con simples diferencias de estilo e intensidad, del Plata al Caribe. Recibimos un mundo nuevo, bárbaro, despoblado, sin el menor síntoma de organización racional[4]: ¡mírese la América de hoy, cuéntense los centenares de millares de extranjeros que viven felices en su suelo, nuestra industria, la explotación de nuestras riquezas, el refinamiento de nuestros gustos, las formas definitivas de nuestro organismo político, y dígasenos qué pedazo del mundo ha hecho una evolución semejante en medio siglo!

      ¿Quiere esto decir que todo está hecho? ¡Ah!

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