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los demás.

      – ¡Muchacho! – exclamó gravemente el mayordomo – , estás diciendo cosas incoherentes. La prueba de que no son hombres como los demás, es que yo, tu superior, no sería ni barón durante una hora de mi vida. Además, la duquesa es una mujer sublime y hace cosas de las que ni tú ni yo seríamos capaces. ¿Tomarías tú caldo durante todo un año y en todas las comidas?

      – ¡Caramba! ¡No me parece eso muy divertido!

      – ¡Pues bien! la duquesa pone el puchero a la lumbre cada dos días, porque a su marido no le gusta la sopa de vigilia. El señor se come su tapioca de caldo graso y un bistec y un par de chuletas, y la pobre y santa mujer se conforma con los desperdicios. Es hermoso, ¿verdad?

      El marmitón pareció muy conmovido.

      – Mi buen señor Tournoy – dijo al mayordomo – , me interesan mucho esas pobres gentes. ¿No podríamos enviarles algo por medio de la negra?

      – ¡Sí, sí! ella es tan orgullosa como los otros; no querría nada de nosotros. Y, no obstante, tengo la seguridad de que no se desayuna todos los días.

      Esta conversación se hubiera prolongado indefinidamente a no llegar oportunamente el señor Anatolio para interrumpirla, en el preciso momento en que el guarda, que aun no había abierto la boca, iba a tomar la palabra. La asamblea se disolvió más que de prisa; cada uno de los oradores llevó consigo sus instrumentos de trabajo y en la sala de deliberaciones no quedó más que una de esas escobas gigantescas, llamadas cabezas de lobo.

      Mientras tanto, Margarita de Bisson, duquesa de la Tour de Embleuse, caminaba apresuradamente en dirección a la calle Jacob. Los transeúntes que la rozaban con el codo al correr para dar o recibir los aguinaldos, la encontrarían seguramente parecida a una de esas irlandesas desesperadas que patinan sobre el afirmado de las calles de Londres en persecución del penique. Hija de los duques de Bretaña, casada con un antiguo gobernador del Senegal, la duquesa llevaba un sombrero de paja teñido de negro cuyas cintas se retorcían como bramantes. Un velillo de imitación, agujereado por cinco o seis sitios distintos, mal ocultaba su cara, dándole además un aspecto extraño. Aquel hermoso rostro, sembrado de pequeñas manchas, producía el efecto de que estuviese desfigurada por la viruela. Un viejo chal, ennegrecido por los cuidados del tintorero y al que la intemperie había dado un color rojizo, dejaba caer tristemente sus tres puntas cuyos flecos rozaban ligeramente la nieve de la acera. La ropa que se ocultaba debajo del mantón estaba tan usada, que no se hubiese podido decir de qué clase era a la simple vista. Unicamente examinándola de cerca y con una lupa se hubiera podido reconocer un moaré desteñido, raído, con los pliegues cortados y las franjas deshilachadas, devoradas por el lodo corrosivo de las calles de París. Los zapatos que soportaban tan lamentable edificio habían perdido la forma y el color. La ropa blanca, ese distintivo de la limpieza y del bienestar, no asomaba ni por el cuello ni por las mangas. Algunas veces, al pasar por un charco, el vestido se levantaba por un lado y dejaba ver una media de lana gris y un sencillo refajo de algodón negro. Las manos de la duquesa, enrojecidas por un frío muy vivo, se escondían bajo su chal. Al andar, arrastraba los pies, no por indolencia, sino por el miedo de perder los zapatos.

      Por un contraste que hemos podido observar más de una vez, la miseria no había afeado a la duquesa, que no estaba pálida ni delgada. Había recibido de sus antepasados una de esas bellezas rebeldes que lo resisten todo, incluso el hambre. Se ha visto a presos que engordaban en su calabozo hasta la hora de la muerte. A la edad de cuarenta y siete años, la señora de la Tour de Embleuse conservaba aún, hermosos rasgos de su juventud. Aun tenía el cabello negro y treinta y dos piezas en la boca capaces de triturar el pan más duro. Su salud no respondía a su aspecto, pero esto era un secreto que quedaba entre ella y su médico. La duquesa estaba en los linderos de aquella hora peligrosa, y a veces mortal, en que la madre desaparece para dejar lugar a la abuela. A menudo soñaba que la sangre le llenaba la garganta como si quisiera ahogarla. Oleadas de calor le subían hasta el cerebro y se despertaba como si estuviese en un baño de vapor, del que se extrañaba salir con vida. El doctor Le Bris, un médico joven y un antiguo amigo, le recomendaba un régimen suave, sin fatigas y sobre todo sin emociones. Pero, ¿qué alma, por estoica que fuese, hubiese atravesado sin emocionarse por tan rudas pruebas?

      El duque César de La Tour de Embleuse, hijo de uno de los emigrantes más fieles al rey y de los más encarnizados contra el pueblo, fue magníficamente recompensado por los servicios de su padre. En 1827, Carlos X le nombró gobernador general de las posesiones francesas del Africa occidental. Tenía apenas cuarenta años. Durante veintiocho meses de permanencia en la colonia, se defendió valerosamente contra los moros y contra la fiebre amarilla; después pidió un permiso para casarse en París. Era rico, gracias a la indemnización que le habían dado, y dobló su fortuna al casarse con la hermosa Margarita de Bisson que poseía sesenta mil francos de renta. El rey firmó al mismo tiempo su contrato y su cesantía, y el duque se encontró casado y destituido el mismo día. El nuevo poder le hubiera acogido de muy buena gana entre la multitud de los tránsfugas; incluso se llegó a decir que el ministerio Casimiro Périer le había hecho algunas proposiciones. El duque rechazó todos los empleos, primero por orgullo, pero también por una invencible pereza. Sea que hubiese gastado en menos de tres años toda su energía, sea que la vida fácil de París le retuviera con un atractivo irresistible, es lo cierto que durante diez años su único trabajo fue pasear sus caballos por el Bosque y exhibir sus guantes amarillos en el foyer de la Opera. París era completamente nuevo para él, porque había vivido en el campo bajo la férula inflexible de su padre hasta el momento de partir para el Senegal. Gustó tan tarde de los placeres, que no tuvo tiempo para saciarse.

      Todo le parecía hermoso, los goces de la mesa, las satisfacciones de la vanidad, las emociones del juego y hasta las austeras alegrías de la familia. Mostraba en casa la cariñosa diligencia de un buen esposo y en el mundo la fogosidad de un hijo de familia emancipado. Su mujer era la más dichosa de Francia, pero no la única de quien él hiciera la dicha. Lloró de alegría al nacer su hija, allá por el verano de 1835. En el exceso de su felicidad, compró una casa de campo a una bailarina por la cual estaba loco. Las comidas que daba en su casa no tenían rival, como no fuesen las cenas que daba en la de su querida. El mundo, que es siempre indulgente para los hombres, le perdonaba aquel derroche de su vida y de su fortuna. Además, hacía las cosas galantemente, porque sus placeres mundanos no levantaban un eco doloroso en su casa. En justicia, ¿se le podía reprochar que hiciese partícipes a todos de la exuberancia de su bolsillo y de su corazón? Ninguna mujer compadecía a la duquesa, que, en efecto, no era digna de compasión. El duque evitaba cuidadosamente comprometerse, no se exhibía en público más que con su esposa, y antes hubiera preferido faltar a una partida que enviarla sola al baile.

      Aquella vida por partida doble y los manejos en que un hombre de mundo sabe envolver sus placeres, hicieron pronto brecha en su capital. Nada cuesta más caro en París que la sombra y la discreción. El duque era demasiado gran señor para detenerse en su camino. Nunca supo negar nada a su esposa ni a la de los otros. Y no es que ignorase el estado de su fortuna, pero contaba con el juego para repararla. Los hombres a quienes el bien ha venido durmiendo se habitúan a una confianza ilimitada en el destino. El señor de La Tour de Embleuse era dichoso como el que toma las cartas en sus manos por primera vez. Se estima que sus ganancias del año 1841 doblaron sus rentas y aún más, pero nada dura en este mundo, ni siquiera la suerte en el juego; bien pronto pudo saberlo por experiencia. La liquidación de 1848, que dejó al descubierto tantas miserias, le demostró que estaba arruinado sin remisión. Vio que a sus pies se abría un abismo sin fondo. Otro hubiera perdido la cabeza; él ni siquiera perdió la esperanza. Fuese directamente a su esposa y le dijo con la alegría de siempre:

      – Mi querida Margarita, esta maldita revolución nos lo ha quitado todo; no nos quedan ni mil francos nuestros.

      La duquesa no esperaba semejante noticia y, pensando en su hija, lloró amargamente.

      – No temas nada – le dijo – ; es una tempestad pasajera. Cuenta conmigo; yo cuento con el azar. Dicen que soy un hombre ligero; ¡tanto mejor! Así volveré a flote.

      La pobre mujer enjugó sus lágrimas y le dijo:

      – ¡Bien, amigo mío! ¿Es que quieres trabajar?

      – ¡Yo!

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