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era una figura clara, podía ver solo sus contornos difuminados. La única cosa que podía ver con claridad eran sus ojos, dos intensos ojos negros como la noche que me paralizaron de pies a cabeza.

      No quería seguir allí ni un minuto más, tenía que salir de ese sueño costara lo que costara. Solo que me encontraba bloqueada en aquella dimensión.

      Grité a boca abierta y la sombra de aquella figura desconocida se acercaba cada vez más. Una risa profunda sonó en mis oídos. “Serás mía, Sofía, ya no hay manera de escapar”, gritó la sombra.

      â€œAléjate de mí” grité “quiero irme de aquí”, y de repente parpadeé y me sobresalté en la cama.

      Estaba sudando, tenía la frente perlada por el sudor. Inmediatamente miré a mi alrededor. Afortunadamente estaba en mi habitación. Cerré los ojos y las imágenes de aquella pesadilla pasaron por mi mente una a una, como si fuera la síntesis veloz de una película.

      Un aliento de aire helado rozó mi piel aún humedecida.

      Alguien me observaba. Tenía la total sensación de tener aquellos ojos negros encima de mí, pero no podía ver a nadie.

      El corazón comenzó a latirme a mil.

      Sentí pasos cada vez más cerca, y comencé a repetirme que no podía ser, que el sueño no podía volverse realidad.

      Algo saltó a la cama. Sofoqué un grito con mis manos y llevé mis rodillas al pecho con de golpe.

      â€œAde, casi me matas”, dije a mi bola de pelos de color miel. Comencé a mimar a mi perro que mientras se había hecho un ovillo a mi lado.

      Decidí concentrarme en él sin dejar de acariciarlo para relajarme. A la mañana siguiente habría analizado si preocuparme o no por la pesadilla. Mientras tanto trataría de dormir un poco más, pero el miedo de volver a caer en aquella horrible fantasía era demasiado.

      De una cosa estaba segura, las terribles sensaciones que había experimentado no me dejarían, es más, hubiera podido apostar que con el pasar del tiempo aumentarían.

      2

      LA ANCIANA

      Me había quedado despierta casi toda la noche. El sueño de la noche anterior me había dejado una extraña sensación. Sentía terror de que todo aquello pudiera ser verdad, y no solo fruto de mi mente retorcida.

      Me levanté y me senté en el borde de la cama. Respiré hondo, tres, cuatro veces, hasta que logré sentirme un poco más tranquila.

      Me arrastré hasta el armario. Tomé unos pantalones cortos y negros, y la primera remera que me cayó en mano.

      Me miré al espejo. Estaba pálida, dos ojeras oscuras indicaban que no había descansado bien, y mis cabellos indicaban lo mismo.

      Por primera vez parecía tener algún año más. Estaba acostumbrada a que me dijeran que parecía menor: nunca nadie me daba 18 años. Después de todo tenían razón. Ni yo me daría la edad que tenía, pero aquella mañana parecía tenerla.

      Me pasé una mano por la cara, como si con aquel gesto hubiera podido borrar todos mis pensamientos.

      Tomé el maquillaje y comencé con la restauración.

      â€œA nosotras dos, desconocida”, amenacé a mi reflejo con el cepillo de maquillar. “Veremos quién quedará mejor”.

      Gané yo. Mis cabellos volvieron a ser lacios y los recogí en una cola de caballo, la base cubrió las ojeras y con el lápiz negro le di un toque de color a mis ojos cansados.

      En realidad el maquillaje no era necesario, ya que aquella mañana solo debía de ir a hacer un poco de jogging, antes de ponerme a hacer alguna cosa, pero sentía necesidad de él.

      Y sentía necesidad también de tirarme el tarot.

      Era una costumbre. Cada vez que sentía una duda o incerteza tomaba las cartas para ver qué me aconsejaban hacer.

      Esto, de cierta manera, me hacía sentir más tranquila.

      Atravesé la habitación de dos grandes pasos, tomé el mazo de cartas del cajón cercano a la cama y me senté en el piso con las piernas cruzadas.

      Me concentré y mezclé las cartas con cuidado, tratando de vaciar la mente. Corté el mazo, lo recompuse en uno y suspiré.

      Luego a media voz dije: “¿Cómo puedo entender el sueño de anoche? ¿Qué sucederá ahora?”.

      Era una pregunta un poco absurda de realizar: generalmente preguntaba cómo me debía comportar, si debía hacer alguna cosa determinada, o pedía un consejo sobre algún trabajo o alguna idea. No quería y nunca habría usado el tarot para tratar de leer mi futuro. Iba contra mi convicción de que los verdaderos creadores del destino somos nosotros mismos, y nadie puede tener la certeza de lo que sucederá mañana.

      Aquella mañana, sin embargo, la pregunta había surgido de manera espontánea. Saqué tres cartas del mazo y las apoyé sobre el piso, una al lado de la otra.

      Di vuelta la primera, como si leyera un libro, luego la segunda y finalmente la tercera.

      Parpadeé e me quedé mirándolas fijamente, sosteniendo la respiración.

      Â¡Tres arcanos mayores!

      Tres cartas de un cierto peso, pues son aquellas con mayor influencia mágica.

      El loco, arcano número cero.

      La muerte, el décimo tercer arcano.

      La torre, el décimo sexto arcano.

      En pocas palabras, significaban un cambio inesperado en mi vida, un nuevo camino por recorrer.

      Esto no me dejaba nada tranquila. Recogí las cartas y noté que me temblaban las manos.

      La última cosa que hubiera querido en aquel momento, era un cambio drástico en mi vida. Me gustaba así, ordinaria, regular, sin mayores sobresaltos.

      Ya había tenido bastante con un muchacho llamado Michel.

      Habíamos salido alguna vez. Me encantaban sus ojos, almendrados, como los de un pequeño ciervo perdido, y a sus cabellos negros y suaves. Tenía aires de niño y juntos nos divertíamos mucho. Estaba bien con él, pero después de un tiempo me di cuenta de que aquello que sentía era una fuerte amistad y nada más.

      Decidí terminar con aquella historia esperando que antes o después entendiera mi decisión.

      Â¡Me equivocaba por completo!

      Ã‰l me amaba y era de esos amores locos que te llevan a hacer locuras. Aquello que te hace creer que para siempre no es solo una ilusión, sino algo real, posible.

      Pero es también aquello que, cuando te corta las alas, te hace caer, cada vez más bajo, en el corazón de los infiernos.

      Y fue lo que él sintió.

      La obsesión lo cegó, y pasaba de momentos de rabia en los que me ofendía y blasfemaba en mi contra, a momentos de tranquilidad y depresión, en los que habría hecho de todo por volver.

      Â¡Le tenía miedo! Tanto que, cuando salía, trataba de no estar nunca sola.

      Podría parecer una exageración, pero de verdad me daban miedo sus reacciones.

      Bajé los hombros y de un salto me paré. Bajé las escaleras corriendo, y me puse mis

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