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á la pequeña población alemana.

      El príncipe-arzobispo de dicha época, amante de la música, como todos los señores alemanes, tenía á su servicio un maestro de capilla, pagado miserablemente y abrumado por un continuo trabajo.

      Este pobre músico ocupaba un cuarto piso en una calle estrecha de Salzburgo; una casa de vecindad, con su escalera en forma de túnel y sus galerías, dando acceso á innumerables puertas. Un día el necesitado maestro vió aumentarse sus apuros con el nacimiento de un nuevo hijo. Le pusieron los nombres de Wolfgan Amadeo y el obscuro apellido de su padre, llamado Leopoldo Mozart.

      Los vecinos del viejo caserón vivían en continuo concierto. Por las tardes, cuando terminaban sus ocupaciones en la catedral ó en el palacio del arzobispo, los músicos de la capilla, tan pobres y entusiastas como el maestro, reuníanse en la casa de éste. No tenían dinero para ir á la cervecería, y se juntaban trayendo sus instrumentos, para deleitarse mutuamente con interminables conciertos, en los que ejecutaban las obras de su gusto, sin tener que seguir los caprichos del señor. Llegaban con sus raídas casacas negras, de largos faldones, sus pelucas de un blanco rojizo, las medias con puntos sueltos, los zapatos viejos, y se agrupaban ávidos en torno del bondadoso Leopoldo, que les aguardaba con un voluminoso cuaderno en la mano, última novedad musical enviada por el kapells-meister de algún otro principillo alemán.

      Sentábase al piano el maestro, gemían los violines, roncaba el contrabajo, extendía el violoncello la caricia aterciopelada de su varonil suspiro, lanzaba la flauta sus trinos de alegría pastoril, y la vieja casa parecía rejuvenecerse con esta alma melódica que corría por las arterias de sus escalas y corredores. La mujer del maestro, la hacendosa y dulce Ana María Pertlin, cosía con los ojos bajos y el oído atento; la hija mayor, Mariana, de pie junto á su padre, seguía con admiración el desarrollo de la música; el pequeño Amadeo, á gatas por la habitación, interrumpía con sus balbuceos el sonido de los instrumentos. Cuando apenas sabía hablar se quejó amargamente viendo que llegaba un amigo de sus padres con las manos vacías.

      – ¡Hoy no traes tu violín de manteca! – exclamó con acento de decepción.

      La manteca era para el pequeño salzburgués lo más fino y más dulce del mundo.

      No sabía aún modular palabras con su boca y hacía ya hablar al piano; los signos del solfeo los aprendió antes que los caracteres del alfabeto. Mariana dominaba la música lo mismo que él. En Salzburgo, todos se hacían cruces del niño prodigioso, que á los seis años tocaba el piano como un concertista. El mismo príncipe-arzobispo se dignó llamarlo al palacio, admirando la habilidad del hijo de su maestro de capilla, pero sin ocurrírsele aumentar el sueldo de éste en unas cuantas coronas.

      Las necesidades de la vida impulsan de pronto á Leopoldo á una resolución digna de nuestros tiempos. Despiértase en él una avidez de empresario. Un día, el pequeño Amadeo, ante los ojos llorosos de la madre, que ve próxima una separación, contémplase en un espejo, ridícula y graciosamente vestido como un gran señor, con casaca galoneada, blanca peluca de corte y una espadita al costado. Va á correr el mundo con su padre y su hermana, dando conciertos, y empieza sus peregrinaciones penosas de corte en corte, durmiendo en malas posadas ó en palacios de potentados dilettanti; teniendo que tocar unas veces ante reyes, y otras ante muchedumbres que discuten con Leopoldo el precio de la entrada. En la corte de Viena, le tratan como un príncipe y juega con la archiduquesa María Antonieta, futura reina de Francia. En Versalles le besan y lo adormecen sobre sus grandes faldas las beldades amigas de Luis XV. En Italia, la muchedumbre fanática de Nápoles, asombrada de su precocidad, cree que el músico niño ha hecho pacto con el diablo y le obliga á tocar quitándose una pequeña sortija que lleva, á la que atribuye la superstición un poder mágico. En Milán compone una ópera á los nueve años, dirige la orquesta la noche del estreno, y el público le saca en hombros, gritando: ¡Eviva il maestrino!

      Muere el padre; la hermana, simple compañera de ejecución musical, vuelve al lado de la madre; Mozart, hecho ya hombre, se ve sumido en la obscuridad que llega de pronto para los artistas precoces, cuando pierden el encanto de la infancia. Empieza entonces su vida en Viena de luchas y miserias. Es un innovador, y la corte prefiere á los músicos italianos que llenan la capital austriaca. El mismo emperador le aconseja pedantescamente que imite al primer músico de la época, el hoy olvidado Sallieri. Para vivir, escribe sus graciosos minuettos, por unos cuantos florines, cada vez que un gran señor da un baile en su palacio. Los rivales abusan de su carácter bondadoso y dulce, acosándolo con insultos, dificultando su trabajo con toda clase de intrigas. Entre la nube de músicos y poetas de todos los países, caída sobre Viena por la atracción que ejerce una corte aficionada á las artes, encuentra pocos amigos. Su dulce debilidad sólo halla apoyo y consuelo en el español Vicente Martín, un músico procedente de Valencia, autor de óperas olvidadas y que figura en la historia de la música como inventor del vals. También son sus amigos el italiano Daponte, abate bohemio y licencioso, que escribe los versos de sus libretos en plena embriaguez, y un alemán feo, sombrío y malhumorado, incapaz de intrigas y de numerosos afectos, llamado Luis Beethoven.

      Las óperas que escribe gustan á lo más selecto del público, pero no le dan dinero. Cuando se casa con Constanza Wéber, sus amigos Martín y Daponte van á visitarle en su pobre casita, al día siguiente de la boda, y le encuentran bailando con la mujer.

      – Hace tanto frío y la leña cuesta tan cara, que nos calentamos así – dice el maestro sonriendo.

      Y continúa el baile, moviendo su cuerpo débil, elegante y gracioso, que hacía de él uno de los más distinguidos danzarines de la época.

      En Praga, con el estreno de Don Juan, empieza para él la celebridad. Tiene dos hijos, su mujer puede reunir algún dinero; los empresarios le piden nuevas obras; la corte fija su atención en él y le encargan misas ó contradanzas… y cuando el bienestar entra en la casa, se introduce igualmente la muerte siguiendo sus pasos.

      Un día, un señor vestido de negro y de aspecto siniestro llega á la vivienda de Mozart, y entregándole como adelanto una bolsa llena de oro, le encarga que escriba cuanto antes una misa de muertos.

      Es el testamentario de un gran señor fallecido en el campo, pero á Mozart, roído por la tisis y perturbado por las supersticiones que acompañan á toda enfermedad, le parece que el hombre vestido de negro es la misma Muerte que viene á anunciarle su próximo fin, y se lanza á escribir la famosa Misa de Requiem convencido de que se estrenará en sus propios funerales. ¡Las noches de cruel insomnio, con la certeza de que toda nota trazada es un segundo menos de vida, de que avanza el temido final con cada nueva hoja añadida á la partitura, amontonando sobre el pentagrama lágrimas y melancolías!.. Su vida iba extinguiéndose así como avanzaba su obra. Casi moribundo, quiso oirla, y con un esfuerzo supremo cogió en sus manos el papel del tenor.

      Un discípulo se sentó al piano; otros se encargaron de las diversas partes de la obra; Mozart, hundido en un sillón, con el papel ante los ojos, cantaba con una voz trémula y dulce, como el cisne de las leyendas antes de morir. Al llegar al Lacrimosa, su voz se cortó con un gemido.

      – ¡No, no puedo más!

      Y echó la cabeza sobre el respaldo, para no levantarla nunca, entre las lágrimas de amigos y discípulos, y los alaridos de Constanza, que, al fin, podía dar expansión á su dolor.

      Al día siguiente fué el entierro, día tempestuoso y gris que arrojaba sobre Viena un verdadero diluvio.

      Gran concurrencia en la casa mortuoria: todos los músicos de Viena, algunos grandes señores de la corte y delegaciones de la Masonería, agradecida á Mozart por su Cantata de los fracmasones, que aun se toca en muchas logias.

      El fúnebre cortejo emprendió la marcha bajo la lluvia torrencial. El agua saltaba furiosa sobre los rojos paraguas de ballena; los zapatos de hebillas y las negras medias de los acompañantes hundíanse en los arroyos fangosos. Hay que conocer Viena, enorme ciudad, para darse cuenta de lo penoso de una marcha hasta el cementerio, por calles interminables. En una esquina se quedaba un grupo del cortejo, diciéndose que ya había acompañado bastante al difunto camarada en un día como aquel; más allá desertaban otros; las carrozas de los señores

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