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él. Había nacido en una miserable y pequeña ciudad de la Champaña, pero hizo sus estudios en el colegio de Enrique IV. Un pariente suyo, que ejercía la medicina en el país, le dedicó desde muy joven a la misma profesión. Carlos siguió sus cursos, frecuentó los hospitales, hizo su internado, practicó a la vista de sus maestros y ganó a pulso todos sus diplomas y algunas medallas que hoy constituyen el adorno de su gabinete. Su única ambición era suceder a su tío y acabar con los enfermos que el buen hombre le dejase. Pero cuando le vieron aparecer, armado de sus éxitos y doctor hasta los dientes, los curanderos del país, y su tío que, después de todo, no era otra cosa, le preguntaron por qué no se había quedado en París. Unía a su talento unos modales tan seductores y le sentaba tan bien su gran paletó, que se adivinaba desde el primer día que todos los enfermos serían para él. El venerable pariente se encontraba demasiado joven para pensar en retirarse, y la rivalidad de su sobrino dio una agilidad a sus piernas que nunca había tenido. En resumen, el pobre muchacho fue tan mal recibido, se le pusieron tantos obstáculos en su camino, que, de puro desesperado, se volvió a París. Sus antiguos maestros le acogieron con los brazos abiertos y pronto tuvo una gran clientela. Los grandes hombres tienen el medio de no ser envidiosos; gracias a su generosidad, el doctor Le Bris hizo su reputación en cinco o seis años. Aquí se le apreciaba como sabio, allá como bailarín, y en todas partes como hombre simpático y bueno. Ignoraba los primeros elementos de la charlatanería, hablaba muy poco de sus éxitos y abandonaba a sus enfermos el cuidado de decir que los había curado. Su casa no era un templo, ni mucho menos. Habitaba en un cuarto piso de un barrio extremo. ¿Por modestia? ¿Por coquetería? No se sabe. Las pobres gentes de su barrio no se quejaban de tal vecindad; él, por su parte, las cuidaba con tanta solicitud, que algunas veces olvidaba el portamonedas a la cabecera de su cama.

      El señor Le Bris era, desde hacía tres años, el médico de la señorita de La Tour de Embleuse. Había seguido los progresos de la enfermedad sin poder hacer nada para detenerlos. Y no es que Germana fuese una de esas niñas condenadas desde su nacimiento, que llevan en sí el germen de una muerte hereditaria. Su constitución era robusta y su pecho ancho; además, su madre nunca había tosido. Un resfriado descuidado, una habitación demasiado fría, la privación de cosas necesarias a la vida, es lo que había producido todo su mal. Poco a poco, a pesar de los cuidados del doctor, la pobre niña había palidecido coma una estatua de cera y sus fuerzas la habían abandonado; el apetito, la alegría, el aliento, la satisfacción de respirar el aire, todo le faltaba. Seis meses antes del principio de esta historia, Le Bris había tenido consulta con dos celebridades. Aun podía salvarse entonces; le quedaba un pulmón, y la Naturaleza a veces se contenta con menos. Pero era preciso llevarla sin demora a Egipto o a Italia.

      – Sí – dijo el joven doctor – , ésa es la única prescripción racional; una casa de campo a orillas del Arno, una vida tranquila y sin preocupaciones pecuniarias… ¡Pero, ya veis!..

      Y designó con el dedo los cortinajes destrozados, las sillas de paja y el desnudo pavimento del salón.

      – ¡He aquí su sentencia de muerte!

      En el mes de enero el último pulmón fue afectado; el sacrificio se consumaba. El doctor casi se preocupaba ya más de la duquesa que de la enferma. Su última esperanza era que la hija se extinguiese dulcemente y que la madre se salvase.

      Hizo su visita a Germana, le tomó el pulso por pura fórmula, le ofreció una caja de bombones, la besó fraternalmente en la frente y pasó a la habitación del señor de La Tour de Embleuse.

      El duque aun estaba en la cama y, sin los artificios de tocador, nadie le hubiera rebajado un mes de sus sesenta y tres años.

      – Y bien, elegante doctor – dijo con su risa sonora – , ¿qué año nuevo nos trae usted? ¿La Fortuna, al fin, querrá venir a verme? ¡Ah! ¡bribona, si vuelvo a pillarte! Usted es testigo, doctor, de que la espero en la cama.

      – Señor duque – respondió el doctor – , puesto que estamos solos, podemos hablar de cosas serias. Creo que no he ocultado a usted el estado de su hija.

      El duque hizo una pequeña mueca sentimental y dijo:

      – Verdaderamente, doctor, ¿es que no se puede ya esperar nada? Yo creo, falsa modestia aparte, que es usted capaz de un milagro.

      Le Bris movió tristemente la cabeza.

      – Todo lo más que yo puedo hacer – respondió – , es evitarle sufrimientos en sus últimos días.

      – ¡Pobre pequeña! Figúrese usted, querido doctor, que tose todas las noches hasta despertarme. Debe sufrir horriblemente, aunque trate de ocultarlo. Si no hay ninguna esperanza, su última hora será la del descanso.

      – No es eso todo lo que tengo que decirle, y perdóneme usted si empiezo el año con tristes noticias.

      El duque se incorporó de un salto.

      – ¿Qué pasa, pues? ¡Me da usted miedo!

      – La señora duquesa me inquieta desde hace algunos meses.

      – ¡Ah!.. Efectivamente, doctor, usted abusa de los malos augurios. La duquesa, gracias a Dios, está perfectamente. ¡Ya quisiera estar yo como ella!..

      El doctor entró en detalles que abatieron la indiferencia y la ligereza del viejo. Se vio solo en el mundo y se estremeció de terror. Su voz bajó de tono y se cogió a la mano del doctor como un náufrago al último trozo de madera.

      – Amigo mío – le dijo – , ¡sálveme! ¡Salve a la duquesa, quería decir! No tengo más que a ella en el mundo. ¿Qué sería de mí? Es un ángel, mi ángel guardián. ¿Qué es necesario hacer para curarla? Dígamelo y obedeceré como un esclavo.

      – Señor duque, lo que necesita la señora duquesa es una vida tranquila y fácil, sin emociones, y, sobre todo, sin privaciones; un régimen suave, alimentos escogidos y variados, una casa cómoda, un buen coche…

      – Y la luna, ¿no es verdad? – exclamó el duque con impaciencia – . Le creía a usted, doctor, hombre de más talento y de más vista. ¡Coche! ¡casa! ¡buena alimentación! ¡Vaya usted a buscarme todo eso y se lo daré!

      El doctor respondió sin inmutarse:

      – Ya se lo traigo a usted, señor duque, y no tiene usted más que tomarlo.

      Los ojos del duque brillaron como los de un gato en la obscuridad.

      – ¡Hable usted, pues! – exclamó – . ¡Me tiene usted en ascuas!

      – Antes de pasar adelante, señor duque, debo recordarle que desde hace tres años soy el mejor amigo de la casa.

      – Puede usted decir el único sin temor a ser desmentido.

      – El honor de su nombre me es tan caro como a usted mismo, y si…

      – ¡Va bien! ¡va bien!

      – No olvide usted que la vida de la señora duquesa está en peligro y que yo respondo de salvarla, puesto que usted me proporciona los medios.

      – ¡Qué diablo! Es usted el que me los proporciona a mí. Hace una hora que me está usted hablando como el peripatético del Matrimonio forzado. ¡Al grano, doctor, al grano!

      – A eso voy. ¿Ha visto usted nunca en París al conde de Villanera?

      – ¿Al de los caballos negros?

      – Precisamente.

      – ¡El más hermoso tronco de París!

      – Don Diego Gómez de Villanera es el último vástago de una ilustre familia napolitana transplantada a España durante el reinado de Carlos V. Su fortuna es la más grande de toda la península; si cultivase sus tierras y explotase sus minas, sus rentas no bajarían de dos o tres millones. Así y todo, tiene millón y medio de renta, un poco menos que el príncipe de Isupoff, treinta y dos años, una figura agradable, una educación exquisita, un carácter caballeroso…

      – Y a la señora de Chermidy, puede usted añadir.

      – Puesto que usted sabe eso, me abrevia el camino. El conde, por razones

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