Скачать книгу

mitad de la mejilla. Los vestidos de larga cola y cortos por delante, dejando ver los pies... siempre desnudos. Puedo asegurar que, a pesar de la distancia que separa ese tipo de nuestro ideal estético, no podía menos de detenerme por momentos a contemplar la elegancia nativa, el andar gracioso y salvaje de las negras martiniqueñas.

      »Pero cuando esas condiciones sobresalen realmente, es cuando se las ve, despojadas de sus lujos y cubiertas con el corto y sucio traje del trabajo, balancearse sobre la tabla que une al buque con la tierra, bajo el peso de la enorme canasta de carbón que traen en la cabeza... Al pie del buque y sobre la ribera, hormigueaba una muchedumbre confusa y negra, iluminada por las ondas del fanal eléctrico. Eran mujeres que traían carbón a bordo, trepando sobre una plancha inclinada las que venían cargadas, mientras las que habían depositado su carga descendían por otra tabla contigua, haciendo el efecto de esas interminables filas de hormigas que se cruzan en silencio. Pero aquí todas cantaban el mismo canto plañidero, áspero, de melodía entrecortada. En tierra, sentado sobre un trozo de carbón, un negro viejo, sobre cuyo rostro en éxtasis caía un rayo de luz, movía la cabeza con un deleite indecible, mientras batía con ambas manos, y de una manera vertiginosa, el parche de un tambor que oprimía entre las piernas, colocadas horizontalmente. Era un redoble permanente, monótono, idéntico, a cuyo compás se trabajaba. Aquel hombre, retorciéndose de placer, insensible al cansancio, me pareció loco»...

      Y termina el señor Cané su descripción de Fort-de-France con estas líneas en que trasmite la impresión que le causó un bamboula:

      «...Me será difícil olvidar el cuadro característico de aquel montón informe de negros cubiertos de carbón, harapientos, sudorosos, bailando con un entusiasmo febril bajo los rayos de la luz eléctrica. El tambor ha cambiado ligeramente el ritmo, y bajo él, los presentes que no bailan entonan una melopea lasciva. Las mujeres se colocan frente a los hombres y cada pareja empieza a hacer contorsiones lúbricas, movimientos ondeantes, en los que la cabeza queda inmóvil, mientras las caderas, casi dislocadas, culebrean sin cesar. La música y la propia imaginación las embriaga; el negro del tambor se agita como bajo un paroxismo más intenso aún, y las mujeres, enloquecidas, pierden todo pudor. Cada oscilación es una invitación a la sensualidad, que aparece allí bajo la forma más brutal que he visto en mi vida; se acercan al compañero, se estrechan, se refriegan contra él, y el negro, como los animales enardecidos, levanta la cabeza al aire y echándola en la espalda, muestra su doble fila de dientes blancos y agudos. No hay cansancio; parece increíble que esas mujeres lleven diez horas de un rudo trabajo. La bamboula las ha transfigurado. Gritan, gruñen, se estremecen, y por momentos se cree que esas fieras van a tomarse a mordiscos. Es la bacanal más bestial que es posible idear, porque falta aquel elemento que purificaba hasta las más inmundas orgías de las fiestas griegas: la belleza...

      *

       * *

      El libro del señor Cané, es, en apariencia, una sencilla relación de viaje. Dedica sucesivamente seis capítulos a la travesía de Buenos Aires a Burdeos, a su estadía en París y en Londres, y a la navegación desde Saint-Nazaire a La Guayra. Entonces, en un capítulo—cuya demasiada brevedad se deplora—habla de Venezuela, pero más de su pasado que de su presente.

      En seguida, en seis nutridos y chispeantes capítulos, describe su pintoresco viaje de Caracas a Bogotá; su paso por el mar Caribe; el viaje en el río Magdalena, y las últimas jornadas hasta llegar a la capital de Colombia. A esta simpática república presta preferentísima atención el autor: no sólo se ocupa de su historia, describe a su capital, sino que pinta a la sociedad bogotana, sin olvidar—como lo ha dicho M. Groussac—el obligado párrafo sobre el Tequendama. Detiénese el autor en estudiar la vida intelectual colombiana en el capítulo, en mi concepto, más interesante de su libro, y sobre el cual volveré más adelante. El regreso le da tema para varios capítulos en que se ocupa de Colón, el canal de Panamá, y sobre todo de Nueva York. Y aquí vuelve de nuevo la clásica descripción del Niágara.

      Tal es en esqueleto el libro de Cané. Prescindo de los primeros capítulos, a pesar de que insistiré sobre el de París, porque si bien su lectura es fácil, las aventuras a bordo del Ville de Brest no ofrecen extraordinario interés. Poco tema da el autor sobre Venezuela: más bien dicho, deja al lector con su curiosidad integra, sobreexcitada, pero no satisfecha. Sus pinceladas son vagas; parece como si quisiera concluir pronto, como si tuviera entre manos brasas ardientes. ¿Por qué?

      En cambio, sus pinturas de Bogotá, de la sociedad y de los literatos colombianos, es realmente seductora: nos hace penetrar en un recinto hasta ahora casi desconocido por la generalidad, especie de gyneceo original causado por el relativo aislamiento de la vida de Colombia. No me cansaré de ponderar esta parte del libro de Cané. Pocas lecturas más fructíferas, pocas más agradables; ejerce sobre el lector algo como una fascinación. Hay ahí una mezcla sapientísima del utile cum dulci.

      Por lo demás, el libro entero está salpicado de juicios atrevidos, de observaciones profundas. La superficialidad aparente es rebuscada: el autor, sin quererlo, se olvida con frecuencia de que se ha prometido ser tan sólo un jovial a la vez que quejumbroso compañero de viaje. Al correr de la pluma, ha emitido juicios de una precisión y exactitud admirables. Otras veces ha lanzado ideas que van contra la corriente general. El lector no se detiene mucho en los capítulos sobre París y Londres, cuando en la rápida lectura encuentra tal o cual opinión sobre Francia o Inglaterra. Pero poco a poco comprende que hay allí intención preconcebida, y cuando llega a los capítulos sobre Colombia, se encuentra insensiblemente engolfado en un análisis sutil de aquella constitución, que, según el dicho de Castelar, «ha realizado todos los milagros del individualismo moderno». Entonces se refriega los ojos, vuelve a leer, y con asombro halla que el autor critica—y critica con fuerza—el régimen federal de gobierno. Y no es la única página en que el libro ejerce una influencia sugestiva, forzando a meditar. Hay párrafos, al tratar del canal de Panamá y de los Estados Unidos, que hacen abrir tamaños ojos de asombro.

      Pero sobre algunas cuestiones tuvo ya el autor un cambio de cartas con el señor Pedro S. Lamas, como puede verse en la Revue Sud-Americaine. No volveré, pues, sobre ello, siquiera por el vulgarísimo precepto de non bis in ídem.

      Imposible me sería analizar con detención todas y cada una de las partes de este libro. Y ya que he dicho con franqueza cuál es la opinión que sobre él he formado, séame permitido ocuparme de algunos de los variadísimos tópicos que han merecido la atención del autor.

      *

       * *

      Corto es el capítulo que dedica a su estadía en París el señor Cané. Y es lástima. En esas breves páginas, hay dos o tres cuadros verdaderamente de mano maestra. Pero el autor ha sido demasiado parco: su pluma apenas se detiene: la Cámara, el Senado, la Academia: he ahí lo único que ha merecido su particular atención.

      Los párrafos dedicados a las Cámaras son bellísimos: los retratos de Gambetta, de Julio Simon y de Pelletán, perfectamente hechos.

      Es, en efecto, en sumo grado interesante, asistir a los debates de las Cámaras francesas. Cuando aún estudiaba el que esto escribe en París (1879-1880), acostumbraba asistir con la regularidad que le era posible, a las discusiones parlamentarias.

      Entonces era necesario ir expresamente por ferrocarril hasta Versailles, donde aún funcionaba el Poder Legislativo.

      Gracias a la nunca desmentida amabilidad del señor Balcarce, nuestro digno Ministro en París, conseguía con frecuencia entradas para la tribuna diplomática, donde, entonces como hoy, era necesario—son palabras del doctor Cané—«llegar temprano para obtener un buen sitio».

      La sala de sesiones de la Cámara de Diputados era realmente espléndida. Hace parte del gran palacio de Luis XIV y es cuadrilonga. El presidente estaba enfrente de la tribuna diplomática, en un pupitre elevado, teniendo a la misma altura, pero a su espalda, de un lado a varios escribientes, de otro a varios ordenanzas. Una escalera conducía a su asiento. Más abajo, la celebrada tribuna parlamentaria, a la que se sube por dos escaleras laterales. Detrás de ésta, y a ambos lados, una serie de secretarios escribiendo o consultando libros o papeles, sea

Скачать книгу