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maneras. Conseguiremos más armas con cada guardia que matemos, y todos nosotros sabemos dónde está la armería. O podéis quedaros aquí hasta que os pudráis. Más tarde, cerraré las puertas y mandaré a unos cuantos torturadores. Los que sean.

      Le siguieron, tal y como Estefanía sabía que lo harían. No importaba si lo hicieron por miedo, orgullo o incluso lealtad. El caso era que lo hicieron. La siguieron por el castillo y Estefanía empezó a dar órdenes, aunque fue con cuidado para que, al menos por ahora, no sonaran como tales.

      —Lord Hwel, ¿le importaría llevarse a algunos de los hombres más hábiles y sellar las barracas de los guardias? —dijo Estefanía—. No queremos que salgan los rebeldes.

      —¿Y los hombres que son leales al Imperio? —dijo el noble.

      —Lo pueden demostrar matando a los otros traidores —respondió Estefanía.

      El noble se apresuró a cumplir su orden. Envió a una de sus doncellas a buscar a unas cuantas más, y le pidió a una noble que enseñara a aquellas sirvientas a obedecer las órdenes que diera Estefanía.

      Estefanía echó un vistazo al grupo que estaba con ella, para calcular quién sería útil, quién tenía secretos que ella podía utilizar, las debilidades que los hacían fáciles de controlar y las que los hacían peligrosos. Al noble que parecía tan dispuesto a evitar las peleas lo mandó a controlar las puertas, y a la viuda cascarrabias de un noble la mandó a las cocinas, donde no podría hacer daño.

      La gente se les iba uniendo sobre la marcha. Guardias y sirvientes venían a ellos al oírlos, sus lealtades cambiaban como el viento. Las doncellas de Estefanía se arrodillaban ante ella, para levantarse después al primer toque para ponerse con sus tareas.

      De vez en cuando, se encontraban con rebeldes que no se entregaban, y estos morían. Algunos morían por una rápida avalancha de nobles armados, les rompían los cuerpos y los golpeaban hasta la muerte. Otros morían a causa de un cuchillo que les venía por detrás, o envenenados por un dardo clavado en su carne. Las doncellas de Estefanía habían aprendido a ser buenas en sus tareas.

      Cuando vio a la Reina Athena, Estefanía se preguntó cuál debería ser.

      —¿Esto qué es? —exigió la reina—. ¿Qué está pasando aquí?

      Estefanía ignoró su queja.

      —Tia, necesito que averigües cómo van las cosas en la armería. Esas armas nos hacen falta. Imagino que el Alto Alguacil Scarel ya estará en alguna pelea.

      Continuó caminando en dirección a la gran sala.

      —Estefanía —dijo la Reina Athena—. Exijo saber qué está pasando.

      Estefanía encogió los hombros.

      —He hecho lo que deberías haber hecho tú. Liberé a esta gente de la realeza.

      Era una razón tan simple y clara, que no hacía falta nada más. Estefanía había sido la que había hecho el trabajo de salvar a los nobles. Ella era a quien ellos le debían su libertad, y quizás sus vidas.

      —Yo también estaba encerrada —replicó la reina.

      —Ay, es verdad. De haberlo sabido, la hubiera rescatado junto a los otros nobles. Y ahora, discúlpeme. Debo tomar un castillo.

      Estefanía se marcho rápidamente dando largos pasos, pues la mejor manera de ganar una discusión era no darle al contrincante la oportunidad de hablar. No se sorprendió cuando los que estaban allí la siguieron.

      Estefanía escuchó los ruidos de una pelea por allí cerca. Hizo una señal a los que estaban con ella y se dirigió hacia unas escaleras en busca de un balcón. Pronto encontró lo que estaba buscando. Estefanía conocía la distribución del castillo tan bien como cualquiera.

      Allá abajo, vio una lucha que seguramente hubiera impresionado a la mayoría de gente. Una docena de hombres musculosos, que no tenían ni dos armas iguales, estaban peleando en el patio de delante de la puerta principal. Lo hacían contra al menos dos veces más guardias, quizá tres veces más antes de que empezara la batalla, todos dirigidos por el Alto Alguacil Scarel. Y no solo eso, parecía que estaban ganando. Estefanía veía los cuerpos ataviados con la armadura imperial esparcidos por el suelo de adoquines. Parecía ser que el noble al que le gustaba buscar pelea había encontrado una para tiempo.

      —Estúpido —dijo Estefanía.

      Estefanía observó por un instante y, de haber visto algo parecido en el Stade, le hubiera parecido una especie de belleza salvaje. Mientras observaba, un hombre golpeó a dos hombres con la empuñadura de una gran hacha, después se dio la vuelta y alcanzó a uno de ellos con tanta fuerza que casi lo parte en dos. Un combatiente que peleaba con una cadena saltó sobre un soldado y le rodeó el cuello con ella.

      Fue una representación valiente, además de impresionante. Si lo hubiera pensado antes, quizás habría podido comprar a una docena de combatientes un poco antes y convertirlos en unos escoltas reales adecuados. La única dificultad hubiera sido la falta de sutileza. Estefanía hizo un gesto de dolor cuando la sangre casi salpica el borde del balcón.

      —¿No son magníficos? —dijo una de las nobles.

      Estefanía la miró con todo el desprecio del que era capaz.

      —Yo creo que son unos estúpidos—. Chasqueó sus dedos en dirección a Elethe—. Elethe, cuchillos y arcos. Ahora.

      Su doncella asintió y Estefanía observaba mientras ella y algunos de los demás desenfundaban armas y lanzaban dardos. Algunos de los guardias que estaban con ellos tenían arcos cortos que habían cogido de la armería. Uno tenía una ballesta de un barco, que se disparaba mejor desde una cubierta que desde un balcón. Dudaban.

      —Nuestra gente está allá abajo —dijo uno de los nobles.

      Estefanía le arrebató un arco ligero de las manos.

      —Y, de todos modos, van a morir, luchando tan mal contra los combatientes. Al menos, de esta manera, nos dan una oportunidad de ganar.

      Ganar lo era todo. Tal vez algún día, todos estos lo entenderían. Tal vez era mejor que no lo hicieran. Estefanía no quería tener que matarlos a todos.

      Por el momento, desenfundó el arco como pudo con su protuberante barriga. Disparando de esta manera, casi no importaba que apenas no pudiera echarlo hacia atrás ni por la mitad. Y, desde luego, no importaba que no tuviera tiempo de apuntar. Con la masa que formaban los que luchaban allá abajo, era suficiente con que alcanzara algo.

      Más aún, era suficiente para servir como señal.

      Las flechas caían como la lluvia. Estefanía vio que uno daba un puñetazo en la carne del brazo de un combatiente y rugió como un animal herido antes de que otros le golpearan en el pecho. Los cuchillos bajaban disparados para clavarse y rozar, hundirse y perforar. Los dardos llevaban un veneno que, posiblemente, no tenía tiempo de actuar antes de que los objetivos fueran perforados por las flechas.

      Estefanía veía que los soldados imperiales caían junto a los combatientes. El Alto Alguacil Scarel alzó la vista hacia ella con una mirada acusadora mientras manoseaba la flecha de una ballesta que se le había clavado en la barriga. Continuaban cayendo hombres bajo las espadas de los combatientes, o encontraban algún agujero en sus defensas, tan solo para que una flecha de fuego les interrumpiera su momento de victoria.

      A Estefanía le daba igual. Hasta que no cayó el último combatiente, no alzó la mano para que cesara el ataque.

      —Muchos… —empezó una de las nobles, y Estefanía se le volvió en contra.

      —No seas estúpida Hemos tomado el refuerzo de Ceres y hemos tomado el castillo. Todo lo demás no importa.

      —¿Qué sucede con Ceres? —preguntó uno de los guardias que había allí—. ¿Está muerta?

      Los ojos de Estefanía se estrecharon ante aquella pregunta, porque eso era la única cosa de este plan que la irritaba.

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