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      Germana

      I

      EL AGUINALDO DE LA DUQUESA

      Hacia la mitad de la calle de la Universidad, entre los números 51 y 57, se ven cuatro hoteles que pueden citarse entre los más lindos de París. El primero pertenece al señor Pozzo di Borgo, el segundo al conde Mailly, el tercero al duque de Choiseul y el último, que hace esquina a la calle Bellechasse, al barón de Sanglié.

      El aspecto de este edificio es noble. La puerta cochera da entrada a un patio de honor cuidadosamente enarenado y tapizado de parras centenarias. El pabellón del portero está a la izquierda, envuelto entre el follaje espeso de la hiedra, donde los gorriones y los huéspedes de la garita parlotean al unísono. En el fondo del patio, a la derecha, una amplia escalinata resguardada por una marquesina, conduce al vestíbulo y a la gran escalera.

      La planta baja y el primer piso están ocupados por el barón únicamente, que disfruta sin compartirlo con nadie un vasto jardín, limitado por otros jardines, y poblado de urracas, mirlos y ardillas que van y vienen de ése a los otros en completa libertad, como si se tratara de habitantes de un bosque y no de ciudadanos de París.

      Las armas de los Sanglié, pintadas en negro, se descubren en todas las paredes del vestíbulo. Son un jabalí de oro en un campo de gules. El escudo tiene por soporte dos lebreles, y está rematado con el penacho de barón con esta leyenda: Sang lié au Roy1.

      Como media docena de lebreles vivos, agrupados según su capricho, se aburren al pie de la escalera, mordisquean las verónicas floridas en los vasos del Japón o se tienden sobre la alfombra alargando la cabeza serpentina. Los lacayos, sentados en banquetas de Beauvais, cruzan solemnemente los brazos, como conviene a los criados de buena casa.

      El día 1.º de enero de 1853, hacia las nueve de la mañana, toda la servidumbre del hotel celebraba en el vestíbulo un congreso tumultuoso. El administrador del barón, el señor Anatolio, acababa de distribuirles el aguinaldo. El mayordomo había recibido quinientos francos, el ayuda de cámara doscientos cincuenta. El menos favorecido de todos, el marmitón, contemplaba con una ternura inefable dos hermosos luises de oro completamente nuevos. Habría celosos en la asamblea, pero descontentos ni uno solo, y cada uno a su manera decía que da gusto servir a un amo rico y generoso.

      Los tales individuos formaban un grupo bastante pintoresco alrededor de una de las bocas del calorífero. Los más madrugadores llevaban ya la gran librea; los otros vestían aún el chaleco con mangas que constituye el uniforme de media gala de los criados.

      El ayuda de cámara iba vestido de negro completamente, con zapatillas de orillo; el jardinero parecía un aldeano endomingado; el cochero llevaba chaqueta de tricot y sombrero galoneado; el portero un tahalí de oro y zuecos. Aquí y acullá se distinguía a lo largo de las paredes, una fusta, una almohaza, un encerador, escobas, plumeros y algo más cuyo nombre ignoro.

      El señor dormía hasta mediodía, como quien ha pasado la noche en el club, y por lo tanto tenían tiempo para empezar sus faenas. Por lo pronto se entretenían en darle empleo al dinero y las ilusiones les ocupaban bastante. Los hombres todos son algo parientes de aquella lechera de la fábula.

      – Con esto, y lo que ya tengo ahorrado – decía el mayordomo – , puedo redondear mi renta vitalicia. A Dios gracias no falta el pan, y los días de la vejez los tendré asegurados.

      – Como es usted soltero – replico el ayuda de cámara – , no tiene que pensar en nadie. Pero yo tengo familia. Por eso pienso entregarle el dinero a ese buen señor que va a la Bolsa, y algo me producirá.

      – Es una buena idea, señor Fernando – dijo el marmitón – . Cuando vaya usted, llévele mis cuarenta francos.

      El ayuda de cámara se creyó obligado también a intervenir y exclamó en tono de protección:

      – ¡Vaya con el joven! ¿Qué crees tú que se puede hacer con cuarenta francos en la Bolsa?

      – Bueno – respondió el joven ahogando un suspiro – , los llevaré a la Caja de ahorros.

      El cochero soltó una ruidosa carcajada y se dio unos puñetazos sobre el estómago gritando:

      – Esta es mi caja de ahorros. Aquí es donde he colocado siempre mis fondos, y a fe que no me ha ido mal. ¿Verdad, padre Altorf?

      El padre Altorf, suizo2 de profesión, alsaciano de nacimiento, de elevada estatura, vigoroso, huesudo, de desarrollado vientre, ancho de hombros, de cabeza enorme y rubicundo como un hipopótamo, sonrió con el rabillo del ojo y produjo con la lengua un pequeño chasquido que era todo un poema.

      El jardinero, delicada flor de la Normandía, hizo sonar el dinero en su mano y respondió al honorable preopinante:

      – ¡Vamos, no diga usted tonterías! lo que se ha bebido ya no se vuelve a tener. Lo mejor que hay es esconder el dinero en una pared vieja o en un árbol hueco. ¡Los que así lo hagan no darán de comer al notario!

      La asamblea en pleno protestó de la ingenuidad de aquel buen hombre que enterraba en flor sus escudos, sin hacerlos producir. Quince o diez y seis exclamaciones se elevaron al mismo tiempo. Cada uno expuso su opinión, descubrió su secreto, cabalgó en su Clavileño. Cada uno hizo saltar las monedas en su bolsillo y acarició ardientemente las esperanzas ciertas, la dicha contante y sonante que habían embolsado. El oro mezclaba su aguda vocecita con aquel concierto de pasiones vulgares; y el choque de las piezas de veinte francos, más embriagador que los vapores del vino o el olor de la pólvora, emborrachaba a aquellos pobres cerebros y aceleraba los latidos de sus groseros corazones.

      En lo más fuerte del tumulto, se abrió una pequeña puerta que daba a la escalera, entre el piso bajo y el primero. Una mujer, con un harapiento traje negro, descendió vivamente los peldaños, atravesó el vestíbulo, abrió la puerta de vidrieras y desapareció en el patio.

      Todo esto pasó en un minuto y, no obstante, la sombría aparición se llevó el buen humor de todas aquellas gentes, que se levantaron a su paso con el más profundo respeto. Los gritos se detuvieron en sus gargantas y el oro ya no volvió a sonar en sus bolsillos. La pobre mujer había dejado detrás de ella como una estela de silencio y de estupor.

      El primero que se repuso fue el ayuda de cámara, que era lo que se llama un espíritu fuerte.

      – ¡Voto a…! – exclamó – . He creído ver pasar a la miseria en persona. Me ha estropeado el año. Ya veréis cómo no vuelve a salirme nada bien hasta el día de San Silvestre. ¡Brrr! tengo frío en la espalda.

      – ¡Pobre mujer! – dijo el mayordomo – . Ha tenido cientos y miles y ya la veis ahora… ¿Quién creería que es una duquesa?

      – Es que el vagabundo de su marido se lo ha comido todo.

      – ¡Un jugador!

      – ¡Un hombre que no piensa más que en comer!

      – Un andariego que trota de la mañana a la noche, con sus piernas de rocín.

      – No es él el que me interesa: tiene lo que se merece.

      – ¿Se sabe algo de la señorita Germana?

      – Su negra me ha dicho que cada día está peor. A cada golpe de tos llena un pañuelo.

      – ¡Y sin una alfombra en su habitación! Esa niña no se curaría más que en un país templado, en Italia, por ejemplo.

      – Será un ángel para Dios.

      – Los que quedan son más dignos de compasión.

      – ¡No sé cómo se las arreglará la duquesa para salir de este atolladero. ¡A todos debe! Ultimamente el panadero se ha negado a fiarles más.

      – ¿Cuánto deben de alquiler?

      – Ochocientos francos; pero lo que me extraña es que siquiera el señor haya visto el color de su dinero.

      – Si yo fuese él, preferiría tener desalquilado el piso antes que permitir que viviesen en él personas que deshonran la casa.

      – ¡No seas bestia! ¿Para qué arrastrar por el arroyo al duque de La Tour de Embleuse y a su familia? Esas miserias, para que lo sepas, son como las llagas del barrio;

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<p>1</p>

Sangre ligada con el Rey.

<p>2</p>

Portero de casa principal.