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Braulio eres», como en el cuento de Larra.

      —No; de ninguna manera; mi entusiasmo por la vida del campo no importa una condenación a la vida en las grandes ciudades.

      —Pero prefieres la primera.

      —¡Con toda mi alma!

      —Luego no te gusta vivir en Buenos Aires.

      —Que no me gusta...—replicó Melchor, subrayando las palabras,—tanto como eso... a mí me gusta Buenos Aires como el mar, al que se parece.

      —¿Que Buenos Aires se parece al mar?

      —¡Ya lo creo! Como el mar es inmenso, como el mar tiene tempestades, borrascas, abismos y movimientos arrolladores y hasta en sus grandes calmas se parece.

      —¿Y por eso no te gusta?

      —Me gusta como el mar: para bañarme; pero no para quedarme en él; me gusta Buenos Aires para pasar breves temporadas; ¡pero me sofoca la vida entre más de un millón de personas que se agitan, hablan, se mueven, atropellan, contagian, pegan, muerden!

      —¡¡Luján!!—gritó en el andén la misma formidable voz de los «booletos».

      —¿Tendremos tiempo de bajar?—preguntó Lorenzo.

      —Algunos minutos—repuso Melchor;—bajemos.

      —¡Cuánta gente baja aquí!—dijo Ricardo al pisar el andén.

      —Son peregrinos en su mayor parte, devotos de la Virgen de Luján.

      —¡Pero cuántos! Fíjate... ¡Siguen bajando!

      —Esto es muy frecuente; vienen no sólo de Buenos Aires, sino hasta del exterior.

      —¡Qué cosa bárbara!—exclamó Ricardo, agregando:—¿Y todos éstos creerán?

      —Si no creyeran—le contestó Melchor,—no vendrían a traer sus ofrendas y sus preces.

      —Eso... no...—replicó Ricardo, como distraídamente.—¿Vamos a ver?

      —¿A ver qué?

      —A ver qué hacen... cómo se forman... adónde van...

      —No hacen nada; no se forman, porque no vienen regimentados, y van, probablemente, a la basílica, cada uno por su cuenta o en grupos.

      —¿Van caminando?...

      —¿Y cómo quieres que vayan?

      —Yo creía que irían hincados—dijo burlonamente Ricardo.

      —Quizá no falten quienes vayan así, por alguna promesa o por fanatismo.

      —Subamos, ché, que va a ser la hora.

      De nuevo en sus asientos, Ricardo reanudó el tema, diciendo:

      —Deben ser felices los que creen, ¿eh?

      —Si la felicidad está en creer—repuso Melchor,—todos deben ser felices.

      —Todos los que creen.

      —¿Y tú crees que haya excepciones?

      —¡Cómo no ha de haberlas! y de primera fuerza: pregúntaselo a Voltaire.

      —¿A Voltaire? ¡Qué mal ejemplo has presentado!...

      ¿Por qué?—repuso Ricardo, turbado visiblemente, pero dando a su voz una inflexión destinada a disimular la contrariedad de haber citado por oídas, ya que nunca había leído ni una línea del famoso escritor francés.

      —Porque cuando Voltaire tuvo viruelas llamó al confesor.

      —No lo recuerdo...

      —Sí; lo llamó, y no debía ser tan descreído cuando ante la idea de morir quiso ponerse bien con Dios.

      —¿Es cierto eso, Melchor?—preguntó Lorenzo.

      —Rigurosamente cierto: Voltaire hizo lo que todos; lo que aquel filósofo positivista que al terminar una conferencia negando la existencia del alma, anunció la próxima, diciendo a su auditorio: «el sábado, si Dios quiere, demostraré que no hay Dios».

      —Por lo visto, eres todo un creyente—dijo Ricardo.

      —Yo sí, ché; ¿para qué negarlo?

      —Desde luego; creer y negar que se cree, debe ser cuando menos fatigoso...

      —¡Y es... tan común!

      —¿Lo dices por mí?

      —¡Hombre!... tú me has dicho recién cosas peores.

      —Que has querido considerarlas así y tomar ahora una revancha sangrienta.

      —¡Sangrienta!...

      —Pues es nada: me dices mentiroso, hipócrita... casi apóstata.

      —¡Apóstata!... ¡qué gracioso!

      —Advierte que el ateísmo y el panteísmo se dan la mano y que si me supones renegando de «mi» religión, me colocas en plena apostasía.

      —¡Es ir lejos!

      —Tú me llevas...

      —¡Qué he de llevarte!... ¡Acaso explicablemente no he hablado nunca de religión contigo y al tocar incidentalmente el tema he creído ver confirmadas las mismas sospechas que me retrajeron antes, si alguna vez pensé hablarte de estas cosas.

      —¿Puedo saber de qué índole son esas «sospechas», señor médico?...

      —¡Qué tema tan aburrido!—interrumpió Lorenzo.

      —¿Aburrido?... ¿por parte de quién? ¿de Ricardo?... ¿o de mí?

      —No he dicho que ustedes hagan aburrido el tema, sino que lo es en sí mismo.

      —¿Por qué?

      —Porque hablarán todo el día y todo el mes sin arribar a nada.

      —¡Quién sabe!...

      —Sí, ché... Lorenzo tiene razón; entre un materialista y un espiritualista como tú...

      —O como tú...

      —¿Cómo yo?

      —¡Como tú y como todos! Yo sé que «viste mucho» eso de darse a filosofías spencerianas y diferir con los pobres de espíritu que creemos en Dios y sostener que descendemos del mono—aunque no sepamos de dónde desciende el mono,—y aunque se acabe por llamar al confesor en cuanto aparecen viruelas.

      —Será así; yo me quedo con mis ideas evolucionistas.

      —¡Pero tu evolucionismo necesita un punto de partida, una base de evolución, un átomo de vida!

      —Perfectamente.

      —¡Y bien: ahí, ahí está Dios!

      —¿Tan chiquito es Dios?

      —Tan chiquito para caber en el átomo como grande para llenar el Universo.

      —¿También está en todo el Universo?

      —¡Bah! Contigo no se puede discutir esto porque haces broma, como socorrido recurso de impotencia, desde que en lo íntimo tú eres tan creyente y tan cristiano como yo.

      —¡Qué voy a ser!

      —¡Eres! y eres porque es tu madre, en cuyo seno has bebido estas ideas y en cuyo hogar se cree en Dios y se observan los principios de la moral cristiana que tú mismo practicas a cada rato.

      —Eso es cuestión de educación.

      —Sí, en cuanto a la moral que observamos; pero ello nada tiene que ver con nuestros sentimientos religiosos.

      —Que yo no tengo.

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