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cruzara el umbral, olió algo que revolvió su estómago de siete años. Era un olor ácido, que le recordaba a la parte interior de su hucha—un olor como el cobre de los centavos.

      Entró a la habitación y vio el pie de la cama, una cama en la que su madre no había dormido durante un año más o menos—una cama que parecía demasiado grande solo para su padre.

      Le vio allí, con las piernas colgando del lado de la cama, los brazos extendidos como si estuviera tratando de volar. Había sangre por todas partes: en la cama, en la pared, hasta había algo de sangre en el techo. Tenía la cabeza girada hacia la derecha, como si estuviera alejando la mirada de ella.

      Ella supo que estaba muerto al instante.

      Se acercó a él con sus pies descalzos pisoteando un charco de sangre; no quería acercarse, pero tenía que hacerlo.

      “Papi,” susurró ella, que ya se había echado a llorar.

      Se acercó, aterrorizada, pero atraída como un imán.

      De repente, él se dio la vuelta y la miró fijamente, todavía muerto.

      Mackenzie gritó.

      Mackenzie abrió los ojos y miró la habitación que le rodeaba, con aire confundido. Los archivos del caso estaban en su regazo, esparcidos. Zack estaba dormido a su lado, todavía dándole la espalda. Respiró hondo, limpiándose el sudor de sus cejas. Solo había sido un sueño.

      Y entonces oyó el crujido.

      Mackenzie se quedó petrificada. Miró hacia la puerta del dormitorio y salió despacio de la cama.

      Acababa de escuchar cómo crujía la débil tarima del piso de la sala de estar, un sonido que solo había escuchado cuando alguien caminaba por la sala. Claro que estaba dormida y en medio de una pesadilla, pero ella lo había oído.

      ¿O no?

      Salió de la cama y cogió la pistola de servicio de la parte superior de su vestidor donde estaba junto a su placa y un pequeño bolso. Se inclinó sigilosamente junto al umbral de la puerta y salió al pasillo. El tenue brillo de las farolas se filtraba a través de las persianas de la sala de estar, revelando una habitación vacía.

      Entró a la sala, sosteniendo el arma en posición de ataque. Todos sus instintos le decían que no había nadie allí, pero todavía estaba temblando. Ella sabía que había oído crujir la tarima. Caminó a esa parte de la sala, justo enfrente de la mesa de café, y la oyó crujir.

      Sin saber cómo, la imagen de Hailey Lizbrook cruzó su mente. Vio los latigazos en la espalda de la mujer y las huellas en la tierra. Se estremeció. Se quedó mirando el arma en sus manos y trató de recordar la última vez que un caso le había afectado tanto. ¿Qué demonios estaba pensando? ¿Que el asesino estaba en su sala de estar, espiándola?

      Irritada, Mackenzie regresó al dormitorio. Colocó el arma de vuelta en el vestidor con sigilo y se fue a su lado de la cama.

      Todavía sobresaltada y con los restos del sueño aún flotando en su cabeza, Mackenzie se volvió a tumbar. Cerró los ojos e intentó conciliar el sueño de nuevo.

      Sin embargo, sabía que tardaría en llegar. Sabía que le estaban acosando tanto los vivos como los muertos.

      CAPÍTULO SIETE

      Mackenzie no podía recordar ningún momento en que la comisaría hubiera estado tan caótica. Lo primero que vio al cruzar la puerta principal fue a Nancy corriendo por el pasillo hacia la oficina de alguien. Jamás había visto a Nancy moverse tan deprisa. Además de eso, había miradas ansiosas en los rostros de cada agente que se cruzó de camino a la sala de conferencias.

      Parecía que iba a ser una mañana llena de acontecimientos. Había una tensión en el ambiente que le recordaba a la pesadez de la atmósfera justo antes de una mala tormenta de verano.

      Ella había sentido parte de esa tensión en sí misma, incluso antes de salir de casa. Había recibido la primera llamada a las 7:30, informándole de que actuarían sobre la pista en cuestión de horas. Aparentemente, mientras ella había estado durmiendo, la pista que ella se las había arreglado para sonsacarle a Kevin había resultado ser muy prometedora. Se había obtenido una orden de arresto y se estaba llevando a cabo un plan. Sin embargo, algo ya se había establecido: Nelson quería que Porter y ella trajeran al sospechoso a la comisaría.

      Los diez minutos que pasó en comisaría fueron como un torbellino. Mientras se servía una taza de café, Nelson ladraba órdenes a todo el mundo mientras Porter se sentaba solemnemente en una silla delante de la mesa de conferencias. Porter tenía el aspecto de un niño quejumbroso en busca de cualquier atención que pudiera conseguir. Ella sabía que el hecho de que esta pista proviniera de un chico con el que Mackenzie había estado hablando—un chico del que él había estado dispuesto a alejarse—debía de estar carcomiéndole por dentro.

      Pusieron a Mackenzie y Porter al frente, y otros dos coches fueron asignados para seguirles y ayudarles en caso de que fuera necesario. Era la cuarta vez en su carrera que le habían asignado una carga como esta, y la ráfaga de adrenalina nunca envejecía. A pesar de la corriente de energía que le estaba atravesando, Mackenzie permaneció calmada y en control. Salió de la sala de conferencias con dignidad y confianza, empezando a sentir que ahora se trataba de su caso, sin que importara cuánto lo quisiera Porter.

      Mientras salía de la sala, Nelson se acercó a ella y la agarró con suavidad por el brazo.

      “White, permite que te hable un momento, ¿te parece?”

      La llevó hacia un lado, guiándola a la sala de la copiadora antes de que pudiera responder. Miró a su alrededor con aire conspiratorio, asegurándose de que no había nadie más que les pudiera escuchar. Cuando estuvo seguro de que estaban a salvo, él la miró de tal manera que le hizo preguntarse si había hecho algo malo.

      “Mira,” dijo Nelson, “Porter me visitó anoche y me pidió que le reasignara otro agente. Le dije que no de entrada. También le dije que sería una estupidez por su parte abandonar este caso ahora mismo. ¿Sabes por qué quería que le asignara un nuevo compañero?

      “Cree que me sublevé anoche,” dijo Mackenzie. “No obstante, estaba claro que los chicos no le estaban respondiendo y que él no iba a hacer todo lo posible para conectar con ellos.”

      “Oh, no tienes que explicármelo,” dijo Nelson. “Creo que hiciste un trabajo de miedo con ese chico mayor. El chico acabó contándoles a los demás agentes que aparecieron—incluso a los de servicios sociales—que le caíste muy bien. Solo quería que supieras que hoy Porter está en pie de guerra. Si te fastidia de alguna manera, dímelo. Pero no creo que lo haga. Aunque no es tu mayor admirador, me acabó diciendo que te respeta enormemente, pero esto queda entre tú y yo. ¿Entendido?”

      “Sí, señor,” dijo Mackenzie, sorprendida por el repentino apoyo y los ánimos.

      “Está bien,” dijo Nelson, dándole una palmadita en la espalda. “Atrapa a ese tipo.”

      Con esto, Mackenzie se dirigió al aparcamiento donde Porter ya estaba sentado al volante de su coche. Le lanzó una mirada que venía a decir “qué demonios te retrasó tanto” mientras ella se apresuraba a montarse en el coche. En el momento que entró, Porter salió pitando del aparcamiento antes de que Mackenzie hubiera cerrado la puerta del todo.

      “¿Imagino que recibiste el informe completo sobre nuestro hombre esta mañana?” preguntó Porter mientras entraba a la autopista. Otros dos coches les siguieron, transportando a Nelson y a cuatro agentes más como respaldo en caso de que fuera necesario.

      “Así es,” dijo Mackenzie. “Clive Traylor, delincuente sexual registrado de cuarenta y un años. Pasó seis meses en la cárcel por agresión a una mujer en el 2006. En la actualidad, trabaja en una farmacia local pero también hace algunos trabajos de carpintería desde el pequeño cobertizo que hay en su propiedad.”

      “Ah, debes de haberte perdido

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