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se veía que no llegaría a los cuarenta años sin tener vientre.

      Difícilmente otro médico podía ser más a propósito que él para la clientela. Sin parar mañana y tarde, afectuoso con lo más alto y lo más bajo de la sociedad, no desentona nunca. Es un Alcibíades burgués que se acomoda a todas las costumbres. Es apreciado en el faubourg Saint-Germain por su reserva, en la Calzada de Antin por su ingenio y en la calle Vivienne por su franqueza. Las mujeres, fuese cualquiera su posición, trabajaban activamente por él; ¿y sabéis por qué? Porque al lado de una enferma joven o vieja, fea o hermosa, demostraba una solicitud amable, una especie de galantería intermedia entre el respeto y el amor. El mismo no ha sabido explicarse jamás la naturaleza de este sentimiento, pero todas las mujeres sienten por él una simpatía benévola que puede llevarle muy lejos.

      Sus antiguos camaradas del hospital le habían llamado, por este motivo, la llave de los corazones. Yo sé de una casa donde se le llama, y no sin motivo, la tumba de los secretos. Sus jóvenes clientes del faubourg Saint-Germain le reprochaban el que visitase todas las noches el escenario de la Opera y le llamaban mata ratas. En cambio, en el salón de baile su juiciosa conducta le había valido el apodo de Nuevo Continente.

      – Y bien, Tumba de los secretos – dijo la señora Chermidy con su ligero acento provenzal – , ¿ha cumplido usted mi encargo?

      – Sí, señora.

      – ¿Se trata de la tísica en cuestión?

      – Sí, de la señorita de La Tour de Embleuse.

      – ¡Bravo! me parece que es una buena alianza… Yo siempre había sentido interés por las tísicas… ¡Las mujeres que tosen…! Ya ve usted cómo el Cielo recompensa mi compasión.

      – Doctor – preguntó el conde – , ¿ha hablado usted de las condiciones?

      – Sí, querido conde; las aceptan todas.

      La señora Chermidy lanzó un grito de alegría.

      – ¡Negocio concluido! ¡Viva París, donde se compran las duquesas al contado!

      El conde frunció el entrecejo. El doctor dijo vivamente:

      – Si usted hubiese podido venir conmigo, señora, tengo la seguridad de que habría llorado.

      – ¿Es realmente muy conmovedor una duquesa que vende a su hija? ¡Un episodio del mercado de esclavas!

      – Yo diría mejor un episodio de la vida de los mártires.

      – ¡Galante está usted!

      El doctor contó la escena en la que él había representado un papel. El conde se emocionó. La señora Chermidy tomó su pañuelo e hizo ademán de enjugar sus hermosos ojos que no lo necesitaban.

      – Me satisface mucho – dijo el conde – que sea ella quien haya adoptado esta resolución. Si los padres hubiesen aceptado por sí mismos, tal vez les habría juzgado mal.

      – Perdón, pero antes de juzgarles faltaría saber si esta mañana tenían pan en casa.

      – ¿Pan?

      – Pan, sin metáfora.

      – Adiós – dijo el conde – . Voy a saludar a mi madre. Dormía aún esta mañana cuando he salido del hotel. Le contaré todo lo ocurrido y le preguntaré qué es lo que debo hacer. ¿Es posible, doctor, que haya gentes que carezcan de pan?

      – He encontrado algunas en el camino de mi vida. Desgraciadamente no tenía un millón para ofrecerles como hoy.

      El conde besó la mano a la señora Chermidy y corrió al hotel de su madre. La linda mujer quedó con el doctor.

      – Puesto que hay gentes que carecen de pan – dijo – , veamos, doctor, ¡una taza de café!.. ¿Cómo me las arreglaría yo para ver a esa mártir del pecho? Porque es necesario que sepa yo a quién confío a mi hijo.

      – Puede usted verla en la iglesia, el día de la boda.

      – ¿En la iglesia? ¿Pero es que puede salir?

      – Sin duda… en coche.

      – Creí que estaba más enferma.

      – ¿Usted por lo visto quería un casamiento in articulo mortis?

      – No, pero quiero estar segura. ¡Bondad divina! ¡doctor, si llegase a curar!

      – La Facultad de Medicina se extrañaría mucho.

      – ¡Y don Diego quedaría casado para siempre! ¡Y yo mataría a usted, Llave de los corazones!

      – ¡Ay! señora, no me siento en peligro.

      – ¡Cómo ay!

      – Perdone usted, es el médico el que habla, no el amigo.

      – Una vez casada, ¿usted continuará asistiéndola?

      – ¿Es que hay que dejarla morir sin socorro?

      – ¡Toma! ¿para qué la casamos, pues? No será para que sea eterna.

      El doctor reprimió un movimiento de disgusto y respondió con el tono más natural, como el de un hombre en el que la virtud no es pedantería:

      – ¡Dios mío! señora, es mi costumbre, y ya soy demasiado viejo para corregirme. Nosotros los médicos cuidamos a nuestros enfermos como los perros de Terranova salvan a los que se están ahogando. Cuestión de instinto. Un perro salva ciegamente al enemigo de su dueño. Yo cuidaré a esa pobre criatura como si todos tuviésemos interés en que se curase.

      Después de la partida del doctor, la señora Chermidy pasó a su tocador y se entregó en manos de su doncella. Por la primera vez en mucho tiempo se dejó vestir sin fijarse: ¡tenía otras preocupaciones más importantes! Aquel matrimonio que había preparado, aquella combinación inteligente que ella misma se aplaudía como un rasgo de genio, podía convertirse en su confusión y en su ruina. No hacía falta para ello más que un capricho de la Naturaleza o la estúpida honradez de un médico para que quedasen fallidos los cálculos más sabios y defraudadas sus más queridas esperanzas. Comenzaba a dudar de su amante, de su buena estrella, de todo, en fin.

      Hacia las tres de la tarde comenzaron a desfilar las visitas. Hubo de sonreír a todos los pares de patillas que se acercaron a ella, extasiarse ante cuarenta cajas de bombones salidas todas de la misma tienda. Maldijo con todo su corazón las amables importunidades de año nuevo, pero no dejó traslucir nada de la inquietud que le roía el alma. Todos los que salían de su casa se hacían lenguas de su amabilidad.

      Y es que tenía un talento bien precioso para una dueña de casa; sabía hacer hablar a todo el mundo. Hablaba a cada uno de lo que más le interesaba; conducía a cada uno al terreno en que se encontraba más firme. Aquella mujer sin educación, demasiado perezosa y demasiado orgullosa para tener un libro en la mano, sabía fabricarse un fondo de conocimientos útiles leyendo a sus amigos. Y ellos le servían con la mejor voluntad. En el mundo somos así; agradecemos interiormente a todo aquel que nos obliga a hablar de lo que sabemos o a contar la historia que decimos bien. El que nos hace mostrar nuestro talento no es nunca un tonto, y cuando se está contento de sí mismo, no se está descontento de los demás. Los hombres más inteligentes trabajaban en la reputación de la señora Chermidy, tan pronto proporcionándole ideas, tan pronto diciendo con una secreta complacencia: «Es una mujer superior, me ha comprendido.»

      En el curso de aquella reunión se encaró con un homeópata de renombre, que cuidaba a las personas más ilustres de París. Encontró medio de interrogarle delante de siete u ocho personas sobre el punto que la preocupaba.

      – Doctor – le dijo – , usted que todo lo sabe, ¿quiere decirme si los tísicos pueden curar?

      El homeópata le respondió galantemente que ella no tendría nunca nada que temer de tal enfermedad.

      – No se trata de mí – repuso – . Es que me intereso vivamente por una pobre niña que tiene los pulmones destrozados.

      – Envíeme usted a su

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