Скачать книгу

coleccionista—y por lo tanto adoraba a aquellos dos santos varones; pero más a don Cupertino, quien con frecuencia unía al cordero infaltable, una gallina gorda, un canasto de huevos frescos, una maletada de duraznos, y, en ocasiones, una lechiguana gorda, que era una de las debilidades del virtuoso párroco.

      —¡Ah, la lichidiguana!... ¡Come mi gusta la lichidiguana!...

      Don Cupertino, hombre sobrio, esclavo del deber, era siempre el primero en llegar a la sacristía. Sin embargo, ocurrió una vez en que, llegando a la hora habitual, se encontró con que su vecino le había precedido.

      —Lu dun Brulio l'ha che ganatu il terone ista volta,—díjole el cura.

      Sorprendido, presintiendo una trastada, don Cupertino preguntó:

      —¿Y ande está?

      —¿Ande quiere qu'estase?... ¡A l‘iglesia, rodillao devanti San Jenaro, gulpiá qui gulpiá lo picho!...

      Don Cupertino tuvo una idea:

      —Si usted quiere, padre, yo mesmo vi a desollar el cordero, porqu'es muy gordo y lo va echar a perder su cocinera maturranga.

      —Cume ta parezca, don Cupertini... Venise pe lu patio.

      Fueron ambos. El estanciero colgó y desolló concienzudamente el borrego.

      —¡Madona!... ¡Cume e gordo!...

      —Rigularcito—respondió con modestia don Cupertino; y mientras arreglaba el cuero, preguntó observando uno recién estirado.

      —¿Y este, padre?

      —Es el de don Brulio.

      —¡Canalla!—exclamó en el colmo de la indignación.

      —¿Cume canalla?...

      —¡Pero sí, padre!... ¿No ve las orejas?...

      —¡Sicuro!... Tiene orecas come tudos los corderos…

      —¿Pero no ve la señal?... ¡Punta e' lanza en la izquierda, sarcillo de arriba en la derecha!... !Mi señal!...

      El fraile quedó asombrado.

      —¡Ma si cuesto e vero, e propio un canalla!...

      El cura continuó manifestando su indignación, mientras don Cupertino observaba uno por uno los cueros apilados. Había cincuenta y ocho: tres de su señal, veintiseis de distintas señales de linderos y veintinueve señal de don Braulio. Porque él, don Cupertino, sólo le robaba a don Braulio. Quedó satisfecho, y cuando el cura le dijo:

      —Que hay qui denunciarle a la justicia a cuesto porcaccione—él contestó humildemente:

      —No padre. ¡Por tan poca cosa! Cristo manda perdonar, ¡yo perdono!...

      Don Tadeo miró el cordero gordo, se le hizo agua la boca y exclamó emocionado:

      —¡Qui santo varone!...

       Índice

      Estaba obscureciendo cuando don Fidel regresó de su gira por el campo. Los peones que mateaban en el galpón y lo vieron acercarse al lento tranco de su tordillo viejo,—ya casi blanco de puro viejo,—observaron primero el balanceo de las gruesas piernas, luego la inclinación de la cabeza sobre el pecho, y, conociéndolo a fondo, presagiaron borrasca.

      —Pa mí que v'a llover—anunció uno.

      —Pa mí que v'a tronar,—contestó otro; y Sandalio, el capataz, muy serio, con aire preocupado, agregó:

      —Y no será difícil que caigan rayos.

      Casi todos ellos, nacidos y criados en el establecimiento, casi todos ellos hijos y nietos de servidores de los Moyano, conocían perfectamente a don Fidel.

      Grandote, panzudo, barbudo, tenía el aspecto de un animal potente, inofensivo para quien no le agrediera, temible para quien se permitiese fastidiarlo.

      Fué siempre liso como badana y límpido cual agua de manantial. Habitualmente, recias carcajadas hacían estremecer el intrincado bosque de sus barbas, como se estremecen alegres los pajonales, cuando en el bochorno estival, la fresca brisa vespertina, mojada en agua del río, hace cimbrar con su risa las lanzas enhiestas, enclavadas en el cieno del bañado.

      Empero, al llegar a la cincuentena, cuando murió su mujer de una manera trágica y algo misteriosa, el carácter de don Fidel cambió en forma sensible.

      Normalmente era el mismo de antes, bondadoso y justo, severo, pero ecuánime; mas, de tiempo en tiempo y sin causa aparente, tornábase irascible, violento y atrabiliario, lanzando reproches infundados y sosteniendo ideas absurdas, al solo objeto de que los inculpados se defendiesen, o los interpelados le contradijeran, para exacerbarse, montar en cólera y desatarse en denuestos y amenazas.

      Pasada la crisis, volvía a ser el hombre bueno, más suave que maneador bien sobado y bien engrasado con sebo de riñonada.

      Las gentes de la estación lo conocían bien; y dado que, aparte de quererlo y respetarlo y temerlo, encontraban mucha ventaja en su servicio, sabían «hacer el perro»—callar y agacharse,—cuando tronaba en lo alto.

      Don Fidel descendió del caballo dentro de la enramada, y al volverse se encontró con Felisa, su sobrina y ahijada, quien, juntando las manos, imploró humildemente:

      —¿La bendición, padrino?...

      El la miró; trató de corregir la aspereza de su semblante y dijo:

      —Dios l'haga una santa.

      Entre estas dos frases rápidas, un peón había acudido y tomado la rienda del caballo, mientras otro, no menos solícito, desprendía la sobrecincha y se apresuraba a desensillar.

      Don Fidel rabió con aquella solicitud que le impedía estallar en reproches; pero se contuvo, y entregando a Felisa la escopeta que llevaba en la mano, le dijo:

      —Llevá p'al cuarto; y tené cuidao qu'está cargada con bala.

      Ella tomó el arma, dió vuelta, anduvo un paso y volviéndose interrogó con voz de inocencia:

      —¿Los dos caños están cargaos con bala?

      —¡Los dos!—respondió con aspereza el viejo; y luego, por natural sentimiento de bondad, agregó dulcificando el acento:

      —Tené cuidao...

      Ella se fué hacia las habitaciones de la estancia, y don Fidel penetró en el galpón. Un peón le ofertó de inmediato un «amargo» que el estanciero, con el gañote seco, aceptó. Tomando un banquito, se sentó, en la rueda, cerca del fogón. Y mientras chupaba el mate, dijo:

      —Anduve recorriendo... En el bañao de las cruces encontré una vaca bragada, muerta y medio podrida, sin sacarle el cuero...

      —Yo la vide, patrón,—respondió el capataz;—murió de grano malo y por eso no mandé cueriarla...

      El estanciero, sin dignarse mirar ni responder al descargo de su subalterno, continuó:

      —En la majada del Bajo Chico vide sinnúmero de ovejas señal horqueta del vasco Ismendi.

      Pacíficamente, el capataz explicó:

      ---Jué un entrevero causao por la lluvia el domingo, que voltió un lienzo 'e alambrao y pa fin de apartar yo le he dao rodeo a Ismendi mañana a las cinco 'e la mañana...

      Don Fidel hizo como si no hubiera oído el descargo de su administrador, por quien experimentaba una hostilidad que en vano intentaba disimular. Y dijo con sequedad:

      —¡Debía haber empezao por componer el alambrao!

      Generalmente, el viejo mayordomo dejaba sin réplica las acusaciones del patrón; pero aquella tarde parecía tener empeño en avivar su mal humor

Скачать книгу