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pequeño grupo sentado a la mesa de conferencias comenzó a dispersarse, llevándose sus carpetas con ellos. Cuando Mackenzie empezó a salir de la sala, Nancy le lanzó una sonrisa de reconocimiento. Era lo más alentador que Mackenzie había experimentado en el trabajo en más de dos semanas. Nancy es la recepcionista que en ocasiones comprueba datos en la comisaría. Que Mackenzie supiera, era uno de los pocos miembros de más edad en el cuerpo que no tenía ningún problema con ella.

      “Porter, White, esperad,” dijo Nelson.

      Ella percibió que ahora Nelson mostraba más de esa misma preocupación que había visto y oído en la intervención de Porter hacía apenas unos segundos. Parecía que le estuviera poniendo hasta enfermo.

      “Buena memoria con el caso del 87,” le dijo Nelson a Mackenzie. Daba la impresión de que le dolía físicamente tener que hacerle un cumplido. “Es un tiro a ciegas. Que hace que te preguntes…”

      “¿Te preguntes qué?” inquirió Porter.

      Mackenzie, que nunca había sido alguien con pelos en la lengua, respondió por Nelson.

      “Por qué ha decidido volver a la acción ahora,” dijo.

      Añadió después:

      “Y cuando matará de nuevo.”

      CAPÍTULO TRES

      Estaba sentado en su coche, disfrutando del silencio. Las farolas proyectaban un halo fantasmal sobre la calle. No es que hubiera muchos coches en la calle a esa hora tan tardía, lo que creaba un ambiente inquietante pero sereno. Sabía que lo más seguro es que cualquiera que estuviera en esta parte de la ciudad a estas horas estaría preocupado o llevando sus asuntos en secreto. Le hacía más fácil concentrarse en lo que se traía entre manos—la Buena Obra.

      Las aceras estaban oscuras excepto por el ocasional brillo de neón de establecimientos de mala reputación. La tosca figura de una mujer bien dotada resplandeció en la ventana del edificio que él estaba vigilando. Parpadeó como un faro en la mar agitada. Pero no había refugio en tales lugares— al menos no uno respetable.

      Sentado en su coche, tan lejos de las farolas como podía, pensaba en el repaso que había hecho en casa. Lo había estudiado con detenimiento antes de salir esta noche. Había restos de su obra en su pequeño escritorio: una cartera, un pendiente, un collar de oro, un mechón de pelo rubio dentro de un contenedor de plástico. Eran recordatorios, recordatorios de que se le había asignado esta tarea. Y que tenía más trabajo por hacer.

      Un hombre emergió del edificio en el lado opuesto de la calle, distanciándole de sus pensamientos. Vigilante, se quedó allí sentado esperando pacientemente. Había aprendido mucho sobre la paciencia con los años. Debido a ello, saber que debía operar a toda prisa le había puesto nervioso. ¿Y si no acertaba?

      No tenía muchas opciones. El asesinato de Hailey Lizbrook ya estaba en las noticias. Había gente buscándole—como si fuera él el que hubiera hecho algo malo. Ellos no lo entendían. Lo que él había dado a esa mujer había sido un regalo.

      Un acto de gracia.

      En el pasado, había dejado que pasara mucho tiempo entre sus actos sagrados. Pero ahora, sentía una urgencia. Había mucho por hacer. Siempre había mujeres por ahí—en esquinas, en anuncios personales, en la televisión.

      Al final, lo acabarían entendiendo. Lo entenderían y le darían las gracias. Le preguntarían cómo ser alguien puro, y él les abriría los ojos.

      Al cabo de unos momentos, la imagen de neón de la mujer en la ventana se ennegreció. El resplandor detrás de las ventanas se apagó. El lugar se había quedado a oscuras; sus luces se apagaban porque habían cerrado por esta noche.

      Sabía que eso significaba que las mujeres saldrían de la parte de atrás en cualquier momento, en dirección a sus coches y después a casa.

      Cambió de marcha y avanzó lentamente alrededor de la manzana. Las farolas parecían perseguirle, pero él sabía que no había ojos curiosos que le vieran. En esta parte de la ciudad, a nadie le importaba.

      En la parte trasera del edificio, la mayoría de los coches eran de lujo. Se hacía dinero exhibiendo el cuerpo. Aparcó en el lado opuesto del aparcamiento y esperó un poco más.

      Tras un buen rato, la puerta del personal finalmente se abrió. Salieron dos mujeres, acompañadas por un hombre que parecía que trabajara de seguridad en el lugar. Echó una ojeada al agente de seguridad, preguntándose si podría resultar un problema. Tenía un arma debajo del asiento que usaría si no tenía más remedio, pero prefería no tener que hacerlo. No había tenido que usarla aún. De hecho, él aborrecía las armas. Había algo impuro en ellas, algo casi indolente.

      Finalmente, todos se separaron, entraron en sus coches y se fueron.

      Vio más gente salir, y entonces se sentó con la espalda erguida. Podía sentir cómo le latía el corazón. Ahí estaba ella.

      Era bajita, de pelo rubio postizo que le caía en melena sobre los hombros. La vio entrar a su coche y no avanzó hasta que sus luces de cruce habían doblado la esquina.

      Rodeó el otro lado del edificio, para no llamar la atención. Siguió detrás de ella, y notó como su corazón empezaba a acelerarse. Instintivamente, metió la mano bajo su asiento y tocó la soga. Le calmó los nervios.

      Le calmó saber que, tras la persecución, llegaría el sacrificio.

      Sin duda, lo haría.

      CAPÍTULO CUATRO

      Mackenzie iba sentada en el asiento del copiloto con varios archivos en su regazo y con Porter al volante martilleando los dedos al ritmo de un tema de los Rolling Stones. Mantenía la radio sintonizada con la misma estación de rock clásico que siempre escuchaba mientras conducía, y Mackenzie levantó la vista, molesta, ya que al final le había hecho perder la concentración. Observó cómo las luces delanteras del coche trazaban surcos en la autopista a ochenta millas por hora, y se volvió hacia él.

      “¿Podrías bajar eso, por favor?” le replicó.

      Normalmente, le daba igual, pero estaba intentando acceder al estado mental adecuado, para entender el modus operandi del asesino.

      Con un suspiro y una sacudida de cabeza, Porter bajó el volumen de la radio. Él la miró con desdeño.

      “¿Qué esperas encontrar de todos modos?” preguntó él.

      “No espero encontrar nada,” dijo Mackenzie. “Estoy intentando solucionar el rompecabezas para entender mejor la personalidad del asesino. Si podemos pensar como él, tenemos muchas más posibilidades de encontrarle.”

      “O,” dijo Porter, “podías simplemente esperar a que lleguemos a Omaha y hablemos con los hijos y la hermana de la víctima como Nelson nos pidió.”

      Sin ni siquiera mirarle, Mackenzie podía apostar a que estaba esforzándose por hacer algún comentario inteligente. Tenía que darle algo de crédito, suponía. Cuando estaban solos los dos en la carretera o en la escena de un crimen, Porter mantenía sus bromas sarcásticas y su conducta degradante bajo mínimos.

      Ignoró a Porter por el momento y miró las notas en su regazo. Estaba comparando las notas del caso de 1987 y el asesinato de Hailey Lizbrook. Cuanto más las leía, más convencida estaba de que habían sido perpetrados por el mismo tipo. Lo que le seguía frustrando es que no había un motivo claro.

      Miró los documentos una y otra vez, pasando páginas y repasando la información. Comenzó a murmurarse a sí misma, haciéndose preguntas y afirmando hechos en voz alta. Era algo que había hecho desde la secundaria, una rareza que nunca se había acabado de quitar de encima.

      “No hay pruebas de abuso sexual en ninguno de los casos,” dijo en voz baja. “No hay conexiones obvias entre las víctimas más

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