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mi querido D. Fernandito. Esto es el caos, la barbarie, la anarquía de las almas. Corre un viento de desorden, y en la naturaleza no hay aquella serenidad, aquella calma majestuosa… ¿Digo mal?

      – Dice usted muy bien. Yo me noto lanzado en este vértigo, en este espantoso remolino.

      – Todo por ese maldito… Hasta me repugna pronunciar su nombre.

      – Ese maldito… ¿qué?

      – ¿Sabe usted, Fernando Calpena – dijo el clérigo con solemne gravedad, parándose en firme, – quién tiene la culpa de esta locura que nos saca de quicio, de esta llamarada que nos abrasa el rostro, de esta comezón que nos hace bailar la tarántula?

      – ¿Quién tiene la culpa?…

      – ¡Qué! ¿No lo acierta? Pues tienen la culpa Víctor Hugo y Dumas, esos dos infames progenitores del romanticismo… ¡El romanticismo! Ese es el remolino, ese es el vértigo, esa es la locura…

      – D. Pedro – dijo Calpena, sin encontrar pertinente lo que afirmaba su amigo, – ¿qué tiene que ver…? ¡Dumas, Víctor Hugo!… son dos grandes poetas…

      – Que han desatado las tempestades en nuestra literatura, y tras el desquiciamiento de la literatura, ha venido el de la política, y luego el de la vida toda… Yo, a esos dos, les mandaría cortar la cabeza, sin cargo alguno de conciencia, como a malhechores del género humano, y me quedaría tan fresco… ¿No ve usted que ya no hay orden ni reglas en el curso de los hechos que constituyen la vida? ¿No ve usted que ya todo es exaltación, misterio, fantasmas, lo desconocido, lo imponderable?… Pues espérese usted un poco, que ya empezarán los espectros, las tumbas, los cipreses funerarios… En fin, vámonos a comer, que yo, la verdad sobre todo, tengo ya ganas. Y esta tarde nos iremos a dar un largo paseo por las afueras, para que usted me cumpla su promesa de contarme algo de su vida, y del cómo y el por qué de haber venido a este maldito Madrid.

      – Volvámonos a casa – dijo Calpena sobresaltado, pues temía un golpetazo repentino de la suerte, como contrapeso de tantas venturas, – y veremos cuál es la sorpresa de esta tarde.

      – ¡Qué!… ¿Teme que venga de sopetón la mala?… Deseche usted ese recelo, porque si viniera la mala, caería sobre mí. Quiero decir que aquí está Pedro Hillo para recogerla, pues yo seré su pararrayos, Sr. D. Fernandito. No dude que si salta la chispa caerá sobre este cura… y usted libre, usted siempre feliz… Si no, al tiempo.

      Sorpresa hubo, en efecto; mas no desagradable, como Calpena temía. Al entrar le dio Méndez un paquetito que acababan de traer. Pálido y ceñudo, el joven no se atrevía a cogerlo. Hízolo Hillo, tomó el peso, y se echó a reír diciendo: «Que me excomulguen si esto no es dinero contante y sonante».

      El paquetito era como una carta muy abultada, o como un libro de poco volumen, esmeradamente envuelto en papel superior, cerrado con lacres. Estos no tenían sello con letras o escudo. Antes de abrirlo, preguntó D. Fernando a Méndez quién lo había traído.

      «Ha sido el mismo señor, ese que llaman Edipo».

      – No puede ser más clásico – observó Don Pedro. – A ver, a ver… abra usted.

      – Podría usted haberle dicho que se esperara. Yo le habría interrogado… En fin, veamos qué es esto.

      Metiose en su cuarto con Hillo, y en pocos segundos quedó aquel nuevo enigma descifrado a medias, pues si debajo del envoltorio apareció una elegantísima y perfumada cartera de piel, con un cartoncillo en el cual resplandecían ocho medias onzas prendidas con cruce de seda encarnada, no se encontró papel escrito, ni tarjeta, ni cifra por donde la procedencia pudiera ser conocida.

      «Muy bien – dijo el presbítero restregándose furiosamente las manos. – Eso no podía faltar… Aparece la lógica en medio de este barullo romántico… Le mandan a usted dinero para el bolsillo, pues un joven vestido por Utrilla, un caballero que ocupará altas posiciones, que figurará entre los más elegantes de Madrid, no es bien que ande sin pólvora… Ea, no se devane ahora los sesos… Ya parecerá, Señor, ya parecerá el donante. Vámonos al comedor, que con estas sorpresas se me aguza el apetito».

      Comieron solos, porque Iglesias, convidado por López, se había ido a la fonda de Genieys; D. Fernando hablaba poco; a Hillo se le despertó la locuacidad con tanta fuerza como el apetito, y trataba de apartar al joven Calpena de la sombría cavilación en que había caído… «Antes dije a usted que estábamos locos, y ahora añado que bendita sea la locura si viene siempre así. Mientras lluevan medias onzas, ora sean pasta, ora transformadas en cosas de diferente utilidad, no llore usted, joven. Si luego nos cae alguna rueda de molino, tiempo habrá de lamentarlo. Y hablo en plural, porque si mi delicadeza no me permite participar de los beneficios exclusivamente destinados a usted, deseo y quiero ser partícipe de los males, cuando Dios se fuere servido de enviarlos. Con que reposemos un rato la comida, y luego nos iremos a estirar las piernas al Retiro».

      Hiciéronlo así, y descansando de su caminata a la sombra de unos copudos negrillos, en sitio sosegado, allá por el Baño de la Elefanta, D. Fernando se franqueó con su amigo, ofreciéndole los datos biográficos que anhelaba conocer, como clave o guía para descubrir la misteriosa mano.

      «Los primeros recuerdos de mi infancia – contestó Calpena, – se refieren a Vera, y a la casa del cura de aquel pueblo. Pero yo nací y fui bautizado en Urdax, no constando en la partida más que el nombre de mi madre, Basilisa Calpena. Ni la conocí nunca, ni he sabido de ella, pues la mujer que me crió se llamaba Ignacia, natural de Zugarramundi, habitante en Vera, en una casita próxima a la del cura. No tenía yo dos años, cuando este me llevó consigo, y ya no me separé de él hasta su muerte, ocurrida el año 32. Llamábale yo padrino, y él a mí ahijado y a veces hijo. Era el hombre más excelente que usted puede imaginar, sin tacha como sacerdote, verdadero pastor de sus feligreses; tan caritativo, que todo lo suyo era de los pobres; entendido en mil cosas, principalmente en agricultura, en astronomía empírica y en humanidades; gran latino, tan modesto en sus hábitos, y tan apegado a la humilde iglesia en que desempeñaba su ministerio, que rechazó la oferta de una capellanía de Roncesvalles y del deanato de Pamplona. Para mí, D. Narciso Vidaurre, que así se llamaba, era la primera persona del mundo, y en él se condensaron siempre todos mis afectos de familia, pues él era para mí como padre y maestro. Si no me había dado la vida, me dio la crianza, la educación, y me enseñó a ser hombre, infundiéndome la dignidad, la confianza en mí mismo, y preparándome para los mil trabajos de la vida. Desde niño me enseñó todo lo concerniente, en lo moral y en lo social, a personas principales… quiero decir que me crió para señor, no para sirviente ni para la vida oscura y zafia del campo. Aunque no con puntualidad, D. Narciso recibía cantidades para mi sostenimiento, educación y demás. Él venía unas veces de Madrid, otras de Burdeos o París. De esto me enteré yo en mi niñez; pero él nunca me dijo nada, y aunque a veces aludía vagamente a mis padres, dándome a entender que existían, y que yo podría conocerles andando el tiempo, jamás me habló concretamente de asunto tan delicado. Sin duda, no se creía con facultades para hacerme tal revelación; o tal vez aguardaba a que yo cumpliese determinada edad. No sé, no sé, amigo Hillo… Mis confusiones son ahora las mismas que hace algunos años. Quizás, si mi padrino viviera, ya habría cesado mi ignorancia de cosa tan importante; quizás…».

      – Permítame… Entre paréntesis… – dijo D. Pedro, que ponía profunda atención en el relato. – Una pregunta: ¿en aquel tiempo recibía usted también favorcitos misteriosos de la mano oculta?

      – En tiempo de mi padrino, jamás. En París, una vez sola. Ya llegará oportunidad de contarlo… Seguiré con método.

      – Permítame otra pregunta: ¿ese señor murió de repente?

      – Sí… de un ataque apoplético. No le dio tiempo a nada.

      – Claro… si hubiese tenido tiempo, lo natural y lógico era llamarle a usted… decirle: «Hijo mío, tal y tal…».

      – Su muerte fue para mí un golpe tremendo. Parecíame que se acababa el mundo, la humanidad; que yo me veía condenado a soledad eterna, a un desamparo tristísimo… Aquel santo hombre era para mí la única

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