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á solazarse los pretendientes con la danza y el canto

      (Canto 1, versos 421 y 422.)

      420 Así habló Telémaco, aunque en su mente había reconocido á la diosa inmortal. Volvieron los pretendientes á solazarse con la danza y el deleitoso canto, y así esperaban que llegase la obscura noche. Sobrevino ésta cuando aún se divertían, y entonces partieron y se acostaron en sus casas. Telémaco subió al elevado aposento que para él se había construído dentro del hermoso patio, en un lugar visible por todas partes; y se fué derecho á la cama, meditando en su espíritu muchas cosas. Acompañábale, con teas encendidas en la mano, Euriclea, hija de Ops Pisenórida, la de castos pensamientos; á la cual comprara Laertes en otra época, apenas llegada á la pubertad, por el precio de veinte bueyes; y en el palacio la honró como á una casta esposa, pero jamás se acostó con ella á fin de que su mujer no se irritase. Aquélla, pues, alumbraba á Telémaco con teas encendidas, por ser la esclava que más le amaba y la que le había criado desde niño; y, en llegando, abrió la puerta de la habitación sólidamente construída. Telémaco se sentó en la cama, desnudóse la delicada túnica y diósela en las manos á la prudente anciana; la cual, después de componer los pliegues, la colgó de un clavo que había junto al torneado lecho, y de seguida salió de la estancia, entornó la puerta, tirando del anillo de plata, y echó el cerrojo por medio de una correa. Y Telémaco, bien cubierto de un vellón de oveja, pensó toda la noche en el viaje que Minerva le había aconsejado.

      Los pretendientes sorprenden á Penélope cuando está destejiendo la finísima tela

       Índice

      ÁGORA DE LOS ITACENSES.—PARTIDA DE TELÉMACO

      1 No bien se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, el caro hijo de Ulises se levantó de la cama, vistióse, colgó del hombro la aguda espada, ató á sus nítidos pies hermosas sandalias y, semejante por su aspecto á una deidad, salió del cuarto. En seguida mandó que los heraldos, de voz sonora, llamaran al ágora á los aqueos de larga cabellera. Hízose el pregón y empezaron á reunirse muy prestamente. Y así que hubieron acudido y estuvieron congregados, Telémaco se fué al ágora con la broncínea lanza en la mano y dos perros de ágiles pies que le seguían, adornándolo Minerva con tal gracia divinal que al verle llegar todo el pueblo le contemplaba con asombro, y se sentó en la silla de su padre pues le hicieron lugar los ancianos.

      15 Fué el primero en arengarles el héroe Egiptio, que ya estaba encorvado de vejez y sabía muchísimas cosas. Un hijo suyo muy amado, el belicoso Ántifo, había ido á Ilión, la de hermosos corceles, en las cóncavas naves del divinal Ulises; y el feroz Ciclope lo mató en la excavada gruta é hizo del mismo la última de aquellas cenas. Otros tres tenía el anciano—uno, Eurínomo, hallábase con los pretendientes, y los demás cuidaban los campos de su padre—mas no por eso se había olvidado de Ántifo y por él lloraba y se afligía. Egiptio, pues, les arengó, derramando lágrimas, y les dijo de esta suerte:

      25 «Oíd, itacenses, lo que os voy á decir. Ni una sola vez fué convocada nuestra ágora, ni en ella tuvimos sesión, desde que el divinal Ulises partió en las cóncavas naves. ¿Quién al presente nos reúne? ¿Es joven ó anciano aquél á quien le apremia una necesidad tan grande? ¿Recibió alguna noticia de que el ejército vuelve y desea manifestarnos públicamente lo que supo antes que otros? ¿Ó quiere exponer y decir algo que interesa al pueblo? Paréceme que debe de ser un varón honrado y proficuo. Cúmplale Júpiter, llevándolo á feliz término, lo que en su espíritu revuelve.»

      35 Así les habló. Holgóse del presagio el dilecto hijo de Ulises, que ya no permaneció mucho tiempo sentado: deseoso de arengarles, se levantó en medio del ágora y el heraldo Pisenor, que sabía dar prudentes consejos, le puso el cetro en la mano. Telémaco, dirigiéndose primeramente al viejo, se expresó de esta guisa:

      40 «¡Oh anciano! No está lejos ese hombre y ahora sabrás que quien ha reunido el pueblo soy yo, que me hallo sumamente afligido. Ninguna noticia recibí de la vuelta del ejército, para que pueda manifestaros públicamente lo que haya sabido antes que otros, y tampoco quiero exponer ni decir cosa alguna que interese al pueblo: trátase de un asunto particular mío, de la doble cuita que se entró por mi casa. La una es que perdí á mi excelente progenitor, el cual reinaba sobre vosotros con la suavidad de un padre; la otra, la actual, de más importancia todavía, pronto destruirá mi casa y acabará con toda mi hacienda. Los pretendientes de mi madre, hijos queridos de los varones más señalados de este país, la asedian á pesar suyo y no se atreven á encaminarse á la casa de Icario, su padre, para que la dote y la entregue al que él quiera y á ella le plazca; sino que, viniendo todos los días á nuestra morada, nos degüellan los bueyes, las ovejas y las pingües cabras, celebran banquetes, beben locamente el vino tinto y así se consumen muchas cosas, porque no tenemos un hombre como Ulises, que fuera capaz de librar á nuestra casa de tal ruina. No me encuentro yo en disposición de realizarlo—sin duda he de ser débil y ha de faltarme el valor marcial—que ya arrojaría esta calamidad si tuviera bríos suficientes, porque se han cometido acciones intolerables y mi casa se pierde de la peor manera. Participad vosotros de mi indignación, sentid vergüenza ante los vecinos circunstantes y temed que os persiga la cólera de los dioses, irritados por las malas obras. Os lo ruego por Júpiter Olímpico y por Temis, la cual disuelve y reúne las ágoras de los hombres: no prosigáis, amigos; dejad que padezca á solas la triste pena; á no ser que mi padre, el excelente Ulises, haya querido mal y causado daño á los aqueos de hermosas grebas y vosotros ahora, para vengaros en mí, me queráis mal y me causéis daño, incitando á éstos. Mejor fuera que todos juntos devorarais mis inmuebles y mis rebaños, que si tal hicierais quizás algún día se pagaran, pues iría por la ciudad reconviniéndoos con palabras y reclamándoos los bienes hasta que todos me fuesen devueltos. Mas ahora las penas que á mi corazón inferís son incurables.»

      80 Así dijo encolerizado; y, rezumándole las lágrimas, arrojó el cetro en tierra. Movióse á piedad el pueblo, y todos callaron; sin que nadie se atreviese á contestar á Telémaco con ásperas palabras, salvo Antínoo, que respondió diciendo:

      85 «¡Telémaco altílocuo, incapaz de moderar tus ímpetus! ¿Qué has dicho para ultrajarnos? Tú deseas cubrirnos de baldón. Mas la culpa no la tienen los aqueos que pretenden á tu madre, sino ella, que sabe proceder con gran astucia. Tres años van con éste, y pronto llegará el cuarto, que se fisga del ánimo que los aquivos tienen en su pecho. Á todos les da esperanzas, y á cada uno en particular le hace promesas y le envía mensajes; pero son muy diferentes los pensamientos que en su inteligencia revuelve. Y aún discurrió su espíritu este otro engaño: Se puso á tejer en el palacio una gran tela sutil é interminable, y á la hora nos habló de esta guisa: ¡Jóvenes, pretendientes míos! Ya que ha muerto el divinal Ulises, aguardad, para instar mis bodas, que acabe este lienzo—no sea que se me pierdan inútilmente los hilos,—á fin de que tenga sudario el héroe Laertes en el momento fatal de la aterradora muerte. ¡No se me vaya á indignar alguna de las aqueas del pueblo, si ve enterrar sin mortaja á un hombre que ha poseído tantos bienes! Así dijo, y nuestro ánimo generoso se dejó persuadir. Desde aquel instante pasaba el día labrando la gran tela, y por la noche, tan luego como se alumbraba con las antorchas, deshacía lo tejido. De esta suerte logró ocultar el engaño y que sus palabras fueran creídas por los aqueos durante un trienio; mas, así que vino el cuarto año y volvieron á sucederse las estaciones, nos lo reveló una de las mujeres, que conocía muy bien lo que pasaba, y sorprendimos á Penélope destejiendo la espléndida tela. Así fué como, mal de su grado, se vió en la necesidad de acabarla. Oye, pues, lo que te responden los pretendientes, para que lo sepa tu espíritu y lo sepan también los aqueos todos. Haz que tu madre vuelva á su casa, y ordénale que

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