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instante que podría ejercer los dos roles y obtener alguna información honesta—si acaso había alguna que obtener.

      El hombre con el catálogo en sus manos miró a Mackenzie. Wendell Atkins tenía doce años más que la última vez que le había visto Mackenzie, pero parecía que hubiera envejecido al menos veinte. Mackenzie asumió que tenía que tener al menos setenta años en la actualidad.

      Él le sonrió y señaló con la cabeza hacia un lado. “Pareces familiar, pero no sé si el nombre me va a venir a la mente,” dijo. “Va a ser mejor que me lo digas porque podría estar aquí intentando adivinarlo todo el día.”

      “Soy Mackenzie White. Viví en Belton toda la vida hasta que cumplí dieciocho años.”

      “White… ¿era tu madre Patricia?”

      “Sí, señor, esa soy yo.”

      “En fin, cielos” dijo Atkins. “No te he visto en mucho tiempo. Lo último que escuché era que estabas trabajando con la policía del estado o algo así, ¿verdad?”

      “Fui detective con ellos durante una temporada,” dijo ella. “Pero acabé en Washington, DC. Ahora trabajo para el FBI.”

      Mackenzie sonrió para sus adentros porque sabía que, en el momento que saliera de la tienda, Wendell Atkins le hablaría a todo el mundo en el pueblo de la visita que acaba de tener de Mackenzie White, la chiquilla que se fue a DC y se convirtió en agente federal. Y si se corría el rumor, se imaginaba que alguna gente podía empezar a hablar de lo que le sucedió a su padre. En los pueblos pequeños, así es como se pasaba la información entre la gente.

      “¿Es eso cierto?” dijo Atkins. Hasta su amigo elevó la vista de su café, con aspecto muy interesado.

      “Sí, señor. Y esa es la razón de que esté aquí. Tenía que venir a Belton a echar un vistazo a un viejo caso. El caso de mi padre, para hablar claro.”

      “Oh no,” dijo Atkins. “Es cierto… jamás hallaron a los que le hicieron eso, ¿verdad?”

      “No, no lo hicieron. Y últimamente, ha habido numerosos asesinatos en Omaha que creemos están vinculados con el de mi padre. Ahora, he venido aquí porque, francamente, recuerdo que papá venía aquí ocasionalmente cuando yo era pequeña. Era ese tipo de sitios donde los hombres tendían a sentarse a pasar el tiempo tomando café y hablando de sus cosas, ¿no es cierto?”

      “Eso es cierto… aunque no siempre era café lo que bebíamos,” dijo Wendell con una risita ronca.

      “Me preguntaba si podría decirme cualquier cosa que recuerde después de enterarse de que habían matado a mi padre. Incluso si piensa que eran rumores o cotilleos, me gustaría saberlo.”

      “En fin, agente White,” dijo con buen humor, “Odio decirte que parte de ello no es muy agradable.”

      “No espero que lo sea.”

      Atkins hizo un sonido incómodo dentro de su garganta mientras se inclinaba sobre el mostrador.  Su amigo pareció percibir que se avecinaba una conversación delicada; agarró su taza de café y desapareció por detrás de las filas de inventario y de aparejos de pesca que había detrás del mostrador.

      “Algunos dicen que fue tu madre,” dijo Atkins. “Y solo te digo esto porque me lo has preguntado. De lo contrario, no me atrevería a comentar algo así.”

      “Está bien, señor Atkins.”

      “Cuenta la leyenda que ella lo preparó todo para que pareciera un asesinato. El hecho de que ella… en fin, que más o menos tuviera un ataque de nervios después de lo sucedido, le pareció demasiado conveniente a alguna gente.”

      Mackenzie ni siquiera podía enfadarse ante tal acusación. Ella misma se había planteado esa teoría, pero simplemente no encajaba. También significaría que ella era responsable por las muertes de los vagabundos, de Gabriel Hambry, y de Jimmy Scotts. Y su madre podía ser muchas cosas, pero no era una asesina en serie.

      “Otra historieta cuenta que tu padre estaba liado con algunos hombres malos de México. Un cártel de drogas de alguna clase. Un trato salió mal o tu padre les sacó la pasta de alguna manera y ahí se acabó todo.”

      Esta era otra teoría con la que se había especulado mucho tiempo. El hecho de que, Jimmy Scotts también había estado supuestamente implicado con un cártel de drogas—el suyo en Nuevo México—proporcionaba un enlace, pero, como había comprobado una larga investigación, no había conexión alguna. Claro que el padre de Mackenzie había sido policía y era del domino público que había detenido a unos cuantos traficantes de drogas locales, con lo que esa suposición era fácil de hacer.

      “¿Algo más?” preguntó.

      “No. Cree lo que tú quieras, pero francamente, yo no fisgo demasiado. Odio el cotilleo. Ojalá tuviera más que contarte.”

      “Está bien. Gracias señor Atkins.”

      “Sabes,” dijo él, “puede que quieras hablar con Amy Lucas. ¿Te acuerdas de ella?”

      Mackenzie trató de escarbar en su memoria, pero no le vino nada a la mente. “El nombre me suena un poco, pero no… no la recuerdo.”

      “Vive allá en la calle Dublín… la casa blanca con el viejo Cadillac encima de unos bloques en el patio del garaje. Ese maldito bulto lleva ahí desde siempre.”

      Tristemente, ese era todo el recordatorio que necesitaba Mackenzie. Aunque ella no conociera personalmente a Amy Lucas, que recordaba la casa. El Cadillac en cuestión era de los años 60. Llevaba colocado encima de unos bloques ni Dios sabía cuánto tiempo, Mackenzie se acordaba de haberlo visto durante la época que pasó en Belton.

      “¿Qué hay de ella?” preguntó Mackenzie.

      “Tu madre y ella fueron como uña y carne durante una temporada. Amy perdió a su marido por un cáncer hace tres años. No es que se le haya visto mucho por el pueblo como de costumbre desde aquello. Pero me acuerdo de ella con tu madre, siempre saliendo juntas. Siempre estaban en el bar, o jugando a las cartas en el porche frontal de Amy.”

      “Como si el señor Atkins hubiera tocado un interruptor en alguna parte, Mackenzie se acordó de pronto de más que lo que había recordado hasta ahora. Apenas podía ver el rostro de Amy Lucas, resaltado por un cigarrillo que le colgaba de entre los labios. Esa es la amiga por la que mamá y papá tenían tantas discusiones, pensó Mackenzie. Las noches que mamá venía borracha a casa o que no andaba por allí un sábado, estaba con Amy. Yo era demasiado joven como para pensar ni un minuto sobre ello.

      “¿Sabe dónde trabaja?” preguntó Mackenzie.

      “En ninguna parte. Te apuesto lo que sea a que está en su casa ahora mismo. Cuando murió su marido, le dejó con un bonito nido lleno de huevos. Se queda sentada en su casa y camina arriba abajo todo el día. Pero por favor, si vas a verla, por amor de todo lo más sagrado, no le digas que yo te envié allí.”

      “No lo haré. Gracias de nuevo, señor Atkins.”

      “Claro, espero que encuentres lo que sea que estés buscando.”

      “Yo también.”

      Volvió a salir afuera y caminó hasta su coche. Miró arriba y abajo al tranquilo tramo de la calle principal y se empezó a preguntar: ¿Qué es exactamente lo que estoy buscando?”

      Se montó al coche y empezó a circular hacia la calle Dublín, esperando encontrar allí algo parecido a una respuesta.

      CAPÍTULO SEIS

      La calle Dublín era un tramo asfaltado de dos carriles que serpenteaba a través del bosque. Coronada por árboles a ambos lados de la carretera, Mackenzie fue escoltada hasta la residencia de Amy Lucas. Sentía cómo si le estuvieran transportando a través del tiempo, especialmente cuando llegó a la casa y divisó ese viejo Cadillac, apostado sobre unos bloques de cemento al extremo opuesto del patio de gravilla del garaje.

      Aparcó detrás del único otro coche que había allí, un Honda

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