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vendido. Aceptado este plan, fué puesto en práctica sin tardanza, y con éxito no del todo malo. Pensé enviar algunos repartidores a los pueblos inmediatos, pero nuestro amigo se opuso a ello. Consideraba peligroso el intento, porque los curas rurales, dueños aún de gran ascendiente en sus respectivas parroquias, y, en su mayoría, resueltamente contrarios a la difusión del Evangelio, podían muy bien ser causa de que maltrataran o asesinaran a nuestros emisarios.

      Resolví, sin embargo, antes de marcharme de Portugal, establecer depósitos de Biblias en una o dos ciudades principales de provincias. Deseaba yo visitar el Alemtejo, nombre que significa «más allá del Tajo», región muy atrasada según mis noticias. Esta provincia no es bella ni pintoresca, a diferencia de casi todas las demás partes de Portugal; hay en ella muy pocas colinas y montañas. En su mayor parte se compone de páramos cortados por alcores, por sombrías cañadas y pinares enanos; la comarca está infestada de bandidos. La principal ciudad es Evora, de las más antiguas de Portugal, sede, en otro tiempo, de una rama de la Inquisición, todavía más cruel y mortífera que la terrible de Lisboa. Evora está a unas sesenta millas de Lisboa, y a Evora me resolví a ir, con veinte Testamentos y dos Biblias. Ahora se verá lo que allí me sucedió.

      CAPÍTULO II

      Boteros del Tajo. – Peligros de la corriente. – Aldea Gallega. – La hostería. – Ladrones. – Sabocha. – Aventura de un arriero. – Estalagem de ladrões.– Don Gerónimo. – Vendas Novas. – Un Sitio Real. – Los cerdos del Alemtejo. – Monte Moro. – Un cabrero singular. – Los hijos de los campos. – Infieles y saduceos.

      En la tarde del 6 de diciembre salí para Evora en compañía de mi criado. El paso del río se hace en unas lanchas o faluchos, como les llaman, que prestan servicio regular. Me habían dicho que la corriente sería favorable a eso de las cuatro, pero al llegar a la orilla del Tajo, frente a Aldea Gallega, punto entre el cual y Lisboa circulan las lanchas, me encontré con que la corriente no les permitiría salir antes de las ocho de la noche. Si esperaba hasta esa hora, desembarcaría probablemente en Aldea Gallega hacia la media noche, y no tenía yo muchas ganas de hacer mi entrée en el Alemtejo a tales horas; por tanto, como vi varados allí algunos pequeños botes, que podían salir en cualquier momento, resolví alquilar uno para la travesía, aunque el costo era mucho mayor. Pronto cerré trato con un muchacho de mirar selvático que se ofreció a tomarme a bordo de uno de aquellos botes, del que era copropietario, según dijo. No sabía yo lo peligroso que es cruzar el Tajo por su parte más ancha, precisamente desde enfrente de Aldea Gallega, en cualquier tiempo, pero sobre todo a la caída de la tarde en invierno; que a saberlo no me hubiera aventurado a tanto. El muchacho, y un camarada suyo de aspecto miserable, cuyo único vestido, a pesar de la estación, era un jubón y unos calzones andrajosos, remaron hasta llegar a media milla de la costa; entonces izaron una vela muy grande, y el muchacho que parecía ser el jefe y dirigirlo todo, empuñó el timón y se puso a gobernar el bote. La tarde comenzaba a oscurecer; el sol estaba ya cerca de la raya del horizonte; hacía mucho frío, y las olas del noble Tajo comenzaron a coronarse de espumas. Dije al botero que era casi imposible que el bote llevase tanta vela sin zozobrar, y al oírme, se echó a reír, y comenzó una charla de lo más incoherente. Su pronunciación era la más rápida y áspera que hasta entonces había observado en ningún ser humano; mezclábanse en ella alaridos de hiena con ladridos de perro, pero eso no era, en modo alguno, indicio de su condición natural, alegre y desenvuelta y sin asomos de mala intención, según vi muy pronto. Cuando, para demostrarle el poco caso que le hacía, me puse a cantar Eu que sou contrabandista, se echó a reír con toda su alma, y dándome palmadas en el hombro, me dijo que haría todo lo posible por no ahogarnos. Al otro pobrecillo no parecía repugnarle gran cosa irse a fondo; sentado en la proa del bote, semejaba la estatua del hambre, y cuando las olas, rompiendo por el lado del mar, le mojaban los escasos vestidos, sonreía. De allí a poco me convencí de que había llegado nuestra última hora; el viento era cada vez más fuerte, las olas más hirvientes, el bote se ponía con frecuencia de través, y el agua nos entraba a torrentes por sotavento. A pesar de todo, aquel mozo salvaje, sin soltar el timón, reía y parlaba, y a veces, berreaba un trozo de Quando el rey chegou, canción miguelista, que no se podía cantar en Lisboa sin ir a la cárcel.

      La corriente estaba en contra nuestra, pero el viento nos era favorable; emprendimos una carrera vertiginosa, y vi que nuestra única probabilidad de salvación estaba en doblar rápidamente el saliente de la margen del Tajo, donde comienza la ensenada o bahía en que se halla Aldea Gallega, porque entonces ya no tendríamos que luchar con las olas del río, encrespadas por el viento contrario. La voluntad del Todopoderoso nos permitió ganar prontamente aquel refugio, no sin que antes el bote se llenase casi por completo de agua, y nos caláramos hasta los huesos. A eso de las siete de la tarde atracamos en Aldea Gallega, tiritando de frío, y en un estado lamentable.

      Esas dos palabras españolas: Aldea Gallega, son el nombre de un pueblo que podrá tener unos cuatro mil habitantes. Era noche cerrada cuando desembarcamos. A poco, comenzaron a volar cohetes aquí y allá, iluminando el espacio en todas direcciones. Cuando íbamos por la calle sucia y desempedrada que conduce al largo o plaza, un estruendo horrible de tambores y gritos nos atronó los oídos. Pregunté la causa de tanto bullicio, y me dijeron que era la víspera de la concepción de la Virgen.

      Como no era costumbre de los posaderos proveer al sustento de sus huéspedes, vagué por las calles en busca de provisiones; al cabo, viendo a unos soldados que comían y bebían en una especie de taberna, entré y pedí al dueño que me proporcionase algo de cena, y sin tardanza me satisfizo, no del todo mal, aunque cobrándolo a buen precio.

      Me acosté temprano, porque las mulas que había contratado para llevarnos a Evora, vendrían a buscarnos a las cinco de la mañana siguiente. Mi criado dormía en la misma habitación, única disponible en la posada. No pude pegar los ojos en toda la noche. Teníamos debajo una cuadra, en la cual dormían varios almocreves o carreteros con sus mulas. Detrás de nosotros, en el corral, había una pocilga. ¿Cómo dormir? Los cerdos gruñían, resoplaban las mulas, y los almocreves roncaban de un modo horrible. Oí dar las horas en el reloj del pueblo hasta media noche, y desde media noche hasta las cuatro, hora en que me levanté y comencé a vestirme, enviando a mi criado a dar prisa al hombre de las mulas, porque estaba harto de la posada y deseaba marcharme cuanto antes. Un viejo huesudo y fuerte, acompañado de un muchacho descalzo, llegó con las bestias, que eran bastante regulares. El viejo, dueño de las mulas, y tío del muchacho, venía dispuesto a acompañarnos hasta Evora.

      Cuando salimos, la luna brillaba esplendorosa, y el frío de la mañana era penetrante. Tomamos un camino hondo y arenoso, al salir del cual pasamos ante un vasto edificio, de extraño aspecto, situado en una desamparada colina arenosa, a nuestra izquierda. Cinco o seis hombres a caballo, que marchaban a buen paso, nos dieron rápidamente alcance. Todos llevaban largas escopetas colgadas del arzón, y la boca de los cañones asomaba como a dos pies por debajo de la panza de los caballos. Pregunté al viejo la razón de aquel aparato guerrero. Respondióme que los caminos estaban muy malos (quería decir que abundaban los ladrones) y que aquellos hombres iban armados así para su defensa; muy poco después torcieron a la izquierda, en dirección de Palmella.

      Entramos en una planicie arenosa, salpicada de pinos enanos; el camino era poco más que un sendero, y conforme avanzamos, los árboles fueron espesándose hasta formar un bosque, que se extendía unas dos leguas, con espacios claros, donde pastaban rebaños de cabras y ovejas; las cencerrillas que llevaban colgadas del cuello sonaban con un tintineo apagado y monótono. El sol estaba empezando a salir, pero la mañana era triste y nublada, y esto, unido al desolado aspecto de la comarca, causaba en mi ánimo una impresión desagradable. Eché pie a tierra y anduve un poco, trabando conversación con el viejo. Al parecer, no sabía hablar más que de «los ladrones» y de las atrocidades que tenían por costumbre cometer en los mismos sitios por donde íbamos pasando. Las historias que contaba eran, en verdad, horribles, y por no oírlas, monté de nuevo y me adelanté un buen trecho.

      Al cabo de hora y media salimos del bosque a un terreno quebrado, yermo y bravío, cubierto de mato, o matorrales. Las mulas detuviéronse a beber en un charco de poca hondura; y al mirar a la derecha, vi las ruinas de una pared. Aquello era, según

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