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el simpático perturbado en una laguna del castillo de Bergi.

      El gran músico le había precedido algunos años en su salida del escenario mundanal; pero mucho antes de que Wágner muriese, ya había dado la generosidad de Luis todo lo necesario para la realización de los ensueños del maestro.

      Wágner ansiaba un teatro suyo, con arreglo á su genio inventivo y revolucionario, el cual no sólo realizó innovaciones en la música, sino en la escenografía y en la construcción. El coliseo de Bayreuth fué su obra. Luego Munich, siguiendo los mismos planos, ha elevado el teatro del Príncipe Regente, dedicándolo á la representación de las obras de Wágner. Hoy el Prinz-Regenten-Theater, de Munich, celebra todos los años un Festival Wágner que atrae á una muchedumbre cosmopolita, y triunfa sobre Bayreuth por el esmero con que presenta las obras. Su maquinaria escenográfica es muy superior á la de los tiempos de Wágner, que aun funciona en el primitivo teatro.

      Gentes de todos los países de Europa y de mucha parte de América, se encuentran en Munich, con motivo del Festival. Inútil describir lo que es este teatro con sus novedades y misterios, pues todo el mundo conoce las innovaciones introducidas por Wágner en la representación de sus obras. La orquesta es subterránea é invisible, lo que llamaba el maestro «el abismo místico» de donde surgen las melodías como si viniesen de otro mundo, sin ver el espectador á los músicos, que sudan y gesticulan, y al director, que se mueve como un loco. El teatro está completamente á obscuras. Las puertas de los pasillos se cierran al empezar cada acto, sin que exista poder terrenal capaz de abrirlas antes de que aquél termine. La disciplina alemana reglamenta el curso del espectáculo; el programa marca las horas y minutos que se invertirán, tanto en el conjunto de la obra como acto por acto. Las trompetas, sustituyendo á los toques de campana, hacen correr á los espectadores lo mismo que reclutas que temen faltar á la lista.

      Las representaciones del Festival Wágner empiezan á las cuatro de la tarde y acaban á las nueve y media de la noche. El último entreacto es de media hora, para que el público pueda cenar en los grandes comedores del teatro. Una admirable igualdad reina sobre el público. Todos los asientos son iguales y cuestan lo mismo, veinte marcos (veinticinco pesetas). El teatro, aparte de los seis palcos del fondo, destinados á la familia real y á los potentados extranjeros, sólo se compone de butacas que se alínean en peldaños, subiendo desde la concha circular, que cubre el foso de la orquesta, hasta lo más alto de la sala. Todos ven el espectáculo de frente. Las dos paredes laterales son lisas, sin otros adornos que las portadas de salida y unas hornacinas con vasos griegos.

      ¿Á qué hablar de El anillo del Nibelungo?.. Wotan, Brunilda, Sigfrido, todos los dioses, los héroes, las beldades desventuradas, los gigantes espantosos y los nibelungos enanos, que figuran en esta serie de óperas, con su fantástica Historia Natural de dragones que cantan, pájaros que aconsejan y serpientes y osos, son personajes conocidos del público y no ofrecen ya novedad. La Walkyria y el Sigfrido los cantan en Munich lo mismo que en el Real de Madrid, ó tal vez un poco peor. Todos los artistas de lengua alemana tienen empeño en cantar en este Festival, porque da cartel. Algunos proceden de Nueva York, y creo que hasta después de trabajar gratuitamente, dan dinero encima.

      Además, en este teatro, donde no se admiten manifestaciones del público, el artista puede atreverse á todo, sin ese miedo que inspiran los espectadores exigentes de Italia y España, los cuales llevan á la ópera algo del espíritu de la gente que asiste á una corrida de toros. Total, que al lado de buenos artistas, encanecidos en el culto wagneriano, aparecen otros indignos de cantar en su compañía. Por fortuna, la orquesta, las maravillas del decorado y la escrupulosidad y atención en el juego escénico, justifican el largo viaje que ha tenido que realizar una gran parte de este público, híbrido en su aspecto exterior, y tan interesante casi como las obras de Wágner.

      La uniformidad militar del teatro contrasta con la variedad infinita de los espectadores. En lugar alguno de Europa puede encontrarse un público tan heterogéneo. Una amable libertad impera en el vestido. Las damas alemanas y algunas francesas se presentan en traje de ceremonia; los oficiales marchan tiesos, en sus apretadas levitas de alto cuello, arrastrando el sable; los herr germánicos llevan frac y se cubren la cabeza con fieltros de anchas alas; pero revueltos con estas gentes elegantes, pasan inglesas y americanas, vistiendo blancos trajecitos de falda corta; viajeros con su terno gris á grandes cuadros, los gemelos en bandolera y la gorrilla en la mano; gruesos y rubicundos sacerdotes católicos, con levita y pechera negras, que, recordando lo que acaban de oir, mueven los dedos como si estuviesen ya ante los órganos de sus catedrales; vírgenes de lacias faldas, con el exangüe rostro asomado entre dos caídos cortinajes de pelo; jóvenes melenudos, que estiran la afeitada cara sobre las innumerables roscas de una corbata obscura; muchachas enfurruñadas, que al llegar tarde y encontrar las puertas cerradas, se tienden en las escalinatas de los pasillos, ansiando oir un eco del lejano misterio por debajo de los pesados portiers, junto á las piernas de los impasibles acomodadores; mujeres con cierta originalidad en su traje y sus maneras, que son grandes cantantes en vacaciones ó famosas concertistas; viejos condecorados, de cabellera gris y cara arrugada, que inspiran un vago recuerdo de retratos vistos en ilustraciones extranjeras.

      Es un público de sorpresas. Todos presienten en el vecino que pueda ser alguien. La mayoría está formada de artistas, de escritores, de gentes que gozan celebridad en sus países, pero que pasan inadvertidas en esta reunión universal, que sólo dura algunos días.

      Esta importancia del público que parece presentirse, como si flotase en el ambiente, obliga á una extremada sencillez á los grandes de la tierra.

      Yo me he codeado, del modo más irreverente, al pasear por las galerías, con una señora joven, tan elegante como granujienta y fea. Un poco más allá dos viejas damas, cargadas de brillantes, pusieron al verla una rodilla en tierra, con esa sumisión germánica, al lado de la cual el cortesanismo español resulta de costumbres democráticas.

      – ¡Alteza! ¡Alteza!..

      Y le besaron la mano como si llevase en ella el Santísimo Sacramento. Era una hija ó una nieta (no me enteré bien) del emperador de Austria. Y de igual categoría que ésta, aunque más simpáticas por su modestia, encontré en los pasillos á otras altezas, cuyo nombre no necesité preguntar por serme sus caras bien conocidas.

      Cuando termina el espectáculo, la gran mayoría del público sale en silencio; pero algunos manifiestan su fervor á gritos.

      – ¡Sublime! ¡Inmenso!

      Casi siempre son españoles, italianos ó franceses los que gritan entusiasmados. Pero sus voces suenan á falso, y parece que gritando intentan convencerse á sí mismos.

      Han oído hablar del Festival Wágner como de algo extraordinariamente misterioso; han venido atraídos por la curiosidad, creyendo en lo sobrenatural del espectáculo, y salen de él dudando de la sensatez de su viaje, sintiendo cierta sospecha de haber sido engañados, diciéndose que, aparte de la sala á obscuras y de la orquesta subterránea, nada nuevo han visto.

      X

      El "Mozarteum"

      Al ir de Munich á Viena, la primera población que se encuentra, pasada la frontera austriaca, es Salzburgo, famosa desde hace siglos como uno de los lugares más hermosos de la vieja Alemania.

      Es una ciudad episcopal que hasta principios del siglo XIX estuvo regida por un príncipe-arzobispo, y sólo en 1816, después que el Congreso de Viena, repartiéndose los despojos del vencido Napoleón, rehizo el mapa de Europa, pasó á incorporarse á Austria. Construída en las dos orillas del Salzach, que corre entre verdes montañas, la población extiéndese por ambas laderas, rompiendo los densos bosques y asomando á trechos su edificación roja y negruzca y sus altas torres sobre el verde follaje. Una catedral gótica recuerda el gobierno de los príncipes mitrados; un castillo, el Hoen, domina uno de los panoramas más hermosos del mundo.

      Pero Salzburgo no es famosa por su belleza y su antigüedad. Á pesar de las glorias históricas de sus arzobispos, de la hermosura de sus paisajes y de haber habitado en ella el famoso médico Teofrasto Paracelso, hoy dormitaría olvidada, como muchas poblaciones de la antigua Alemania, sin que un viajero curioso descendiese en su estación y sin otra vida

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