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coraje que la vieja y belicosa «reina» desplegó, el resultado de la batalla que decidió la suerte de Portugal hubiese sido por completo diferente.

      Encontré por demás molesta la operación de desembarcar en Lisboa. Los empleados de la aduana eran extremadamente descorteses, y examinaron cada pieza de mi reducido equipaje con irritante minuciosidad.

      Mi primera impresión al tomar tierra en la Península estaba muy lejos de ser favorable; apenas hacía una hora que hollaba su suelo, y ya deseaba de corazón volverme a Rusia, país de donde había salido un mes antes, dejando en él amigos muy queridos y muy vivos afectos.

      Después de soportar en la aduana muchos abusos y exacciones, procedí a buscar alojamiento, y, al fin, encontré uno, pero sucio y caro. Al siguiente día tomé un criado portugués. Mi costumbre invariable al llegar a un país consiste en valerme de los servicios de un indígena, con la mira principal de perfeccionarme en la lengua, y como ya conozco casi todos los idiomas y dialectos importantes de oriente y occidente, me pongo con prontitud en condiciones de hacerme entender perfectamente por los naturales. En unos quince días logré hablar en portugués con mucha facilidad.

      Los que desean hacerse entender de un extranjero hablándole en su propio idioma tienen que hablar a gritos y vociferar abriendo mucho la boca. ¿Es de extrañar, pues, que los ingleses sean, en general, los peores lingüistas del mundo, ya que siguen un sistema diametralmente opuesto? Por ejemplo, cuando intentan hablar en español – la lengua más sonora que existe – apenas abren los labios, y, con las manos metidas en bolsillos, farfullan perezosamente, en lugar de aplicarse al indispensable menester de la gesticulación. Con razón los pobres españoles exclaman: estos ingleses tienen un hablar tan cerrado que ni el mismo Satanás los entiende.

      Lisboa es una gran ciudad ruinosa, que aún muestra por doquiera las huellas del terremoto, terrible visita que le hizo Dios hace unos ochenta años. La ciudad se alza sobre siete colinas; la más elevada de todas la ocupa el castillo de San Jorge, punto el más eminente que la mirada descubre al contemplar a Lisboa desde el Tajo. Las partes más animadas y bulliciosas de la ciudad hállanse en la hondonada que cae al Norte de esa colina. Allí se encuentra la Plaza de la Inquisición27, la principal de Lisboa, desde la que corren paralelas hacia el río tres o cuatro calles, entre las que se cuentan la del Oro y la de la Plata, así llamadas porque en ellas viven los orífices y los plateros, muy hábiles en su oficio; estas calles son, en conjunto, muy suntuosas. Las casas son grandes y altas como castillos. Inmensas columnas protejen a intervalos la calzada; pero lo que hacen más bien es estorbar. Estas calles son completamente llanas y están bien pavimentadas, en lo cual se diferencian de todas las demás de Lisboa. La calle más singular es, sin embargo, la del Alecrim, o del Romero, que desemboca en el Caesodré. Es muy pendiente, y a ambos lados se alzan los palacios de la más rancia nobleza de Portugal, edificios pesados y adustos, pero grandes y pintorescos, con jardines colgantes aquí y allá, que se asoman a la calle desde gran altura.

      Con toda su ruina y desolación, Lisboa es, sin disputa, la ciudad más notable de la Península, y acaso del Sur de Europa. No me propongo entrar aquí en minuciosos detalles acerca de ella; me limitaré a notar que es tan digna de la atención de un artista como la misma Roma. Verdad es que, si abundan aquí las iglesias, no hay ninguna catedral gigantesca como la de San Pedro, para atraer las miradas llenándolas de admiración, pero me atrevo a decir que no hay en la antigua ni en la moderna Roma una obra del trabajo y del arte humanos que pueda, cualquiera que sea su destino, rivalizar con las obras hidráulicas para el abastecimiento de Lisboa. Aludo al estupendo acueducto cuyos arcos principales cruzan el valle al Noreste de Lisboa y vierte un arroyuelo de agua fría y deliciosa en una cisterna de piedra dentro del hermoso edificio llamado Madre de las aguas, desde donde se abastece toda Lisboa de linfa cristalina, aunque el manantial está a siete leguas de allí. Los viajeros, después de consagrar una mañana entera a visitar los Arcos y la Mai das agoas, pueden dirigirse a la iglesia y al cementerio británicos; este último es un Père-la-Chaise en miniatura, donde, si se trata de viajeros ingleses, bien podrá perdonárseles que estampen un beso, como hice yo, en la fría tumba del autor de Amelia28, el genio más singular que nuestra isla ha producido, y cuyas obras, por pura moda, han sido durante mucho tiempo denigradas en público y leídas en secreto. En el mismo cementerio descansan los restos mortales de Doddridge, otro autor inglés, de diferente cuño, pero justamente admirado y estimado. Al desembarcar no tenía yo intención de detenerme mucho en Lisboa, ni ciertamente en Portugal; mi destino era España, hacia donde me proponía encaminar mis pasos muy en breve, porque la intención de la Sociedad Bíblica era comenzar sus trabajos en este país, con objeto de difundir la palabra de Dios, ya que España había sido hasta entonces una región donde la admisión de la Biblia estaba vedada. No ocurría lo mismo en Portugal, donde se permitía desde la revolución la entrada y circulación de la Biblia. Poco se había realizado, no obstante, en este país; por tanto, ya que me hallaba en él, determiné hacer algo, a ser posible, por la difusión de aquélla, no sin cerciorarme ante todo personalmente de hasta qué punto la gente estaba preparada para recibirla, y de si el estado de la educación en general le permitiría sacar de ella bastante provecho. Tenía yo a mi disposición un buen repuesto de Biblias y Testamentos; pero ¿querría o podría leerlas el pueblo? El amigo de la Sociedad a quien yo iba recomendado, estaba ausente de Lisboa al tiempo de mi llegada; lo sentí, porque podía haberme suministrado algunas indicaciones útiles. Con el fin, empero, de no gastar tiempo, me decidí a no esperar su regreso, y al punto empecé a recoger cuantas noticias pude acerca de los extremos a que he aludido. Comencé mis investigaciones a cierta distancia de Lisboa, por saber de sobra que me formaría una idea muy errónea de los portugueses en general si juzgaba de su carácter y opiniones por lo que veía y oía en una ciudad tan sujeta a la influencia extranjera.

      Mi primera excursión fué a Cintra. Si hay en el mundo algún lugar al que con razón pueda llamársele país encantado, es seguramente Cintra. Tivoli, sitio pintoresco y bello, se borra con rapidez de la memoria de cuantos ven el Paraíso portugués. No debe suponerse ni por un momento que al hablar de Cintra se alude sólo a la pequeña ciudad de este nombre; por Cintra debe entenderse la región entera: ciudad, palacio, quintas, bosques, rocas, ruinas moriscas, que bruscamente surgen ante los ojos al bordear la ladera de una montaña de aspecto triste, agreste y estéril. Nada tan hosco y repelente como la vista que por el lado suroccidental, hacia Lisboa, presenta el muro de piedra que parece ocultar a Cintra de ojos del mundo; pero el otro lado es como una decoración de mágica hermosura, donde la elegancia artificial y la agreste grandeza, las cúpulas, las torres, los árboles gigantescos, las flores y las cascadas se mezclan de modo que no tiene semejante bajo el sol. ¡Oh! Admirables y sorprendentes cosas hay en Cintra, a las que van unidos recuerdos maravillosos. Aquellas ruinas sobre el picacho, que cubren en parte la escarpada pendiente, fueron en otro tiempo la principal fortaleza de los moros lusitanos, y adonde, mucho después de su expulsión, se permitía que acudiesen, en determinada luna de cada año, los salvajes santones del Magreb a orar en la tumba de un famoso Sidi sepultado en esas rocas. Aquel palacio gris presenció la reunión de las últimas Cortes celebradas por el rey-niño Sebastián antes de partir para su romántica expedición contra los moros, que tan bien supieron vengar en Alcazarquivir el agravio hecho a su fe y a su país. En aquella pequeña y sombría quinta, escondida entre los altos alcornoques, vivió antaño Juan de Castro, virrey de Goa, viejo singular que empeñó los cabellos de la barba de su difunto hijo para levantar dinero con que rehacer los muros ruinosos de una fortaleza amenazada por los salvajes indios. Ante el portal de la quinta hay unos fragmentos de estelas que tienen profundamente grabados versos en sánscrito, sacados de los vedas, tan oscuros como si estuviesen en caracteres rúnicos; son piedras traídas por Castro desde Goa, brillantísimo escenario de su gloria, antes de que Portugal cayera en su profunda decadencia. Cañada abajo, en una abrupta elevación de las rocas, se hallan las ruinas de la casa de un millonario inglés que aquí daba pasto a caprichos de su ánimo antojadizo, tan desordenado, rico y vario en matices como el paisaje circundante. Sí; admirables cosas se ven en Cintra, y admirables son los recuerdos unidos a ellas.

      La ciudad de Cintra tiene unos ochocientos habitantes. La mañana siguiente a mi llegada, cuando me disponía a subir a la

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<p>27</p>

Es el Terreiro do Paço.

<p>28</p>

H. Fielding.