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a Rodgers que cogiera el revólver?

      —Sí. Estaba muy tranquilo, pero había mucha tensión en el ambiente porque nadie sabía si Rodgers iba a volver a disparar. Seguía apuntando a Huck con la Glock. Y Carlson todavía tenía la escopeta.

      —Pero nadie volvió a disparar.

      —No.

      —¿Pudo ver si alguien tenía el dedo en el gatillo?

      —No.

      —¿Y no vio al señor Huckabee entregarle el revólver a nadie?

      —No.

      —¿Vio que se lo guardara? ¿O que lo dejara en el suelo?

      —No… —Meneó la cabeza—. Me preocupaba más que le hubieran disparado.

      —Está bien. —Tomó un par de notas más antes de levantar la vista—. ¿Qué es lo siguiente que recuerda?

      Charlie no sabía qué recordaba a continuación. ¿Se había mirado las manos como se las miraba en ese momento? Recordaba claramente el ruido de la respiración agitada de Carlson y Rodgers. Parecían tan aterrorizados como ella: sudaban copiosamente y el movimiento de su pecho al subir y bajar era visible pese a que llevaban gruesos chalecos antibalas.

      «Mi hija tiene la edad de esa niña».

      «Pink fue mi entrenador».

      Carlson no se había abrochado el chaleco antibalas, cuyos lados ondeaban, abiertos, cuando entró corriendo en el colegio con la escopeta. Ignoraba qué iba a encontrar cuando doblara la esquina: cadáveres, una carnicería, una bala directa a la cabeza.

      Si nunca habías visto nada parecido, podías hundirte para siempre.

      —Señora Quinn —dijo Delia—, ¿quiere que hagamos una pausa?

      Charlie pensó en la cara aterrorizada de Carlson cuando resbaló en el charco de sangre. ¿Tenía lágrimas en los ojos? ¿Se estaba preguntando si la niña muerta a unos pasos de distancia era su propia hija?

      —Quiero irme ya. —No supo que iba a pronunciar aquellas palabras hasta que las oyó salir de su boca—. Me voy.

      —Debería terminar su declaración. —Delia sonrió—. Solo le robaré un par de minutos más.

      —Prefiero terminarla en otro momento. —Se agarró a la mesa para poder levantarse—. Ha dicho que era libre de irme.

      —Desde luego. —Delia Wofford se mostró de nuevo inmutable. Le ofreció una tarjeta de visita—. Confío en que volvamos a hablar muy pronto.

      Charlie cogió la tarjeta. Seguía viendo borroso. Su estómago bombeaba ácido hacia su garganta.

      —Te acompaño a la puerta de atrás —dijo Ben—. ¿Seguro que puedes volver andando al despacho?

      Charlie no estaba segura de nada, salvo de que tenía que salir de allí. Aquellas cuatro paredes la agobiaban. No podía respirar por la nariz. Se asfixiaría si no salía de aquella habitación.

      Ben se metió su botella de agua en el bolsillo de la chaqueta. Abrió la puerta. Charlie estuvo a punto de caerse al salir al pasillo. Apoyó las manos contra la pared de enfrente. Cuarenta años de pintura habían alisado los bloques de cemento. Pegó la mejilla a su fría superficie. Respiró hondo un par de veces y esperó a que remitieran las náuseas.

      —¿Charlie? —dijo Ben.

      Se dio la vuelta. De pronto los separaba un río de gente. El edificio estaba atestado de policías. Mujeres y hombres musculosos, armados con grandes rifles sujetos al pecho, iban apresuradamente de acá para allá. Agentes de la policía del estado. Ayudantes del sheriff. Patrulleros de tráfico. Ben tenía razón: se habían presentado todos. Observó las letras que llevaban impresas a la espalda: GBI, FBI, ATF, SWAT, ICE, BRIGADA DE ARTIFICIEROS.

      Cuando por fin se despejó el pasillo, Ben tenía su teléfono en las manos. Guardaba silencio mientras sus pulgares se movían por la pantalla.

      Charlie se recostó en la pared y esperó a que acabara de enviar el mensaje. Quizás estuviera escribiendo a aquella chica de veintiséis años de su oficina. Kaylee Collins. Era su tipo. Charlie lo sabía porque, a esa edad, también ella era su tipo.

      —Mierda. —Los pulgares de Ben siguieron tocando la pantalla—. Dame un segundo.

      Charlie podría haber salido sola de la jefatura de policía. Podría haber recorrido a pie las seis manzanas que la separaban de su despacho.

      Pero no lo hizo.

      Observó la cabeza de Ben, el modo en que el cabello le crecía desde la coronilla formando un remolino. Deseó acurrucarse contra su cuerpo. Extraviarse en él.

      Pero, en lugar de hacerlo, se repitió en silencio las frases que había ensayado en el coche, en la cocina, a veces incluso delante del espejo del cuarto de baño:

      «No puedo vivir sin ti.

      Los últimos nueve meses han sido los más solitarios de toda mi vida.

      Por favor, vuelve a casa porque ya no lo soporto más.

      Lo siento.

      Lo siento.

      Lo siento».

      —Otro caso se ha complicado, nos han echado abajo el trato al que habíamos llegado con el acusado. —Ben se guardó el teléfono en el bolsillo de la chaqueta. Chocó con la botella de agua medio vacía de Charlie—. ¿Lista?

      No tuvo más remedio que echar a andar. Mantuvo las puntas de los dedos pegadas a la pared y se puso de costado cuando pasaron más policías vestidos de negro. Tenían una expresión fría, insondable. O iban a alguna parte o volvían de algo, con la mandíbula apretada para enfrentarse al mundo.

      «Ha sido un tiroteo en una escuela».

      Charlie había estado tan concentrada en el qué que había olvidado el dónde.

      No era ninguna experta, pero conocía lo suficiente ese tipo de investigaciones como para saber que cada nuevo tiroteo en un colegio daba forma al siguiente. Columbine, Virginia Tech, Sandy Hook. Los organismos policiales estudiaban esas tragedias a fin de impedir, o al menos de entender, la siguiente.

      La ATF peinaría el colegio en busca de explosivos porque otros agresores los habían empleado antes. El GBI buscaría cómplices porque en ocasiones, aunque rara vez, los había. Los perros adiestrados buscarían mochilas sospechosas en los pasillos. Inspeccionarían cada taquilla, cada mesa, cada armario en busca de explosivos. Los investigadores buscarían el diario de Kelly o una lista de objetivos, planos del colegio, alijos de armas, un plan de asalto. Los informáticos revisarían los ordenadores, los teléfonos, las páginas de Facebook, las cuentas de Snapchat. Todo el mundo buscaría un móvil, pero ¿cuál podían encontrar? ¿Qué podía alegar una chica de dieciocho años para explicar por qué había decidido cometer un asesinato a sangre fría?

      Eso era ahora problema de Rusty. El tipo de asunto espinoso, tanto en un sentido jurídico como moral, que le hacía levantarse de la cama por las mañanas.

      Una forma de ejercer la abogacía que a Charlie siempre le había repugnado.

      —Vamos. —Ben echó a andar delante de ella. Caminaba siempre a grandes zancadas porque apoyaba demasiado peso en la parte delantera del pie.

      ¿Sufría maltrato Kelly Wilson? Con ese interrogante daría comienzo Rusty Quinn a sus pesquisas. ¿Había algún atenuante que pudiera librarla del corredor de la muerte? Iba un curso retrasada en la escuela. ¿Indicaba ello un bajo coeficiente intelectual? ¿Una discapacidad? ¿Era Kelly Wilson capaz de distinguir el bien del mal? ¿Podía tomar parte en su propia defensa, como exigía la ley?

      Ben empujó la puerta de salida.

      ¿Era Kelly Wilson un monstruo? ¿Era esa la explicación: la única explicación que carecía de sentido? ¿Les diría Delia Wofford a los padres de

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