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teléfono y vio que Nancy había enviado esa nota hacía menos de diez minutos.

      “Suena como nuestro hombre, entonces,” dijo ella.

      “Sí, maldita sea,” dijo Porter. Hablaba como un robot, como si hubiera sido programado para decir ciertas cosas. No la miró ni una sola vez. Estaba claro que estaba molesto, pero eso no le preocupaba a Mackenzie. Mientras dedicara esa ira y determinación a derrotar al sospechoso, a ella le daba exactamente igual.

      “Me adelantaré y terminaré con esta tensión,” dijo Porter. “Me molestó de verdad cuando tomaste el mando anoche, pero que me cuelguen si no es cierto que realizaste algún tipo de milagro con ese chico. Eres más inteligente de lo que suelo reconocer. Lo admito. Pero la falta de respeto…”

      Se quedó en silencio, como si no estuviera seguro de cómo terminar la frase. Mackenzie no dijo nada por respuesta. Simplemente miró hacia delante e intentó digerir el hecho de que acababa de recibir lo que se podía considerar como cumplidos de dos fuentes muy poco probables en los últimos quince minutos.

      De repente le pareció que este podía ser un muy buen día. Esperaba que, para el final del día, hubieran detenido al responsable de la muerte de Hailey Lizbrook y de varios otros casos de asesinato sin resolver durante los últimos veinte años. Si esa era la recompensa, no cabía duda de que ella podía tolerar el mal humor de Porter.

      *

      Mackenzie miró hacia fuera y se sintió deprimida al ver cómo los barrios cambiaban delante de sus ojos a medida que Porter se dirigía a los distritos más abandonados de Omaha. Los subsectores más acomodados dieron paso a complejos de apartamentos de renta controlada que después desaparecieron para dar lugar a los barrios de peor reputación.

      Enseguida llegaron al barrio donde vivía Clive Traylor, que estaba formado de casas para los que tienen pocos ingresos asentadas en céspedes más bien sin vida, salpicado con buzones de correo retorcidos a lo largo de la calle. Las hileras continuas de casas parecían no tener fin, cada una con un aspecto todavía más descuidado que la de al lado. No sabía que le resultaba más deprimente, su estado de abandono, o la monotonía que le entumecía.

      El bloque donde vivía Clive estaba en silencio, y al doblar la esquina hacia él, Mackenzie reconoció la familiar ráfaga de adrenalina. Se sentó inconscientemente, preparándose para enfrentar a un asesino.

      Según el equipo de vigilancia que había estado observando la propiedad desde las 3 de la madrugada, Traylor todavía estaba en casa. No tenía que fichar de nuevo en el trabajo hasta la una.

      Porter desaceleró el coche mientras subía la calle y aparcó directamente enfrente de la casa de Traylor. Entonces miró a Mackenzie por primera vez en toda la mañana. Parecía algo nervioso. Se dio cuenta de que seguramente ella lo parecía también. Y a pesar de sus diferencias, Mackenzie todavía se sentía a salvo entrando en una situación de peligro potencial con él. Ya fuera un machista de verdad o no, el hombre tenía una experiencia de muchos años y sabía lo que estaba haciendo la mayor parte del tiempo.

      “¿Lista?” le preguntó Porter.

      Ella asintió y sacó el micrófono de la unidad de radio en el salpicadero del coche.

      “Al habla White,” dijo al micrófono. “Estamos listos para entrar cuando nos lo digas.”

      “A por ello,” llegó la respuesta simple de Nelson.

      Mackenzie y Porter salieron despacio del coche, para evitar crear en Traylor cualquier razón para alarmarse si le daba por mirar por la ventana para ver a dos desconocidos caminando por su jardín. Porter tomó la delantera a medida que subían los destartalados escalones del porche. El porche estaba cubierto de pintura blanca en forma de copos y de los restos de miles de insectos muertos. Mackenzie sintió como se ponía tensa, preparándose. ¿Qué haría cuando viera la cara del hombre que había matado a esas mujeres?

      Porter abrió la endeble portezuela de tela metálica y llamó a la puerta principal.

      Mackenzie estaba de pie a su lado, esperando, con el corazón acelerado. Podía sentir cómo le empezaban a sudar las palmas.

      Pasaron unos instantes antes de que escuchara pasos acercándose. A eso le siguió el chasquido de una cerradura desbloqueándose. La puerta se abrió un poco más que un tragaluz, y Clive Traylor les miró. Parecía confundido—y después, muy alarmado.

      “¿Puedo ayudarles?” preguntó Traylor.

      “Señor Traylor,” dijo Porter, “Soy el Detective Porter y ella es la Detective White. Si tiene un minuto, nos gustaría hablar con usted.”

      “¿En relación con qué?” preguntó Traylor, que se puso a la defensiva de inmediato.

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