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He ahí por qué el mármol y el lienzo son inferiores a la música, que abre horizontes infinitos, dibuja catedrales medioevales, envuelve en nubes de blanca luz sideral, lleva en sus ondas invisibles mujeres de una belleza soñada, os convierte en héroes, trae lágrimas a los ojos, pensamientos serenos al cerebro, recorre, en fin, la gama entera e infinita de la imaginación...

      A las dos de la tarde, a la Cámara o al Senado. En la primera preside Gambetta, con su eterno espíritu chispeante, levantando un debate de los bajos fondos del fastidio como una palabra que trae sonrisas hasta a los labios legitimistas. Un ruido infernal, una democracia viva y palpitante, un movimiento extraordinario; en la tribuna, elocuencia de mala ley, verbosa y vacía unas veces, metódica y abrumadora otras. He ahí que la trepa una nueva edición de los ministros de guerra argentinos, de antes de la expedición al Río Negro; oigámosle: «La razón por la cual no ha sido posible batir hasta ahora a Alboumena, es simplemente la falta de caballos. El árabe, veloz, ligero, sin los útiles que la vida civilizada hace indispensables al soldado francés, vuela sobre las llanuras, mientras el pesado jinete europeo lo persigue inútilmente». Conozco, conozco el refrán. He aquí un comunista melenudo que acaba de despeñarse desde la cúspide de la extrema izquierda para tomar la tribuna por asalto, donde gesticula y vocifera pidiendo la abolición del presupuesto de cultos. Las izquierdas aplauden; el centro escribe, lee, conversa, se pasea, perfectamente indiferente; la derecha atruena el aire con interrupciones. Un hombre delgado reemplaza al fanático y lo sucede con la misma intemperancia, intransigencia, procacidad vulgar: es el obispo de Angers. Las izquierdas ríen a carcajadas, el centro sonríe, la derecha protesta, aplaude con frenesí. Gambetta lee tranquilamente, de tiempo en tiempo, sin apartar los ojos del libro, estira la mano y busca a tanteo la campanilla y la hace vibrar: «Silence, Messieurs, s'il vous plait!»—repiten cuatro ujieres, con voz desde soprano hasta bajo subterráneo. Nadie hace caso; el ruido aumenta, se hace tormenta, luego el caos. El orador se detiene y la ausencia de su letanía llama a la vida real a Gambetta, que levanta la cabeza, ve las olas alborotadas, destroza una regla contra la mesa, da un campanilleo de cinco minutos, adopta un aire furibundo, se pone de pie y grita: «Mais c'est intolérable! Veuillez écouter, Messieurs!» Luego, toma el anteojo de teatro, recorre las tribunas pobladas de señoras, hace sus saludos con la mano, recibe veinte cartas, habla con cuarenta diputados que suben a su asiento para apretarle la mano; y mientras lee, mira, habla, escribe o bosteza, agita sin reposo la incansable regla contra la mesa, y repite, de rato en rato, como para satisfacción de conciencia, su eterno «Veuillez écouter, Messieurs!», que los ujieres, como un eco, propagan por los cuatro ámbitos del semicírculo.

      Entretanto, abajo se desenvuelven escenas de un cómico acabado; el intransigente Raspail da de tiempo en tiempo un grito y Gambetta lo invita a acercarse a la tribuna a fin de poder ser oído en sus interrupciones sin sacrificio de su garganta. Baudry-d'Asson, un nulo de la derecha, cuyo faldón izquierdo está en manos del obispo de Angers, lanza improperios a cada instante, a pesar de los reiterados tirones de su mentor; a despecho del orador, se traban diálogos particulares insoportables; los ministros, en los bancos centrales, conversan con animación, mientras son vehemente y personalmente interpelados en la tribuna, y sobre toda aquella vocería, movimiento, exasperaciones, risas, gritos y denuestos, las tribunas silenciosas, graves, inmóviles en su perfecto decoro.

      En el Senado, el ideal de Sarmiento. Desde las altas tribunas, la Cámara parece un campo de nieve. Cabezas blancas por todas partes. Preside León Say, con su insoportable voz de tiple, gangosa y nasal. Ancianos que entran apoyándose en sus bastones y cuyos nombres vuelan por la barra. Son las viejas ilustraciones de la Francia, en las letras, en las artes, en la industria, en la ciencia y en la política. Bulliciosos también los viejecitos; los años no les pueden hacer olvidar que son franceses. La regla y la campanilla del presidente están en continuo movimiento. El espectador tiene gana de exclamar: «Fi donc, Messieurs; a votre âge!» Nadie escucha al orador, hasta que la orden del día llama a la discusión de la ley de imprenta, en revisión de la Cámara de Diputados. Por un artículo se impone a los funcionarios públicos la acusación de calumnia. Julio Simon se dirige a la tribuna; distinguidísima figura de anciano, cara inteligente, voz débil y una habilidad parlamentaria portentosa. Protesta contra el espíritu del artículo; a su juicio, los funcionarios tienen el derecho de ser calumniados; su única acción, la única defensa a que deben acudir, es su conducta, irreprochable, sin sombras. En cuestiones de prensa quiere la libertad hasta la licencia. Se le oye con atención y respeto; pero los republicanos de la situación creen que el propósito del adversario de Gambetta es destruir la bondad de la ley, llevando las concesiones hasta los últimos límites y haciéndola odiosa a las clases conservadoras. Simon está en pleno triunfo; hace pocos días, con motivo de la ley de educación, ha conseguido introducir por asalto el nombre de Dios en la cola de un artículo. Por el momento, desenvuelve una lógica de hierro, y ocupando audazmente el terreno de sus contrarios, hace flamear con más vigor su propio estandarte. La derecha aplaude y vota con él. Un hombre de fisonomía adusta, entrecano, voz fuerte, sucede en la tribuna al eminente filósofo. Es Pelletán, el riguroso contendor del imperio, el compañero de Simon en el Cuerpo Legislativo, el autor de aquellos panfletos candescentes de La profesión de fe del siglo XIX, el Mundo marcha, etc. No habla, pontifica; no arguye, declama. Se agita como sobre un trípode y sus palabras se arrastran o retumban con acentos proféticos. Destruye, no obstante, la sofística de Simon, y sin injuriarlo por su intención, hace ver el caos que sobrevendría a la prensa sin ningún género de moderador. El voto le da el triunfo.

      Luego, la sesión se arrastra, levántome y tomo mi sombrero para trasladarme al Palacio Borbón. En el Senado encuentro siempre vacía la tribuna diplomática; en la Cámara tengo que llegar temprano, para obtener un buen sitio. Es que aquí, Gambetta por sí solo, es un espectáculo, y todos los extranjeros de distinción que llegan a París, obtienen tarjetas de sus ministros respectivos, se instalan en la tribuna diplomática y se hacen insoportables por sus preguntas en inglés, alemán, turco, italiano o griego, sobre quién es el que habla, si Gambetta hablará, cuál es Paul de Cassagnac, cuál Clemenceau, dónde está Ferry, por qué se ríen, cuál es la derecha, etc., etc.

      Estaba en París el 14 de julio y presencié la fiesta nacional. La revista militar en Longchamps fue pequeña: 15.000 hombres a lo sumo.

      He ahí los altos dignatarios del Estado. El aspecto de M. Grévy me trae a la memoria un pensamiento de La Bruyère, que él sin duda ha meditado: «Los franceses aman la seriedad en sus príncipes». Aquel rostro es de piedra; las facciones tienen una inmovilidad de ídolo, los ojos no expresan nada y miran siempre a lo lejos, los labios no tienen color ni expresión. Movimientos de una cultura glacial, de una rigidez automática, aunque sin afectación. Es el tipo de la severa seriedad republicana, como Luis XIV lo fue de la pomposa seriedad monárquica. El director Posadas decía en 1814: «No conseguiremos vivir tranquilamente y en orden mientras seamos gobernados por personas con quienes nos familiaricemos». Es una verdad profunda que puede aplicarse a todos los pueblos; el poder requiere formas exteriores, graves, serenas, y el que lo ejerce debo rodearse, no ya de la majestad deslumbradora de una corte real, pero sí de cierto decoro que imponga a las masas. M. Grévy, no sólo es querido y respetado hoy por todos los republicanos franceses, sino que los partidos extremos, hasta las irascibles duquesas del viejo régimen, tienen por él alta consideración.

      Gambetta, casi obeso, rubicundo, entrecano, lo acompaña, así como León Say y los ministros. Todos los anteojos se clavan en el grupo, pero la primera mirada es para Gambetta. El prestigio del poder atrae y fascina. ¡Qué fuertes son los hombres que consiguen sobreponerse a esa atmósfera de embriaguez en que viene envuelta la popularidad!...

      Llega la noche; la circulación de carruajes se ha prohibido en las arterias principales. Por calles traviesas me hago conducir hasta la altura del Arco de Triunfo, echo pie a tierra, enciendo un buen cigarro, trabajo por la moral pública ocultando mi reloj para evitar tentaciones a los patriotas extranjeros y heme al pie del monumento, teniendo por delante la Avenida de los Campos Elíseos, con su bellísima ondulación, literalmente cuajada de gente e iluminada a giorno por millares de picos de gas y haces de luz eléctrica. Me pongo en marcha entre el tumulto. Del lado del bosque, el cielo está cubierto de miriadas de luces de colores, cohetes, bombas que estallan en las alturas y caen en lluvias

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