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Todo acuerdo exigía una información en lejanos países ó provocaba protestas, y mientras tanto, el pequeño mundo aglomerado en Constanza se aburría, sumiéndose en los mayores pecados por culpa del tedio. Los mercenarios del emperador correteaban á las muchachas en los bosquecillos inmediatos al lago; la cerveza y el vino del Rhin rodaban á torrentes; los santos cardenales cerraban bajo llave á los pajecillos italianos, para librarles de incurrir en pecado con gentes que no fuesen eclesiásticas, y para general distracción y derrota del diablo tentador, se organizaban procesiones ostentosas, amenizadas con la quema de algún que otro miserable judío.

      He visitado el Kaufhaus, enorme edificio, vecino al puertecillo actual, en el que se celebraron las sesiones del Concilio. Es un caserón de piedra, con las puertas negruzcas, de ojiva chata, rematadas por groseros relieves góticos. El último piso, de madera carcomida, está rematado por un techo de barraca, de ruda pendiente, igual al usado en todos los países donde abunda la nieve.

      Un día, el Concilio, reunido en el salón que ocupa todo el piso superior, vió comparecer á un sacerdote de gran barba rubia y ojos azules, vestido de raída sotana y cubriendo con un cuadrado bonete sus cabellos ensortijados. Era Juan Huss.

      Traía revuelta á Hungría con sus predicaciones. La muchedumbre marchaba tras sus pasos, y el sacerdote deteníase en los caminos, predicando al pie de los árboles sus nuevas doctrinas. La gran masa, ansiosa de rebelión, adoraba al profeta. El emperador Segismundo le había invitado á venir al Concilio, para explicar sus creencias, dándole un salvoconducto y empeñando su palabra imperial para convencerle de que su vida no corría peligro. La espada del Imperio velaba sobre él. Su existencia era sagrada.

      Al verle aparecer y escuchar su voz, corrió un estremecimiento por la santa asamblea, semejante al que agita á la jauría cuando huele la caza.

      Los hábitos negros y blancos de los dominicos palpitaron de emoción; las cabezas severas y duras de los frailes alemanes, intolerantes y rudos, y de los frailes españoles, sus discípulos y herederos, agitáronse con aullidos de muerte.

      El sacerdote bohemio se explicó tan claramente, que, á los pocos días, estaba preso, y para mayor seguridad, en el convento de los dominicos, en este torreón que puedo tocar con sólo extender el brazo fuera de mi ventana. El emperador se olvidó de él y de la palabra dada, ejemplo de villanía repugnante que no siguió Carlos V cuando un siglo después compareció Lutero ante la Dieta de Worms.

      La muchedumbre reunida en Constanza gozó al fin de una gran fiesta. Los padres del Concilio, que llevaban tanto tiempo sin hacer nada y se veían desobedecidos en sus acuerdos, pensaron satisfechos en que iban á hacer algo sonado.

      Una mañana, el prisionero del convento de la Isla fué sacado del torreoncillo, por cuyas estrechas ventanas contemplaba la extensión azul del lago buscando las montañas de su lejano país. Cruces en alto; blandones encendidos; largas filas de monjes encapuchados; un canto lúgubre, que contrasta con el piído de los pájaros y el susurro del lago al morir en la orilla. Como representantes del brazo secular, los barbudos lansquenetes, oliendo á cerveza, empujan al sacerdote, lo amarran, lo visten con una mitra y una túnica pintadas de diablos y serpientes y la procesión de muerte emprende el camino hacia el arrabal de Brülh, donde hoy se alza una roca cubierta de inscripciones en honor del mártir. Otra procesión igual surge en el camino conduciendo á Jerónimo de Praga, el fiel compañero y discípulo.

      La gloria de la cristiandad, lo más selecto é ilustre de la época, ocupa la llanura de Brülh. El emperador no ha osado contemplar su obra, pero allí están, junto al montón de leña seca, rematada por dos postes, los cardenales á caballo, con sus séquitos de príncipes; los nobles guerreros y las hermosas damas alemanas, rubias, blancas y pechonas, montadas en vistosas hacaneas y avanzando todo cuanto pueden para no perder nada del interesante espectáculo.

      ¡Prodigios de la fe! El inmenso montón de leña ha sido traído voluntariamente pieza á pieza, por la piedad de los fieles, por el buen populacho, que desea la quema de estos dos hombres, á los que no conoce, pero cuya maldad le parece indudable.

      Empiezan á crepitar las llamas, asomando sus lenguas rojas entre los leños. Surge el humo de las ropas carnavalescas que cubren á los condenados como un último insulto.

      De pronto se abren las filas de soldados sonrientes, y sonríen también las hermosas damas, los príncipes eclesiásticos y los jinetes de luciente coraza.

      Una vieja, arrugada y casi ciega, miserable andrajo humano, avanza, encorvada bajo un pequeño haz de sarmientos. Viene de muy lejos, y teme haber llegado tarde para depositar su ofrenda, perdiendo la ocasión de hacerse grata á Dios. Al arrojar su haz en la hoguera, suspira satisfecha, como si librase su alma de un gran peso.

      Juan Huss también sonríe. Sus ojos azules, de dulce profeta, lagrimeantes por el humo, miran al cielo. Su barba rubia, que empieza á chamuscarse, muévese á impulsos de una admiración lastimera.

      –¡Oh sancta simplicitas!– gime.

      Las últimas palabras del mártir fueron para la santa y eterna imbecilidad de los simples, que creen lo que les enseñan, odian lo que les señalan, y con la sencillez de la inconsciencia, matan ó persiguen, creyendo realizar una gran hazaña, á los que se preocuparon de su suerte, trabajando y sufriendo por ellos.

      VIII

      La Atenas germánica

      Munich es una de las capitales de Europa de fundación más moderna, y sin embargo, muy pocas le igualan en el aspecto, majestuosamente venerable.

      En el siglo XII, cuando eran viejas ya las grandes ciudades europeas, Munich se componía de un puente sobre el Isar, con algún caserío y un fuerte convento. Forum ad Monachos la llamaban entonces, y de aquí su nombre actual, München (Monje), y el fraile que figura en su escudo de armas, y los pequeños y graciosos encapuchados que se ven en todas partes como símbolos de la ciudad, en los escaparates de juguetes, en los adornos de las esquinas, en los toneles de cerveza y en las jarras de las braserías.

      Munich, por sus edificios, por sus escuelas, por el respeto oficial de que rodea á las artes, es la Atenas germánica. No significa esto que sus habitantes, morenos, católicos, habladores y ruidosos, que hacen de la Baviera una especie de Andalucía alemana, formen una democracia intelectual y refinada como la ateniense. Aquí los verdaderos artistas han sido los príncipes – simpáticos desequilibrados que se entregaron al culto de la Belleza con un fervor rayano en la manía – , y el buen pueblo, obedeciéndoles con ciega disciplina germánica, les siguió en sus deseos.

      La pintura, la poesía y la música han sido las grandes manifestaciones de la vida de Munich, y sus habitantes admiran, como dioses tutelares, á los célebres artistas protegidos por los reyes. Wágner figura en todos los escaparates: su perfil de bruja pensativa adorna hasta las muestras de las tiendas. Goethe y Schiller, coronados de laurel y semidesnudos como griegos, yerguen sus cuerpos de bronce en grandes plazas, acompañando á monarcas y príncipes de la casa bávara, cuyos hechos fueron superiores á los de Mecenas. El lujoso estudio del pintor Lenbach se visita como un templo, y un culto igual recibe la memoria de Cornelius, Kieuze y todos los demás pintores y escultores que desde los tiempos de Luis I á los del infortunado Luis II (el Lohengrin coronado), contribuyeron en menos de un siglo al embellecimiento de la ciudad.

      Los palacios ostentosos, los museos, los arcos de triunfo, los teatros monumentales, ocupan casi una mitad de Munich. Los reyes de Baviera trabajaron sin descanso. Su manía de embellecimiento no les dejaba dormir. El demonio de la construcción turbaba sus días con nuevas sugestiones. La caja del Estado estaba abierta para todo el que se presentaba con una idea nueva. Los favoritos de la corte fueron artistas alemanes, que no habían nacido en Baviera, y sin embargo, llegaron hasta á intervenir en la vida política y aconsejar á los soberanos. Un músico silbado en París, de costumbres bizarras y humor intratable, llegaba á ser á modo de un virrey, derrochando la fortuna pública en la erección de extraños teatros y organizando misteriosas representaciones que sólo presenciaba el monarca. Éste era casi un actor, bajo las órdenes de su amigo Wágner, imperioso artista contra el cual gruñía el pueblo, próximo á sublevarse como años antes se alzó contra Lola Montes. El entusiasmo dilapilador

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