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evidente que ese tipo de decisiones son muy diferentes de aquellas que se producen de un modo espontáneo, sin una previa racionalidad. No se trata de «coleccionar experiencias», sino de «crearlas», de hacer posible aquellas que fortalezcan la relación a través del conocimiento del otro: sus motivos, sus intenciones o sus deseos. Como fruto de esa relación interpersonal, la interiorización del otro permite al decisor descubrir de modo experimental –sentir– una profunda satisfacción al verse correspondido.

      Este punto abre un inmenso panorama para la ecología –tanto medioambiental como humana– y para toda aquella ciencia en la que, de un modo u otro, intervenga la persona. La ecología medioambiental muestra que el hombre consume de manera excesiva y desordenada los recursos de la tierra, sin tener en cuenta el impacto que sus acciones conllevan. Si cortamos un árbol para conseguir su fruta, es evidente que nuestra acción habrá sido eficaz. Hemos conseguido la fruta que pretendíamos, pero también habremos eliminado la posibilidad de conseguirla en el futuro.

      Aunque el ejemplo es muy simple, refleja hasta qué punto una acción puede ser eficaz a corto plazo, pero ineficiente para futuras decisiones. Tener en cuenta la realidad, la propia dinámica de las cosas o las personas con las que interactuamos –consistencia–, es de vital importancia para prever los efectos externos que tendrá nuestra acción. Desde este punto de vista, la teoría de Pérez López explica y prevé lo que va a ocurrir cuando se toman decisiones inconsistentes, porque los cambios afectarán también –lo quiera o no lo quiera quien actúa– a la eficacia y a la eficiencia.

      La toma de decisiones consistentes y la adquisición de un aprendizaje evaluativo positivo requieren que el decisor salga de sí mismo y se interese por la otra persona, preguntándole, indagando y enterándose de cuáles son sus necesidades reales, y que aquél dé una respuesta adecuada a las mismas. Ambas cosas son igualmente necesarias: conocer y actuar en consecuencia.

      Cuando tratamos al otro como necesita, y no como nos interesa en un determinado momento, mostramos un interés real por él. Cuando nos quedamos únicamente en conocer sus necesidades, por el afán de conseguir unos objetivos de eficacia para nosotros mismos o para la empresa, aun sin pretenderlo, le tratamos como un medio para, o en función de, determinados objetivos. Es decir, se le trata como a un recurso.

      El perfil del directivo que obra de este modo es el de un estratega o ejecutivo que, bajo la apariencia de servicio, va a lo suyo y es egoísta. Y este modo de ser se manifestará cada vez que deba tomar una decisión donde se enfrenten sus motivos extrínsecos y/o intrínsecos con el bien de otra persona.

      La persona a la que se trata de ese modo cada vez tendrá menos interés en seguir interactuando con un directivo así. Y esto puede ocurrir aunque sus acciones comporten buenos resultados financieros. Cada acción habrá sido eficaz, pero su inconsistencia reducirá las alternativas factibles en futuras decisiones.

      El directivo ha de valorar una alternativa consistente –por motivos trascendentes– partiendo de la hipótesis de que el otro tomará también su decisión movido por un cierto grado de motivos trascendentes, asumiendo la posibilidad de que esa hipótesis fracase. Es el riesgo necesario para construir una relación de confianza indispensable para el desarrollo de los colaboradores, responsabilidad que va más allá del logro de otros objetivos.

      La «fuerza interna» que irán generando las consecuencias de la decisión/acción en el propio sujeto le facilitan la toma de decisiones correcta. Cuando en el futuro deba enfrentarse a una decisión que desde el punto de vista económico sea muy apetecible pero injusta, será capaz de rechazarla, dado que su motivación racional adquiere la facilidad de la motivación espontánea. El directivo sabrá valorar diferentes alternativas que, siendo beneficiosas –quizá no tanto como la anterior, o puede que incluso más–, sean también éticas –consistentes– y, consecuentemente, no destruyan la mutua confianza.

      La fuerza que moverá al directivo a actuar de este modo es la que le aporta un «corazón inteligente», que sabe descubrir en cada caso aquello que más conviene: ha sabido integrar lo que quiere y lo que debe, y no el mero deber ser kantiano, o la idea de que la ética es rentable económicamente. Dicha fuerza le ayudará también a evitar acciones inconsistentes, porque elige ser ético desde la libertad y no por una imposición externa: conoce y valora la satisfacción más profunda que se deriva de establecer relaciones de confianza frente a la que producen otros bienes.

      Pérez López pone de manifiesto que la ética se basa en la realidad misma de la decisión y no en principios racionales abstractos, utilizados en las teorías éticas, ni en determinados resultados extrínsecos. Si crecen la racionalidad −querer− y la voluntad, −hacer−, en un plan de acción consistente, crece al mismo tiempo el afecto por el otro en el mismo acto −sentir−. Un directivo sólo puede captar lo que una persona hace por él –lo que cuesta la acción– en la medida en que él ha sido capaz de hacerlo por esa u otra persona. Esto supone entrar en el círculo de la afectividad y de la gratuidad de las acciones, en lugar de quedarse encerrado en el juego de los intereses oportunistas.

      Por el contrario, el aprendizaje evaluativo positivo surge en la medida en que somos capaces de conocer las necesidades de otros y de tenerlas en cuenta al decidir. De ahí que Pérez López constantemente hable de la importancia de cómo tomamos las decisiones, no sólo de los resultados obtenidos, ya que el aprendizaje motivacional/evaluativo se produce a lo largo de toda la vida.

      Nada es tan elocuente como ver surgir la verdad en alguien que la personaliza. En el lenguaje coloquial decimos de una persona que es buena si se preocupa de los demás y que es egoísta cuando va a lo suyo. Como veíamos al principio, el egoísmo es corrosivo para la vida social, como cuando el empresario que sólo busca el beneficio económico; el político que sólo busca el poder; el científico que sólo busca superar retos o la reputación...

      Pérez López pone énfasis en mostrar la diferencia que hay entre motivos (fines, valores, bienes) y motivaciones (valoraciones), y entendemos la finalidad de esta distinción de la siguiente manera: los valores están en la realidad, que es valiosa, y, en la medida en que la poseo, gozo de la satisfacción de dicho valor; las valoraciones, en cambio, están dentro de cada sujeto, y cambian como consecuencia del aprendizaje adquirido. No desarrollar el conocimiento evaluativo significa, en la práctica, incapacitarnos para ver el daño que nos causamos y que causamos con nuestra forma de actuar e inhabilitarnos para mantener futuras relaciones de calidad.

      El tratamiento unificado de la decisión nos abre una vía para abordar un modo de hacer ciencia que integra criterios de racionalidad ética,

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