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a orillas de la cual discurría una de las grandes arterias del Londres suburbial.

      Lestrade, flaco y con su aire de animal de presa, estaba en pie junto al umbral, desde donde nos dio la bienvenida a mi amigo y a mí.

      —Este caso va a traer cola —observó—. No se le compara ni uno sólo de los que he visto antes, y llevo tiempo en el oficio.

      —¿Alguna pista? —dijo Gregson.

      —En absoluto —repuso Lestrade.

      Sherlock Holmes se aproximó al cuerpo, e hincándose de rodillas lo examinó cuidadosamente.

      —¿Están seguros de que no tiene ninguna herida? —inquirió al tiempo que señalaba una serie de manchas y salpicaduras de sangre en torno al cadáver.

      —¡Desde luego! —clamaron los detectives.

      —Entonces, cae de por sí que esta sangre pertenece a un segundo individuo... Al asesino, en el supuesto de que se haya perpetrado un asesinato. Me vienen a las mientes ciertas semejanzas de este caso con el de la muerte de Van Jansen, en Utrecht, allá por el año treinta y cuatro. ¿Recuerda usted aquel suceso, Gregson?

      —No.

      —No deje entonces de acudir a los archivos. Nada hay nuevo bajo el sol... Cada acto o cada cosa tiene un precedente en el pasado.

      Al tiempo sus ágiles dedos volaban de un lado para otro, palpando, presionando, desabrochando, examinando, mientras podía apreciarse en los ojos esa expresión remota a la que antes he aludido. Tan presto llegó el reconocimiento a término, que nadie hubiera podido adivinar su exactitud exquisita. La operación de aplicar la nariz a los labios del difunto, y una ojeada a las botas de charol, pusieron el punto final.

      —Me dicen que el cuerpo no ha sido desplazado —señaló interrogativamente.

      —Lo mínimo necesario para el fin de nuestras pesquisas.

      —Pueden llevarlo ya al depósito de cadáveres —dijo Holmes—. Aquí no hay nada más que hacer.

      Gregson disponía de una camilla y cuatro hombres. A su llamada penetraron en la habitación, y el extraño fue aupado del suelo y conducido fuera. Cuando lo alzaban se oyó el tintineo de un anillo, que rodó sobre el pavimento. Lestrade, tras haberse hecho con la alhaja, le dirigió una mirada llena de confusión.

      —En la habitación ha estado una mujer —observó—. Este anillo de boda pertenece a una mujer...

      Y mientras así decía, nos mostraba en la palma de la mano el objeto hallado. Hicimos corro en torno a él y echamos una ojeada. Saltaba a la vista que el escueto aro de oro había adornado un día la mano de una novia.

      —Se nos complica el asunto —dijo Gregson—. ¡Y sabe Dios que no era antes sencillo!

      —¿Está usted seguro de que no se simplifica? —repuso Holmes—. Veamos, no va a progresar usted mucho con esa mirada de pasmo..., ¿encontraron algo en los bolsillos del muerto?

      —Está todo allí —dijo Gregson señalando unos cuantos objetos reunidos en montón sobre uno de los primeros peldaños de la escalera—. Un reloj de oro, número noventa y siete ciento sesenta y tres, de la casa Barraud de Londres. Una cadena de lo mismo, muy maciza y pesada. Un anillo, también de oro, que ostenta el emblema de la masonería. Un alfiler de oro cuyo remate figura la cabeza de un bulldog, con dos rubíes a modo de ojos. Tarjetero de piel de Rusia con unas cartulinas a nombre de Enoch J. Drebber de Cleveland, título que corresponde a las iniciales E. J. D. bordadas en la ropa blanca. No hay monedero, aunque sí dinero suelto por un montante de siete libras trece chelines. Una edición de bolsillo del Decamerón de Boccaccio con el nombre de Joseph Stangerson escrito en la guarda. Dos cartas, dirigida una a E. J. Drebber, y a Joseph Stangerson la otra.

      —¿Y la dirección?

      —American Exchange, Strand, donde debían permanecer hasta su oportuna solicitación. Proceden ambas de la Guion Steamship Company, y tratan de la zarpa de sus buques desde Liverpool. A la vista está que este desgraciado se disponía a volver a Nueva York.

      —¿Ha averiguado usted algo sobre el tal Stangerson?

      —Inicié las diligencias de inmediato —dijo Gregson—. He puesto anuncios en todos los periódicos, y uno de mis hombres se halla destacado en el American Exchange, de donde no ha vuelto aún.

      —¿Han establecido contacto con Cleveland?

      —Esta mañana, por telegrama.

      —¿Cómo lo redactaron?

      —Tras hacer una relación detallada de lo sucedido, solicitamos cuanta información pudiera sernos útil.

      —¿Hizo hincapié en algún punto que le pareciese de especial importancia?

      —Pedí informes acerca de Stangerson.

      —¿Nada más? ¿No existe para usted ningún detalle capital sobre el que repose el misterio de este asunto? ¿No telegrafiará de nuevo?

      —He dicho cuanto tenía que decir —repuso Gregson con el tono de amor propio ofendido.

      Sherlock Holmes rió para sí, y parecía presto a una observación, cuando Lestrade, ocupado durante el interrogatorio en examinar la habitación delantera, hizo acto de presencia, frotándose las manos con mucha fachenda.

      —El señor Gregson —dijo—, acaba de encontrar algo de suma importancia, algo que se nos habría escapado si no llega a darme por explorar atentamente las paredes.

      Brillaban como brasas los ojos del hombrecillo, a duras penas capaz de contener la euforia en él despertada por ese tanto de ventaja obtenido sobre su rival.

      —Síganme —dijo volviendo a la habitación, menos sombría desde el momento en que había sido retirado su lívido inquilino—. ¡Ahora, aguarden!

      Encendió un fósforo frotándolo contra la suela de la bota, y lo acostó a guisa de antorcha a la pared.

      —¡Vean ustedes! —exclamó, triunfante.

      He dicho antes que el papel colgaba en andrajos aquí y allá. Justo donde arrojaba ahora el fósforo su luz, una gran tira se había desprendido del soporte, descubriendo un parche cuadrado de tosco revoco. De lado a lado podía leerse, garrapateada en rojo sangriento, la siguiente palabra:

      RACHE

      —¿Qué les parece? —clamó el detective alargando la mano con desparpajo de farandulero—. Por hallarse estos trazos en la esquina más oscura de la habitación nadie les había echado el ojo antes. El asesino o la asesina los plasmó con su propia sangre. Observen esa gota que se ha escurrido pared abajo... En fin, queda excluida la hipótesis del suicidio. ¿Por qué hubo de ser escrito el mensaje precisamente en el rincón? Ya he dado con la causa. Reparen en la vela que está sobre la repisa. Se encontraba entonces encendida, resultando de ahí una claridad mayor en la esquina que en el resto de la pieza.

      —Muy bien. ¿Y qué conclusiones saca de este hallazgo suyo? —preguntó Gregson en tono despectivo.

      —Escuche: el autor del escrito, hombre o mujer, iba a completar la palabra «Rachel» cuando se vio impedido de hacerlo. No le quepa duda que una vez desentrañado el caso saldrá a relucir una dama, de nombre, precisamente... ¡Sí, ría cuanto quiera, señor Holmes, mas no olvide, por listo que sea, que después de habladas y pensadas las cosas, no resta mejor método que el del viejo perro de rastreo!

      —Le ruego que me perdone —repuso mi compañero, quien había excitado la cólera del hombrecillo con un súbito acceso de risa—. Sin duda corresponde a usted el mérito de haber descubierto antes que nadie la inscripción, debida, según usted afirma, a la mano de uno de los actores de este drama. No me ha dado lugar aún a examinar la habitación, cosa a la que ahora procederé con su permiso.

      Esto dicho, desenterró de su bolsillo una cinta métrica y una lupa, de grueso cristal y redonda armadura. Pertrechado con semejantes herramientas,

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