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López, que, como buen orador, gustaba de expresar por sí las ideas de los demás; – hay otra cosa. Hierven discordias mil en la corte del Pretendiente, por ser muchos los carlistas de viso que desean la transacción, siempre que el Gobierno liberal les reconozca grados, emolumentos y honores.

      – Andan estos – prosiguió Caballero, que hablaba poco y bien, – en continuo teje-maneje de Oñate a la Granja y de la Granja a Oñate, zurciendo voluntades y buscando la reconciliación de antiguos comilitones, ahora desavenidos; y como, si lograran su objeto, habrían de sobrevenir grandes males a la Nación, nosotros, que miramos por la permanencia del sistema representativo, haremos cuanto esté de nuestra parte porque todas esas artimañas resulten fallidas.

      – Y además… hay – apuntó Nicomedes – una tenebrosa y hasta hoy indescifrable conjura de la infanta Carlota…

      – Señores – declaró D. Pedro, poniéndose en pie, – la Iglesia, como dueña del local en el cual, por su tolerancia, que no por su gusto, se celebra esta nefanda reunión, recomienda a los señores preopinantes que no hablen de las reales personas.

      – Tiene razón nuestro noble castellano – dijo López con sorna. – No nombraremos a ninguna persona real; pero podemos designar por su nombre griego al que lo recibió y adoptó conforme a rito, cuando y donde todos sabemos. Hablaremos, pues, de Dracón.

      – ¡Alto! – gritó Hillo poniéndose en pie, – porque el designado con notoria irreverencia con ese nombre, que huele a chamusquina masónica, es S. A. el infante D. Francisco. Al menos yo lo he oído así, y no permito, señores, no permito…

      – Bueno, bueno – dijo Caballero-: no lastimemos los sentimientos religiosos y monárquicos con tanta sinceridad manifestados por este buen señor. A Dracón todos le conocemos, y no hay que hacer misterio de él ni de su nombre de batalla. Creo que se exagera la importancia del tal: de mí sé decir que no creo que exista plan ninguno verosímil fundado en la personalidad del Infante.

      – Poco a poco – apuntó Nicomedes. – Fermín, a ti te consta que sí lo hay.

      – No… lo que me consta es que algunos cándidos han echado a volar ese nombre, denigrándolo con la suposición de que teníamos en la persona que lo lleva un nuevo Pretendiente. Y esto es absurdo; esto no cabe en cabeza humana, ni aun en la de un español de 1835, que es la cabeza que nos ofrece la historia como más destornillada.

      – Y, sin embargo, hay quien lo dice.

      – Y quien lo cree, y lo sostiene como cosa muy práctica.

      – Y no falta quien asegure que es la única salvación del país.

      – Señores, son muchas salvaciones para un solo país… Salvadora la Reina Cristina, salvador D. Carlos, salvador Mendizábal, y ahora también D. Francisco nos quiere salvar… Vamos, con tantas salvaciones, España va al abismo.

      – Señores, no desvariemos – indicó Hillo. – El señor infante D. Francisco, que es persona discreta, no ha puesto sus ojos en el Trono… Se contentará por hoy con sentarse en el Estamento de Próceres.

      – Pretensión contraria a las leyes, tras de la cual hemos de ver y vemos una ambición política muy sospechosa, señores, muy sospechosa.

      – No exageremos… Cuando más, cuando más, Dracón aspira a la Regencia…

      – ¡Otra te pego!…

      – Señores conferenciantes – dijo Hillo con festiva severidad, – que no permito, que no puedo consentir afirmaciones tan contrarias al decoro de la Real Familia… Si siguen sus señorías por ese camino, mandaré que les lleven al corral.

      – ¿Somos gallinas?

      – Toros de sentido… de excesivo sentido, maliciosos, imposibles para la brega, por lo cual creo que no puede acabar bien la elocuente corrida que estamos celebrando.

      – ¡Ja, ja, ja!… Muy bien. En fin, concretemos: seamos explícitos y lacónicos, porque este joven (por Calpena) dirá, y con razón, que le estamos embromando. ¿Verdad, señor Calpena, que no entiende usted qué relación puede existir entre su persona y estas cosas desordenadas que acaba de oír?

      – En efecto: no se me alcanza qué concomitancia pueda tener mi humilde persona con esos agentes reservados, con esas intrigas, con el Sr. Dracón y demás…

      – Hemos sabido – dijo Nicomedes con campanuda solemnidad, – que de Francia se remitió un paquete de interesantes papeles a Madrid… No vaya usted a creer que intentamos sustraer ese tesoro, y apropiárnoslo por medios contrarios a la hidalguía. En poder de usted se halla todavía el encargo. La persona que debía recogerlo ha sido presa, y probablemente no saldrá pronto de la cárcel. Es muy posible que alguien intente apoderarse del paquete, diciendo a usted que viene de parte de su legítimo dueño. Yo le suplico, señor D. Fernando, que no lo suelte, aunque los que vengan a pedirlo le presenten esquela del mismo Sr. D. Eugenio Aviraneta, a quien viene dirigido, porque tanto el recado como la esquela serán falsos de toda falsedad.

      – Pues correspondo a su franqueza – dijo D. Fernando, a quien todos oían con vivísima atención, – que no traigo yo encargo ni cosa alguna para ese señor que acaba de nombrar; y si algo hay en mi baúl, que me confiaron en la frontera personas de toda mi confianza, y que no conspiran ni han conspirado nunca, lo entregaré a quien venga a reclamarlo, siempre que acredite, por usual conocimiento, ser la persona a quien viene rotulado.

      – Pues aún me resta decir algo para que vean todos mi sinceridad y nobleza. Antes dije a usted que el paquete venía dirigido a Mendizábal; pero esto lo hice sin más objeto que desconcertarle a usted, con la idea de que su turbación le arrastrase a revelarme algo que yo quería saber: lo que usted trae no viene dirigido a Mendizábal, ni tiene nada que ver directamente con nuestro célebre gaditano. Pero personas muy altas, muy altas, fijese bien en lo que afirmo, pudieran tener noticia de que el señor Calpena es portador de papeles graves, y en este caso no dejarían de intentar por todos los medios apoderarse de ellos.

      – En vez de aumentar la confusión de este excelente joven – indicó Caballero, – procuremos disiparla, amigo Nicomedes, y al propio tiempo, convenzámosle de que no pretendemos apoderamos de secretos que no se nos quieren confiar.

      – Justamente – dijo López, – y empecemos por declarar que ignoramos, o por lo menos, que no sabemos con exactitud qué documentos se han confiado a su discreción. Puede ser algo que exclusivamente interese a la Familia Real; puede ser del común interés de los partidos militantes. Me inclino a creer esto. El propio Aviraneta no sabe lo que es, o no quiere decírnoslo.

      – No lo sabe – afirmó Iglesias. – Así me lo aseguró ayer, y debemos creerlo.

      – Hame dado en la nariz – dijo Caballero, – que lo que han remitido a D. Eugenio es todo el fárrago de papeles concernientes a la Confederación isabelina, de infausta memoria. Él mismo se lo llevó a Francia no sé con qué objeto, y de allá se lo remiten para que lo utilice aquí en contra nuestra, y en pro de los Torenos y Martínez… Yo, señores míos, me fío poco de Aviraneta, y no quisiera que mis amigos tuvieran interés por nada que al infatigable conspirador se refiera… Fíjese usted, Sr. Calpena, en lo que voy a decirle, para que no se embrollen sus ideas con la extraordinaria confusión que ha de resultarle de lo que decimos. Los estatuistas nos acusan de haber preparado, dispuesto, organizado, en una palabra, el degüello de los frailes, el asesinato de Canterac y otros abominables hechos de que usted tendrá conocimiento. Se nos quiere denigrar, inutilizar para la gobernación del Reino. Si hay responsabilidad, no pueden ellos eludirla, pues en los terribles días de Julio del año pasado era Presidente del Consejo el Sr. Martínez de la Rosa; Ministro de la Gobernación el Sr. Moscoso, y Corregidor de Madrid el señor Marqués de Falces. ¿Sabéis lo que, en mi presunción, contiene la estafeta que ha traído el Sr. Calpena? Pues el plan de Constitución que hicimos Olavarría y yo; la exposición dirigida a S. M. por Flórez Estrada, condenando el Estatuto; el proyecto de asonada general; el plan de Ministerio, presidido por Pérez de Castro; los compromisos contraídos por Palafox y Calvo de Rozas, con el nombre de trabajos militares, y, por último, el informe de la

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